Recuerda que morirás. Presentación. Memento Mori, Hernán Miranda Casanova por Eleonor Concha

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“Quizás, pensándolo bien, he estado profundamente equivocada y el verdadero fin de este ejercicio de Miranda sea mostrarnos el tiempo y no la muerte, porque ella llega irremediablemente, y el tiempo, en cambio, permanece, inagotable, como también lo es la búsqueda de sí mismo, del sentido del ser, al que sólo se alcanza perdiéndose primero”  

Recuerda que morirás, reza el título de esta obra en aquella fórmula que Horacio recogió en sus textos y que hoy llega a nosotros en clave latina, frase con doble significado porque, es cierto, hoy estás celebrando, pero recuerda siempre, siempre, que morirás.

El título de la obra nos introduce en el tema fundamental del poeta, y cada texto, se encuentra en uno u otro lado del péndulo. Así, el primer poema del texto es más un ejercicio de memoria, en donde la muerte cruza los trenes de su infancia, donde primero el hablante evoca el amor materno, canto que induce al sueño:

“Y me asaltan imágenes y emotivos recuerdos

Como cuando mi madre me cantaba

Para inducir el sueño. Nunca he escuchado

Un canto más hermoso.”

En un ejercicio dialéctico, aquella imagen evocadora, se cruza con la travesura infantil de subirse a un tren, sabiendo que los niños juegan con la muerte, testigos del horror de la mujer que se suicida arrojándose a las vías del tren frente a la casa del vate. Vemos entonces como la evocación de la infancia no excluye la memoria del peligro y de la muerte, quizás de ahí el título del poema Dábale arroz a la zorra el Abad, un palíndromo cuyo texto va y viene diciendo lo mismo, un juego de palabras –obsesivo naturalmente- que deviene en poesía, pero que también tiene una lectura simbólica, en el poema vida y muerte se encuentran, un adelante y un atrás del palíndromo de la existencia.

Así, los poemas de Memento Mori cruzan intermitentemente la línea entre la vida y la muerte, hay poemas donde la vida es contemplativa, como en “En el jardín”(p.41), otros en que el humor y la picardía son objeto de arte, como “El rap de la gorda Margot” (p.32) que no hace sino traer a la vida moderna, la balada del mismo nombre del poeta francés del S. XV, François Villon, un poema que, como otros del texto, dejan perplejo, es como si el hablante quisiese mostrar en un solo libro las distintas facetas de este diamante que es la vida, sin excluir nada, en este arte de morir que se hace viviendo.

Hay otros poemas en que lo confesional se vuelve un susurro en el oído, susurro que dice: “he querido morir, he querido morir” y eso convierte los poemas en una carta de amor para quienes –en parte- han logrado que el momento de la muerte se aplace. Sin la gravedad a la que estamos acostumbrados, vemos poemas sin exageraciones, porque también lo escrito se configura con lo que carece, y esa falta de estridencia al hablar de la muerte es de otro tiempo, es de un tiempo en que la humanidad convivía con la muerte sin la asepsia que hoy la caracteriza, sin la despersonalización que hay detrás de los carteles anodinos de las funerarias: no veas al muerto, no vistas a tu ser amado, eso lo hace la funeraria, no lo hagas, no toques con la punta de tus dedos el alma que se ha escapado, no sufras, deja que nosotros mitiguemos tu dolor.

El hablante se mira a sí mismo y se puede percibir como cosa inanimada, muerto ya, o casi, donde despojarse de todo y caminar hacia el único destino cierto, se hace natural, por eso el hablante dice: “Contemplo mis huesos / Como en una vitrina” (de Miro mi mano derecha, p.11) donde la carne que los cubre es sólo cáscara de fácil retiro.

En el poema Memento Mori (p.14) el hablante recorre el mismo camino hacia el hueso desnudo, perdida ya la carne que le permite al cuerpo su unidad, de carne viva, el poema transita hacia el hueso vacío y espectral, la muerte romántica que piensa al hueso que queda como símbolo de bandera pirata, saltándose, como mago escapista, el momento de la perdida final, de la putrefacción de la carne, la fealdad en la que deviene cualquier mortaja.

