Perú. Luis Fernando Chueca. “Eternidad del instante musician de la medianoche”

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Eternidad del instante musician de la medianoche


Por Luis Fernando Chueca

 

 

[En pocos días se presentará en Lima una reedición de Symbol de Roger Santiváñez (Piura-Perú, 1956) publicado por primera vez en los hirvientes días de 1991. La novísima editorial Pesopluma, artífice de esta reaparición, me pidió unas palabras que acompañen a este libro capital para entender algunos de los procesos de la poesía peruana de las últimas décadas. Las ofrezco, como anticipo, a continuación].

 

«Éste es mi cuaderno músico», escribe Roger Santiváñez en la dedicatoria de Symbol. La afirmación podría resultar desconcertante para quien lea por primera vez este libro aparecido originalmente en 1991, cuya escritura tiende radicalmente a la desestructuración y a la «lumpenización del lenguaje». Y es que, en efecto, lo que más parece destacar en la lectura inicial de Symbol es lo fragmentario y caótico de su discurso; la inconexión entre sus versos y las frases dentro de estos, entre las estrofas de un poema, e incluso entre el título y lo que este parece abordar. Estos quiebres de la linealidad parecen remitir a diversas voces o momentos de enunciación, o a distintos niveles de conciencia de una misma voz. ¿Y la música anunciada, entonces? ¿Una ironía, una boutade?

Podría parecer, pero vamos con cuidado.

Pronto reconocemos que esas expresiones de descentramiento o dislocación se potencian, por ejemplo, por la casi total ausencia de puntuación o los énfasis fónicos (como los vinculados con el fonema /k/: «chukcha», «pukto», «Karicia» o «sokotroko»), que invitan a pronunciaciones intensas emparentadas con el sonido de la /k/ quechua, o establecen lazos con la escritura y la estética subte de los años ochenta. Hablamos, pues, de procedimientos de claros efectos en la sonoridad de los poemas. Como también la presencia de cadenas verbales que hacen guiños al non-sense: «Algo así como la redondez: / Mara a ver Emma / Adorada Mul-ben / Riviera Tracta» o «Negra rubieza aviesa a campo traviesa». Y algo semejante podría decirse de la unión de lenguas distintas en la misma frase («No sé qué sé yuyachkani un vacío en el supaypawawa», «Sangrienta y fértil like a rolling stone hay una playa»), de la constante agramaticalidad o de la coexistencia de registros ultracoloquiales junto a otros poéticos («Tiempo dónde mora tu secreta concha dórame en tu caca»).

Todas estas operaciones dan la sensación de estar ante «poemas-delirio», ante el «habla enrarecida de un yo que ha perdido algunas de las propiedades fundamentales del lenguaje», como señaló Carlos López Degregori. Estos quiebres de lo comunicativo resultan de una apertura a que la atmósfera de violencia y descomposición del país penetre en todos los niveles del texto. Sobre esta relación ha comentado el propio Santiváñez: «Reinaba la violencia y la incertidumbre. Solo te quedaba refugiarte en la poesía y eso fue mi libro Symbol, cuyo lenguaje está atravesado de aquella violencia a pesar de que es un libro de amor erótico. De hecho hay una nota esquizoide que marca la poesía de aquellos terribles años».

Hablamos no solo de la textualización de la violencia sino también de la decisión del poeta de sumergirse en la corriente de descomposición de la sociedad para asumir la creación desde ese magma. Esto se tradujo, por ejemplo, en la experimentación constante de drogas duras, que favorecería una «rimbaudiana» alteración de todos los sentidos, esencial en el proceso de escritura. Se trata, entonces, de la poesía como refugio frente a la violencia pero además como acto de decir desde el meollo de esa violencia. El poeta dirige su voz disconforme y desencantada frente al estado de cosas («La Poesía es un texto contra el Mundo», leemos al inicio de un poema) y extrema su búsqueda poética poniendo en riesgo su voz, que se acerca a lo ininteligible, su subjetividad, que agudiza su descentramiento, e incluso su vida, pues se sumerge en una corriente de autodestrucción.

A partir de la conjunción de estas coordenadas, se entienden mejor las fracturas discursivas en los poemas y también la presencia recurrente de expresiones vinculadas con la soledad, el aislamiento o el escepticismo, así como de una deliberada agresividad verbal y simbólica, una procacidad desbocada y constantes alusiones a la imposibilidad de lo colectivo, a rupturas amorosas, a una sexualidad violenta y a lo marginal y lo lumpen. Symbol, de ese modo, se constituye en símbolo de la crisis extrema del Perú y en especial de Lima, donde se escribe el libro entre fines de 1989 e inicios de 1990.

No obstante, en el curso de la exploración de ruidos, quiebres y descentramientos que predomina en el poemario, en el “discurso esquizoide” de Symbol (como lo llamó José Antonio Mazzotti), aparecen también corrientes de sonoridad armónica así como diversas simetrías: evidencias, otra vez, de la pulsión musical que habita en el poemario.

En cuanto a las simetrías, lo que más llama la atención es la regularidad en la composición de las secciones, la elección de sus títulos y la estructura de los poemas. En efecto, los dieciséis inconexos poemas de Symbol están distribuidos en cuatro secciones de cuatro poemas cada una, organizados, en general, en estrofas de cuatro versos. Las secciones («Poder», «Matar», «Imaginar» y «Allucinar» son sus títulos) podrían separarse en dos bloques, según confió Santiváñez al poeta y crítico Eduardo Urdanivia: un «lado oscuro» y un «lado claro». Se produce entonces un contraste entre la estricta estructura del libro y la fuerza desorbitada de los textos. Pero se tiende a la vez un puente (astillado, pero indiscutible) entre las dos pulsiones coexistentes («oscura» y «clara», podríamos llamarlas).

