Siempre es terrible encontrar las evidencias que hacen del patriarcado la mayor máquina opresora de todos los tiempos. Leo a Pierre Grimal de nuevo, en su agudo libro El amor en la antigua Roma, en el cual, va explicando y explorando las diferentes vertientes del cómo fue conocido y asimilado el amor en la sociedad antigua que más ha aportado a nuestra contemporaneidad.
¿Qué entendían por amor los romanos y las romanas? ¿Cuáles eran sus símbolos? Grimal entra a todos los rincones posibles para determinar la locura, la pasión o el simple cálculo de poder y nos revela a una sociedad que poco a poco va dándole paso al ascenso del amor ya sin restricciones arcaicas pero siempre sujeto a lo que el patriarcado más nefasto identificaba y personificaba en la mujer, centro de todas las pasiones y libertades ocultas.
Desde el culto a Dionisio hasta las diferentes representaciones que fueron haciendo en Venus (todo para aplacar su desbordada naturaleza amatoria), la mujer romana nunca logró la igualdad que pudiera asumirse por su probada capacidad de incidir en el poder detrás del trono (Agripina con Nerón, Livia con Augusto, Drusila con Calígula, Cornelia la madre de los Gracos, Terencia con Cicerón, Julia con Pompeyo, Clodia con la poesía venenosa y machista de la que fue objeto) y simplemente fue confinada a disputarse un espacio en la simbología del poder.
Prueba de ello es el errabundo camino que le tocó sortear a Venus para ser asimilada en la religión oficial romana. Dice Grimal: “Introducir la divinidad en Roma, concediéndole carta de ciudadanía, suponía una decisión importante ante la que el senado había retrocedido siempre, pese a la deuda de agradecimiento contraída por la República hacia esta diosa turbulenta, protectora de los lugares de mala nota y trastornadora del corazón…” “Tan solo se quería ver en ella a la que fuera “madre” de Eneas y, para más honor, fue instalada sobre el Capitolio, en la colina sagrada donde reinaba el gran dios del Imperio, el muy magnánimo y magnífico Júpiter”.
El amor-mujer fue así destinado al tutelaje permanente de los dioses hombres, primero a Marte (quien según la tradición era amante de Venus) y luego a una divinidad difusa pero definitivamente machista denominada Mens, es decir la razón, la inteligencia lúcida. Continúa Grimal: “Parece que el senado, preocupado por equilibrar su política religiosa, quiso reunir en el Capitolio, adonde entonces se dirigían todas las miradas, dos aspectos antitéticos y complementarios de lo sagrado: lo que tenía de orgiástico el culto de la diosa de Sicilia (la Venus romana provenía de la influencia siciliana-griega), ese delirio que era capaz de desencadenar en los corazones, encontraba su antídoto en la muy intelectualizada religión de Mens”.
Otra forma oprobiosa que el sistema romano patriarcal encontró para cederles simbología a las mujeres fue el convertir e identificar como diosas vivas a la esposa de los patricios, a quienes institucionalizaron como matronas, encarnación de la virtud y de la disciplina que se interesa exclusivamente por la perduración y prevalescencia de las gens del poder. Encargadas de poner en orden la cosmología de la domus (casa-hogar, de ahí el pronombre dado a la ama de casa, domina, que en la práctica venía a ser dominada), la matrona llegó a ser fiel servidora de Venus una vez que las guerras comenzaron a ser extremadamente prolongadas (claro, es natural que aquí se nos venga a la cabeza la obra de Las Troyanas, de Eurípides) y que el Estado viera como peligro eminente la deserción de muchas matronas a los brazos de sus amantes. Para ello se le dio una nueva representación a Venus (Grimal se sitúa en la época de la segunda guerra púnica) bajo el nombre de Venus Verticordia, es decir, “aquella que sobrecoge los corazones”, o mejor, que los “recoge” con tal de apartarlos de las pasiones peligrosas.”
Este punto es interesantísimo ya que incluso, el Senado, promovió una votación democrática para elegir a la matrona que le daría los rasgos a la estatua a erigir, siendo elegida, entre cien matronas de “probada virtud” la patricia Sulpicia, quien como dice Grimal, “se convertiría a ojos del pueblo, en símbolo de aquellas virtudes que se querían ejemplificar.”
Volver a la historia para entender los significados actuales es una apremiante urgencia que nos permitirá vislumbrar, con mejor sentido, la historia que ya decidieron construir y hacer suya miles, millones de mujeres en todo nuestro anquilosado mundo patriarcal.
Fabricio Estrada
Octubre, 2015
Fabricio Estrada nació en Sabanagrande, Francisco Morazán, Honduras, en octubre de 1974. Poemarios publicados: Sextos de Lluvia, 1998;Poemas contra el miedo, 2001; Solares, 2004; eImposible un ángel (antología), 2005. Fue incluido, entre otras, en las antologías: Cien años de poesía política en Honduras, 2003 y en La Herida del Sol, antología Poesía Centroamericana Contemporánea, 2007. Más información en: http://fabricioestrada.blogspot.com/