ALEMANES EN LA CUADRA
David Bustos (de su libro El lenguaje de los nudos)
Nunca nos detuvimos, todo lo hacíamos corriendo, pero cuando pasaba el alemán alguien tomaba la pelota y se producía un silencio. Cabizbajo, cigarro entre los labios, con el cabello despeinado, caminaba sin quitar la mirada del suelo. Otto, ese fue el nombre que le pusimos, caminaba alrededor de cuatro cuadras, cubría siempre el mismo perímetro, una y otra vez, inconscientemente repetía la rutina del prisionero. En alguna esquina se detenía a discutir en alemán, creo que esa fue la primera vez que escuché esa áspera lengua. Discutía solo, o con alguien que nunca nadie pudo ver. Su pasado lo acosaba. El campo de concentración en que vivió de niño se había congelado en su cabeza. Una alambrada imaginaria donde posaba sus dedos que se cubrían de ceniza.
En la misma calle vivía un matrimonio alemán. La pareja de ancianos mantenía las cortinas de su casa cerradas todo el día, no intercambiaban palabras con los vecinos, no miraban a nadie. El tipo tenía un rostro parecido a los oficiales que aparecen en las películas nazis: calvo, con el cuello grueso y corto, lentes redondos.
Se los veía caminar a la feria los domingos, con la vista fija en sus zapatos. Físicamente ellos vivían en el barrio, pero al igual que Otto, su mente vivía dentro de un tiempo paralelo. Por las noches al marido alemán se le escuchaba escribir a máquina, escribía y escribía algo que debe haber sido interminable.
Nunca pensamos demasiado en los alemanes de la cuadra, para nosotros eran personajes naturalizados que simplemente se borraban a sí mismos. Solamente Otto, que interrumpía nuestras pichangas con su caminata, era visible. Un niño viejo que no pudo crecer porque su vida debió terminar antes; su cuerpo siguió caminando, pero su mente era una estaca fija en una Alemania de campos de concentración.
En esos años, principios de los 80, llegó Salvador al barrio, un chico de nuestra edad con un nombre que de inmediato fue censurado por nuestras madres, nadie podía alzar la voz demasiado para nombrarlo. Salvador, que obviamente nació en el Gobierno de Allende, pero que tuvo que crecer en los años de dictadura, era bueno para la pelota, así que siempre antes de comenzar los partidos en la cuadra lo íbamos a buscar. El problema es que no tenía timbre en su casa, por lo que estábamos obligados a gritar su nombre o más bien a cambiar la voz cuando lo llamábamos. Un día Salvador nos rogó que no lo fuéramos a buscar más. No quiso explicarnos nada, desactivó cualquier frase que nos hiciera sospechar la carga política de su familia. Recuerdo a Otto darle una calada a su cigarro y levantar brevemente la vista mientras Salvador cerraba su puerta con un apuro que nos pareció exagerado. Nunca más lo volvimos a ver.
Siempre quise saber qué escribía ese alemán con pinta de SS por las noches. Infinitas cartas a sus compañeros nacionalsocialistas que seguramente estaban repartidos por el Cono Sur, o quizás era un escritor secreto, un novelista de largo aliento que corregía incesantemente un texto que podría ser su vida; aunque la segunda opción me parece romántica, no rima con el rostro y las costumbres de este personaje. Lo que veo a la distancia es que prácticamente en la misma cuadra convivían un exprisionero y un soldado de la Alemania de Hitler. En medio de eso hay unos chicos de entre once y dieciséis años que se disputan con vehemencia una pelota. Los alemanes son periféricos, incidentales. Esto podría ser así de simple, hasta que la pelota cae en el jardín del ex soldado y uno de los chicos, animado por una valentía que él mismo desconoce, decide trepar la reja y sacar la pelota. El jardín es espeso, sus amigos no logran verlo con claridad, él apenas los escucha, está solo en ese laberinto vegetal y busca entre ramas y plantas. El alemán con pinta de SS sale y lo descubre, le apunta con un arma, el chico levanta las manos como en las películas y rápidamente pronuncia una palabra que cree que el alemán fácilmente puede identificar: ¡fútbol! ¡fútbol!
El chico muere porque tiene que morir, porque la infancia debe ser asesinada en un copioso jardín mientras buscas una pelota. Es la única manera de que el juego continúe. La única manera de que la pelota siga en movimiento.
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David Bustos Muñoz
Escritor y guionista. Magíster en Estudios de la Imagen. Es autor de los libros de poesía; Nadie lee del otro lado (Ediciones Mosquito, 2001), Zen para peatones (Ediciones del Temple, 2004), Peces de colores (Lom ediciones, 2006), Ejercicios de enlace (Editorial Cuarto Propio, 2007), Jardines imaginarios (Alquimia ediciones, 2010), Hebras viudas (Editorial Cuarto Propio, 2011), Arial 12 (Pez Espiral, 2018), Poemas Zen (Mago editores, 2020) y la antología Circuitos Integrados (Editorial Aparte, 2020). Publicó el libro de cuentos Rec, (Editorial Cuneta, 2018). Recibió el año 2007 el Premio Municipal de Literatura, en la categoría poesía por su libro Peces de Colores y el 2019 el Premio Mejor Obra Literaria en el género Cuento por Rec.