Veamos. Hacia un lado está la radicalización de lo conversacional, asociado –en los tiempos de su consolidación latinoamericana, en los sesenta– a la confianza en las posibilidades comunicativas del poema y a la convicción de que la poesía cumplía algún papel, cuando menos, en la transformación social. En ese registro, y desde presupuestos semejantes, Santiváñez escribió Antes de la muerte (1979), su primer libro. También predomina lo conversacional en la mayor parte de Homenaje para iniciados (1984) y en algún grado en El chico que se declaraba con la mirada (1988). Pero en la medida en que se agudiza la violencia en el país y se radicaliza la postura marginal del poeta, que ve trizarse las expectativas de una revolución que conduzca a la liberación total –como había sostenido en sus tiempos de Kloaka–, también parece agudizarse una desconfianza frente a la capacidad de lo conversacional para aproximarse a la violencia y el caos en la sociedad y a los correspondientes descentramientos subjetivos.

Así, en Symbol, lo conversacional va mucho más allá de donde llegaron los trabajos de montaje de voces y discursos en los sesenta, las radicalizaciones callejeras de los años setenta y los primeros acercamientos a lo lumpen en los años ochenta, y se sumerge en una corriente en que la más radical lumpenización y el extremo dislocamiento provocan que no se pueda hallar sino fragmentos, restos o ruinas de dicho registro, así como de las utopías que implicaba: el lenguaje, si bien conserva huellas de su marca fundacional, es ya otra cosa.

Santiváñez da cuenta de esto en el colofón del poemario: «Este libro está escrito en peruano; es decir en el castellano / Hablado en esta parte de América Latina, que se llama el / Perú. Pero, más exactamente, está escrito en el idioma que / Se habla por las calles de Lima, después de la medianoche». La declaración de que con estos poemas «aprendí a caminar por la filuda punta de esta lengua» refuerza la perspectiva de que este nuevo lenguaje se acerca más compleja y productivamente al álgido escenario social y subjetivo, y revela así los múltiples ángulos simultáneos que otras miradas y otros usos del lenguaje, más convencionalmente conversacionales, no alcanzan a ofrecer.

Pero esta exploración en la materia verbal es aún más compleja. La oscuridad del castellano lumpenizado que ha hecho estallar lo conversacional, está paradójicamente iluminada o permite alguna iluminación («Para ver el sol te oscureces usas otro dialecto», leemos en un verso). Hay en ese sentido una resonancia redentora, mítica y hasta mística (cifrada en el deseo de «ver el sol» o de los «recintos sacros del poema») que se refuerza con el uso de «San Tiváñez» como nombre del autor por primera vez en este libro.

Desde estas constataciones se refuerza la condición de Symbol como «cuaderno músico», anunciada en la dedicatoria. Vemos así que, entretejidas con las sonoridades propias de la oralidad marginal, y con el precario enlazamiento entre las partes del poema, están las exploraciones en las simetrías, las armonías y las correspondencias, que parecen ofrecer un anclaje –casi una estrategia de supervivencia– en el escenario general de descomposición.

Symbol, a través del tráfico entre estas dos vías aparentemente enfrentadas (la radicalización de lo conversacional encaminado hacia lo lumpen, en una dirección, y la exploración de sonoridades más ondulantes y de regularidades, en la otra), alcanza su nuevo lenguaje, su nueva música: una poética de tiempos de guerra.

Casi a veinticinco años de su primera publicación, Symbol sigue siendo un libro clave. No solo porque representa una de las aventuras poéticas que ha dado cuenta de la violencia que atravesó el país, ni porque constituye el punto de inflexión que abrió el camino a las exploraciones en las que, aunque desde otras coordenadas, está actualmente embarcado el poeta. Junto a ello, Symbol es un libro clave porque sigue intensamente viva en sus páginas la «eternidad del instante musician de la medianoche».

Su potencia poética, nos convence una vez más de la necesidad de que la poesía sea, de muchos modos, «un texto contra el mundo»: palabras que incomoden, palabras que disloquen las miradas más cómodamente establecidas, palabras que permitan vislumbrar otros recintos. Ahí la belleza, ahí la contundencia de esta música.

 

 

 

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Luis Fernando Chueca.

Nació en Lima en 1965. Ha publicado los poemarios Rincones (Anatomía del tormento) en 1991, Animales de la casa en 1996, Ritos funerarios en 1998 y Contemplación de los cuerpos en el 2005. Está incluido, entre otras antologías de poesía peruana, en La letra en que nació la pena (1970-2004), cuya selección estuvo a cargo de Raúl Zurita y Maurizio Medo, La mitad del cuerpo sonríe, preparada por Víctor Manuel Mendiola (México: Fondo de Cultura Económica, 2005) y Fuego abierto, de Carmen Ollé (Santiago: Lom, 2007).

Estudió literatura en la U. Católica del Perú, donde también cursó la maestría. Ejerció la docencia allí y en la Universidad de Lima. Actualmente concluye el doctorado en la U. Católica de Chile.

Ha escrito diversos trabajos sobre poesía peruana. Entre los más recientes están los libros Umbrales y márgenes. El poema en prosa en el Perú contemporáneo (U. de Lima, 2010) y Espléndida iracundia. Antología consultada de la poesía peruana 1968-2008 (U. de Lima, 2012), escritos junto con Carlos López Degregori, José Güich y Alejandro Susti. En el 2009 editó y prologó Poesía vanguardista peruana (PUCP). Fue editor de Odumodneurtse, periódico de poesía y de la revista de cultura y política Intermezzo tropical.

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