CRISTIAN GOMEZ O. EXTRACTOS DEL LIBRO ROJO Y OTROS POEMAS INÉDITOS

cristian gomez

 

 

EXTREMELY WHITE PEOPLE

Una profesora de lenguas clásicas recita a Kavafis
en su idioma original. Las ninfas del bosque
trabajan para la forestal Mininco. La casa cuesta
lo mismo que financiar la colegiatura
de una prole que brilla por su ausencia. Las palabras
del opresor no pueden ser las mismas con las que nos
deseamos feliz cumpleaños cada vez que volvemos
a reunirnos. Una polera que diga. Esperando
a los bárbaros es un poema que no podría
ser escuchado con mayor atención que en esta
fiesta: un ejemplo perfecto de la distancia
que separa a las palabras de la realidad.

Cómo te lo explico: cada uno de nosotros

tiene que elegir el ojo de la aguja
por el cual atravesará hacia el cielo.

Cada uno de nosotros

ha admirado la altura de estos árboles
sin admitir la belleza

de la hierba que crece a ras del piso.

Es ella la que tiene que lidiar
con las hormigas marchando en fila.

Es ella la que tiene que lidiar
con nuestros pasos que vienen

a segarla. A impedir que siga creciendo
porque entonces habría que utilizar

otro tipo de adjetivos. Sin embargo
aquí en el bosque los atentados incendiarios

suelen atribuírseles a los únicos
que sabrían vivir de él y así lo habían

hecho hasta la llegada del cóndor y el huemul:
el escudo patrio deberían ser los camellos

encargados de la salvación de nuestras almas.

Los profesores reunidos en torno a una mesa
sobre la cual no se discute ninguna teoría literaria

sino un sinfín de recetas de cocina para combatir
la pobreza en el tercer mundo, el anhelado ahínco
que demuestran las aspirantes a reina de la primavera

y el enconado empeño de las aves por volar, sí:
el empeño de las aves por volar completa
el menú de las conversaciones.

En el intermedio algunos se rascan la cabeza.

Otros se desvisten para prestar más atención.
La gran mayoría disfruta el aire libre. Uno que otro
alza su copa para celebrar este momento.

Yo que no soy blanco escucho en silencio
sus palabras.

 

 

 

DÍAS DE ESPLENDOR SOBRE LA HIERBA

La habitación de un hotel ha sido tantas veces
visitada que todos y cada uno de sus ocupantes
pertenecen a una especie de familia. No importa

que no sea la misma pieza (nunca son los mismos
pasajeros). El ritual se repite como la pronunciación
de la erre: por los visillos se atisba un paisaje

poblado de pintores de domingo que te observan
a través de los visillos de otras tantas habitaciones,
alguna vez esto fue una ciudad dispuesta

a aceptar su fortuna, o la falta de la misma.
Las ciudades-dormitorio de las afueras
ahora ocupan el centro y la antipoesía

cayó presa de su propia trampa. Los criadores
de abejas también son una especie en extinción.
La pesca con redes de arrastre (otro ritual que se

repite) podría solucionar la contaminación
de los océanos por el uso indiscriminado
del plástico y la imitación del siglo de Oro.

Los del noventa y ocho solían sacarle en cara
a los modernistas el abuso de las ballestas
en un tiempo en que escaseaban las aves.

Las vanguardias les respondieron con zeppelines
y globos aerostáticos que volaban en busca
del fuego. Ninguno, sin embargo, fue capaz

de devolvernos los días de esplendor
sobre la hierba. Uno de mis amigos
pide cita con el doctor para escuchar

la voz de la secretaria. En la recepción del hotel
nos dieron las llaves. Las mucamas los buenos días.
Desde el ventanal se puede ver la calle y la ciudad.

Pero no se pueden ver las dos al mismo tiempo.

En una te quedas a vivir
y este poema es innecesario.

En la otra

sueñas cometer el error de partir
sin darte cuenta de que no podrás

cometer el error de volver:
el pasto ha crecido.

El ladrillo que llevas
bajo el brazo para mostrar

tu casa donde llegues

te sirve de almohada cuando la noche
te pilla a la intemperie:

mullidas son las imágenes de las montañas.
Haber crecido entre ellas

es lo único que te permite ese adjetivo.

 

 

 

 

EL HUNDIMIENTO DEL BELGRANO

Allá mi padre estuvo un año vendiendo diarios,
lavando aquellos platos en los que no comía
pero le daban de comer. Te mando, pese a todo,
un abrazo desde el siglo XX. Las cosas no han
cambiado desde que todas las tumbas están
abiertas y todos los hijos son nuestros.
Cada librería justifica los temores de nuestra
infancia, los complejos de inferioridad
aprendidos en la arena, el santo grial
sigue redituando para los mismos
que lo escondieron. El hundimiento
del Belgrano se produjo en aguas
internacionales. Después mi padre volvió
y tuvimos que nacer. Mi madre no lo estaba esperando,
pero esa es otra historia. Si hubiera
una moraleja tendría que ser algo así: los pacos
se subieron a la micro y le doblaron el brazo
al chofer. Yo tenía cinco años y me daban
miedo los aviones. Después disolvieron
el congreso. Proscribieron los partidos políticos.
Detuvieron a todos los dirigentes sindicales.
Todos los rectores fueron designados.
Y sin embargo los domingos almorzábamos
en familia.