Devenir esqueleto, de poeta, a traficante, de enfermo a muerto. Así la muerte es un tópico recurrente: la muerte de Rimbaud, la muerte de Benjamin, la muerte en Valparaíso, la muerte en Troya, animitas milagrosas y paganas (que la Iglesia siempre quiere atraer para sí), cementerios, restos de reyes arrojados jubilosamente por las muchedumbres revolucionarias de Francia, fenómeno que sin duda habría ocurrido en aquel 2019 que sigue latente, si acaso aquí alguna vez hubiese habido reyes, reflexiona el poeta; muerte en los océanos que hablarán por el vate cuando se haya ido y un testamento en donde el poeta habla y entrega a la humanidad, el tiempo, el mar, las ciudades, sus libros, pero no sus poemas, porque esos son de su hija Paloma.

Cuando pensaba en este texto, exploré la idea de que los poemas de Miranda eran de este tipo de declaración: “los que hemos de morir te saludan”, típica expresión de películas sobre gladiadores y no me equivoqué demasiado, hay, en efecto, una lucha constante en los poemas de Miranda, somos quienes hemos de morir y para recordar ese hecho fundamental de la vida, el hablante lírico reconoce estar siempre al borde, no sólo por las dolencias mentales (del alma dirían algunos) que padece el hablante, sino que por el mal de Chagas que le recorre los intersticios del cuerpo, así dice: “Si ven que me desplomo ya saben que es por culpa / De este ominoso insecto chupador de sangre” (p.35) lo dice como simple advertencia, para luego en otro poema, en un ejercicio de franqueza brutal, mirarse a sí mismo, advirtiendo que: “El resultado es un viejo en camino / hacia el sepulcro” retratándose con cierto grado de humor, diciendo “Agréguense los labios delgados / y orejas apegadas al cráneo / todo esto en clave senescente” (de Autoretrato por encargo p.28). El hablante, vuelve una y otra vez a la posibilidad del suicidio, pero en medio de sus cavilaciones, logra mostrarnos atisbos de esa historia que contiene su memoria y recorre la urbe, Santiago, reconociéndose un habitante de esta, a los pies de la Cordillera, de espaldas al metro, aquel otro tren, diverso del de su infancia, pero tan a la mano del suicida. Sin embargo, el hablante espera que sus huesos reposen cerca del océano, y por eso desde el Santiago que habita, se traslada en la muerte hacia Valparaíso, lugar donde llega después de recorrer los mares de la tierra, porque inicio y final son lo mismo.

Mirarse y saberse mortal, escribirse y creer que ciertas palabras perdurarán para que algo del que muere quede resonando en el futuro, donde la muerte es la protagonista y la natural antagonista, el principio y el fin, el alfa y el omega, no es razón para que en el intertanto, no podamos disfrutar del jardín, recrear como Rap algo que fue Balada, ironizar, jugar con los textos y las historias, incluso, traer a la memoria a otros que nos precedieron: al tío Agustín (su tío, no el del Mercurio), o a Salvador Allende que cual Príncipe Feliz supervigila la felicidad de su pueblo desde ese pedestal detrás de La Moneda, o a personas que uno diría que perdieron su valioso tiempo, pero que en realidad están allí para recordarnos que el tiempo es lo que uno hace de él, como Simón Estilista, que hizo de sí mismo una estatua viviente por 20 años para demostrar su fe. Visitar tumbas que contienen historias inconclusas. Quizás, pensándolo bien, he estado profundamente equivocada y el verdadero fin de este ejercicio de Miranda sea mostrarnos el tiempo y no la muerte, porque ella llega irremediablemente, y el tiempo, en cambio, permanece, inagotable, como también lo es la búsqueda de sí mismo, del sentido del ser, al que sólo se alcanza perdiéndose primero.

 

Eleonor Concha

 

 

Memento Mori

Mago editores, 2023

Hernán Miranda Casanova

Santiago de Chile

66 pp

 

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