MANUEL PARRA AGUILAR. MÉXICO. ERA DE CALLAR EL TIEMPO.

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ERA DE CALLAR EL TIEMPO, de adivinar la respuesta marina, de esperar un beso de más en las olas quietas y perfumadas. Era la hora, también, de llegar a la deriva, asombrado de la palabra siempre, a ras del agua, a ras del sueño. Era el momento justo, a pesar de no haberlo querido, en el que se oiría un sacudimiento oprimido de piernas, su persistencia –en eso que no se nombra, se sugiere– como un reflejo de sal en las orillas del cuerpo. En los ojos del aparecido, fulgor casi, niquelito, el abrir del poema como una fábula obsesiva recordada exclusivamente para mí. Sería entonces, además, cuando la doliente espuma bajaría sobre la costa en su proceso lento que ya no existe, cuando el viento, supino de pronto sobre la arena, exploraba una caracola, cuando con intención mojó el mar aquella durísima sombra.

 

 

ERA, ME EXPLICO, MUY TARDE para empezar a contar las olas, distintas marejadas que se fueron. Lo recuerdo: el aparecido, fulgor casi, forma pura de pez y vientre su pensamiento (amarga sal en la espuma para ser nada después) era de mar adentro su imagen, casi invisible para ser cierta, casi libre de sí misma aquella forma en su variación colectiva, se entiende, se entiende. –Un día –dijo el aparecido– dirán estas cosas para engañarse a sí mismos, para negarme el tiempo, la nostalgia. Y hubo de repetir acaso la luz de sus palabras como una composición de sangre, de símbolos, para convencernos. Y resultó que él se encontraba triste, pues se hallaba desnudo a fuerza de seguir en la playa. Pude haber cambiado el mar por el poema. Pero no lo hice.

 

 

RECUERDO QUE YO HABÍA logrado dominar las formas: los cristales de roca, el arrebol auténtico del espejismo (no sé si de color rosa o naranja –si acaso existe– o a veces un rojo descaradamente expuesto, de trazos firmes pero duros, disfrazado de máximos detalles, pues en ellos estriba este homenaje) la intensidad de las palabras, el olor de las resinas, aceite de petróleo y barniz, un cuerpo azul y vulnerable enterrado bajo la arena. No obstante mi afirmación y ante la ingenuidad, hago memoria de todo lo narrado por el aparecido en la playa: muchas veces me he dicho de esos sentimientos que no tengo y no deseo tener, y mucho menos tengo la intención de expresarle cierta amistad a hombres que de pronto vienen del mar. (Mas no es verdad lo que dice este poema.)

 

 

TUVO EL APARECIDO UN SUEÑO sencillo y frágil que da igual –nos dijo– que se volviese a repetir o no. El aparecido amó al pez-mujer en un año bisiesto, después de perseguir algunos moluscos, de correr olas, seguro de todo lo imposible. Luego me pareció que con su silencio expresara cosas antiguas: corales acuosos, rojísimos peces cuadrados, la alegría pura y preñada de su persona, la balada de la casada infiel. Y como espuma rezagada, a falta de peine, sus manos peinaron aquellos cabellos en estrecho contubernio con el viento anaranjado del mar. Todos callamos. En la playa, a lo lejos, vi a un hombre jugar con dos muchachas. En la arena edificaron pequeñas figuras cilíndricas que parecieron hongos, y después rieron al ver que una ola pequeñita mojó sus pies en aquellas figuras. A veces, por divertirse, el aparecido decía que escuchaba al pez-mujer enumerar las olas de tres en tres. De nuevo callamos.

 

 

TENGO PARA MÍ QUE FUE LA INSISTENCIA en poder llamarte suya la que le empujó a entrar en tu boca, saber que en verdad eras cierta, tú, del aparecido, fulgor casi; saber que en verdad el amor era muy semejante a todo lo que entonces era nuevo. Al cabo también fue tu sueño en su boca. Recuerdo: se nos fue el día redondo, amarillo, y llegó girando la tarde como una ventana inmensa: faltaron palabras y sobraron espacios al describirte. En algún lugar de la cordillera marina te negaste a tomarlo de la mano, a seguir el paso, el camino transitable de las venas del aparecido. –Pero no es por la ausencia de ganas –debiste decir–. Entonces imaginé que había sido un error de su parte, tú casi invisible y verdadera, seguro que su vestidura en el balneario no era la indicada para poder ser el uno deseado al estar ambos, tú y él, juntos, sin siquiera haber pagado el importe completo de la humedad sugerida. Creo que es poco lo que posee de ti. Yo, a diferencia, gané todo aquella tarde, el poema y la mujer, para luego perderlo. 

 

 

DE OTRO MODO –explica la pintora Paulina Taddei ignorando este poema– es increíble pensar que una bañista pueda unirse de manera extraordinaria con la cabeza del pez y ser una sola con las olas, con la arena. Unirse con todo y con nada a un mismo tiempo. De esa verde olita que moja sus pies en las figuras y hongos cilíndricos del hombre y las dos mujeres, podemos decir que difiere el mar que abre el horizonte y se confunde con el cielo vacío. Solo el rojo de la sangre es necesario para hacer arder las aguas, excepto la ola mencionada. Para que no exista confusión se disuelve el misterio de la bañista (mitad pez, mitad mujer) aparecida en la playa fijando la atención en los mismos elementos que sugieren sombra: la basura, el niquelito, las latas de conserva. La cabeza-caracola del hombre sobre la arena –concluye–, a un lado de la bañista, tiene la belleza de un reloj de masilla, lo cual recuerda un reencuentro de otro tiempo, al estilo Francisco de Quevedo.

 

 

TAMPOCO RESISTIÓ EL EMPEÑO de ser tratado con ternura. Su piel, a falta de mejor nombre –lo escribo tiempo después, al ir tanteando este poema– jamás se dispuso a ser tocada por la mano. Es un sueño esta travesía balnearia. Sobre el desnudo del pez-mujer el aparecido, fulgor casi, colgó la espuma sobre sus vellos perseguidos por lo negro del pincel. El aprecio de ese desnudo –lo imagino– e incluso por el olor de la sangre marina le impidió realizarse plenamente con su amante. Fue una verdadera lástima que el aparecido compitiera con todas las de perder. Por mi parte, no olvidaré cambiar el poema por el mar. 

 

 

CUENTAN LOS HOMBRES que tienden las redes, después de intimar con el mar, que la duda es principio de temor. Se dice que el pez-mujer es tan frágil que al salir de las olas suele romperse. –Usted es pintor, tiene que darse cuenta –insiste el mismo joven de líneas anteriores, ofreciéndome su amistad con inusitada filantropía. Es preferible terminar con este poema.

 

 

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Manuel Parra Aguilar. Hermosillo, Sonora, 1982. Maestro en Estudios de Arte y Literatura por la Universidad Autónoma del Estado de Morelos. Ha ganado el Premio Internacional de Poesía Jaime Sabines 2021; los Juegos Florales Iberoamericanos Ciudad del Carmen 2019; el XV Premio Nacional de Poesía Amado Nervo, 2016; el XII Premio Nacional de Poesía Alonso Vidal, 2013; el Premio Internacional de Poesía Oliverio Girondo, organizado por la Sociedad Argentina de Escritores, SADE, entre otros. Libros Los muchachos del Guinness Book, Permanencias, Breves, Portuaria, Pertenencias, Manual del mecánico, En el estudio, Más le valiera morir.  

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