Los platos todavía están humeando.

 

 

 

 

BORSALINO

Mi abuelo no era fabricante de sombreros.
Trabajaba en una fábrica donde los hacían.
Empezó a los nueve años pero no me acuerdo

del resto de la historia. Todavía están guardados
esos restos de una historia familiar que a nuestro
Kenneth Goldsmith no le interesan. Pero desde

los nueve años fue un obrero y saludó el paso
por la Alameda del presidente Emiliano Figueroa
(tal vez los popes sepan perdonar). El concilio

vaticano segundo, es mi deber recordárselos,
permite la homilía en otras lenguas que no sean
el latín. Se abandonó además la práctica del púlpito.

Y la acentuación en la segunda, la sexta y casi
la postrera. Haya sido lo que haya sido mi abuelo,
merece la memoria de la casa en Borodin, luego

la casa en Haydn, calles de un barrio y el temprano
contacto con la música que no me llevó a ninguna
parte: la primera comunión, las manos juntas,

el proletariado urbano preparándose para rubricar
un tratado de paz que no los incluía, un armisticio
donde la puerta hay que cerrarla por afuera

no es una exageración ni tampoco una verdad
que vaya a encontrar en los libros: es una fecha
esculpida con tacto sobre una piedra debajo

de la cual yace un viejo parecido en la forma
y en el fondo al hijo de su hijo. Los caballeros
los usaban para hacerle honor al nombre.

El nieto de un obrero sabe cuándo quitárselo.

 

 

 

 

CONVERSACIÓN EN UN PERUANO

Hay que entender que la dictadura de Velasco
no puede convertirse en el Vietnam de Los Andes

(dicho sin levantar los ojos de la mesa).
Porque una vez que visites el Perú
vas a entender primero

1) cómo se distribuyen las casas
de acuerdo a una ley de la oferta
grabada en lo más profundo

de nuestros espíritus barrocos

y

por qué ciertas novelas
se escribieron antes, mucho antes

de que sus protagonistas hubieran terminado de madurar
para hacerse cargo del país.

Toma, por ejemplo, el caso de Dante
Hinostroza: lo tenía todo, la lucidez
para leer en la palma de la mano

de la primera chiquilla que encontrara a la salida
del colegio el futuro de toda una clase social
que se distingue por la forma en que llevan

los chalecos amarrados a la cintura.

Y, después de que el camarero

nos ofreciera infusiones que corrían por cuenta
de la casa, no te apures con el pisco pues,

dejarme en claro que todo esto lo decía
porque finalmente había entendido
que los conflictos limítrofes le habían dado la oportunidad

(me refiero, claro, al Perú)

de observarse con cierto pudor a sí mismo, sentado en aquella
mesa donde antes hubiera firmado un libro recién

salido de las prensas de alguna editorial colonialista.
Porque eso somos pues compadre, le falta decir

no cojudees: estamos hundidos en la misma mierda

que los indios en un cuento de Bryce. Pero a nosotros
no nos salvan ni el oleaje del Pacífico (llevamos
a cuestas conchas recogidas por oficio en cada

una de las playas que somos capaces de recordar)
ni las ganas de irnos sin dejarle propina a nadie.

No hay calor sin remordimiento.
Los correctores de estilo también

sudan producto de su trabajo.
Esto no es una amenaza

ni tampoco una advertencia.
Es una plaza llena de turistas en Madrid.

Donde alguna vez la sangre derramada.
Tuvo espectadores y cronistas.

Una noche cerrada como los bares más cercanos.

Hay una estación del metro que se llama
nunca volveremos al lugar donde no teníamos

acento. Otra debiera llevar el nombre
de todos y cada uno de los clientes

que están dispuestos a pagar la cuenta
como una forma de pedirle perdón

a los recién llegados a la costa
que no han puesto todavía

un pie sobre la arena y ya están arrepentidos.
Madrid es la última oportunidad
de llevarnos la cuchara hasta la boca
sin declararnos culpables.

El cinturón de seguridad deberá permanecer
amarrado mientras el capitán mantenga la luz

encendida.

 

 

 

 

MÁS HERMOSA SIN MAQUILLAJE

Las aventuras de Corto Maltés parecen
sacadas de un manual para entorpecer la vejez
de los ancianos que se niegan a renunciar a ella
antes de haber cobrado hasta el último centavo
de su pensión: hay una estación de radio
que debería pertenecernos, hay un campo
de concentración al que necesitamos
ponerle un nombre que no refleje
lo que pasó allí, sino lo que podría haber
pasado de haber permanecido las estatuas
en su lugar, dándonos una idea de lo que la vida
en el siglo XIX fue –o, aun peor– podría haber sido
en una capital sudamericana: una vez vi una película
donde una mujer que se volvía loca representaba
la independencia de su país. ¿Cuál sería el mejor de los
símbolos para representar la independencia de Chile?
¿Un pez escapándose de las redes de los pescadores
para caer víctima de las gaviotas que lo último
que ven antes de clavarse en el agua es un reflejo
de sí mismas?, ¿un estadio lleno de gente gritando
a todo pulmón mientras los reclutas les apuntan
para que griten más fuerte?, ¿una bandera
flameando aunque no haya viento?, ¿un cerdo
al que nos negamos a escuchar simplemente
porque era un cerdo? Tiene cara de actor,
pero no de personaje, abre la boca para comer
pero aire es lo que traga y aire lo que suelta.
Y se llama igual que nuestros héroes.
Y actúa como uno de ellos, pero no es
uno de ellos. Bautízalo porque todos
merecen mirarse al espejo sabiendo lo
que están mirando: un hombre recitando
su propia muerte en perfectos alejandrinos,
una mujer tendida en la cama
recita este poema
a pesar de todos los consejos
que ha recibido en contra.

 

 

 

 

JUAN X, 25-26

Las turbulencias no dejan dormir a los pasajeros.
Alguien se decide a filmarlo. Debemos ir
en medio del océano, sin posibilidad
de mirar hacia abajo y descubrir las luces
de las ciudades para contar las horas
que nos faltan. Los remezones despiertan a
medio mundo y la señal de abrocharse los
cinturones no es una metáfora. Se escuchan
algunos gritos. Luego por el intercomunicador
la voz del capitán pide disculpas por los inconvenientes
que la situación pudiera haber creado (sic) y no sin
indiferencia algunos vuelven a dormir. El resto
se apresura a compartir sus videos y comentar lo
sucedido. En ningún momento se detuvo la película
que estaba viendo, salvo cuando intervino el capitán.
Una película que me recordaba lo que estaba viviendo
en esos días. El deus ex-machina proveniente
de la cabina de control no hizo sino aumentar
la sensación de estar viendo pasar mi vida
delante de una pantalla. Antes de que terminara
el vuelo, había terminado la película. Cuando
llegamos a un terminal parecido a todos
los terminales del mundo, gente que venía
en el avión seguía comentando lo que habían
vivido. No pude sino recordar unos versos
que me sé de memoria (“Por segunda vez llamaron
al hombre que había sido ciego y le dijeron:
Da gloria a Dios; nosotros sabemos que este hombre
es un pecador. Entonces él les contestó: Si es pecador,
no lo sé; una cosa sé: que yo era ciego y ahora veo”).
Mi conexión partía dentro de una hora.
Me senté en un bar detrás de cuya barra
un espejo nos reflejaba a todos los que esperábamos.
Lo que vimos, lo que dejamos de ver y lo que llegaremos
a ver algún día se conjugaron en una sola imagen
pero no tiene ningún sentido hablar aquí de ella:
ustedes también la habrán visto sentados delante de esa barra.
Ustedes también se habrán bajado de ese avión
juntando las manos para dar las gracias.
Y la sangre de nuestro señor Jesucristo
en una copa que no es de cristal.
Pero parece.

 

 

 

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Cristián Gómez O. (Santiago de Chile, 1971). Poeta y traductor. Ha publicado, entre otros títulos, Alfabeto para nadie (Ediciones Fuga, Santiago, 2008), La casa de Trotsky (La isla de Siltolá ediciones, Sevilla, 2011), La nieve es nuestra (Ediciones Liliputienses, Cáceres, 2012, Ediciones Luces de Gálibo, Málaga, 2015), El libro rojo (Edixiones Mantra, D.F., 2019; Ediciones Aparte, Arica, 2023) y El hombre de acero (Ediciones Liliputienses, Cáceres, 2020). Tradujo los libros Cosmopolita (Ediciones Liliputienses, Cáceres, 2014) y Ciudad modelo (Ediciones Liliputienses, Cáceres, 2018), de Donna Stonecipher, la antología Yo solía decir su nombre, de Carl Phillips (Editorial Aparte, Arica, 2022) y de Mónica de La Torre compiló y tradujo Feliz año nuevo (Ediciones Luces de Gálibo, Málaga, 2017). Junto a esta última, publicó la antología Malditos latinos, malditos sudacas. Poesía hispanoamericana made in USA (Ediciones El Billar de Lucrecia, D.F., 2009). Fue miembro del International Writing Program, de la Universidad de Iowa, y Writer in Residence en el Banff Center for the Arts, en Alberta, Canada. Es profesor de literatura latinoamericana en Case Western Reserve University, en Cleveland, EE.UU., donde también reside. Co-dirige, junto a Edgardo Mantra, la editorial de poesía en traducción 51GLO V51NT1Dó5, de México. Es Associate Editor de Cardboard House Press.

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