(Sobre Historia de un brazo de Ricardo Sumalavia)
1.
Estoy marcado por la historia de una biblioteca. Apareció sin aviso, de un día para otro, en la casa de mi infancia, en la calle Eyzaguirre, en Santiago Centro. Esa tarde llegué del colegio y el mueble estaba allí, inmenso, lleno de libros que cubrían un muro entero de la sala. Quedé mudo, temblando ligeramente.
Había de todo en esa biblioteca, clásicos griegos y latinos, Boccaccio, Montaigne, Dashiell Hammet. Pero predominaban narradores, poetas, historiadores e ideólogos peruanos. Vallejo, Santos Chocano, Luis Alberto Sánchez, Haya de la Torre, Ciro Alegría.
Es una historia que esconde un secreto y una condena, y alguna vez intenté contarla en un libro.
Historia de un brazo, de Ricardo Sumalavia, se instala en los estantes de aquella biblioteca, no solo porque se trata de un autor peruano de ya larga trayectoria, sino porque se adentra en el terreno de la telemaquia, esa pulsión por ir en la búsqueda del padre ausente.
No es cualquier padre, es un padre peruano, un subgénero en la telemaquia que merece estante propio. No es el padre homérico, es una ausencia demasiado presente siempre o una presencia ausente, heteróclita y multiforme como el lenguaje según Saussure. El padre que persigue la novela de Sumalavia me llevó a pensar en mi propio padre que, quizás ya está demás decirlo, también es peruano.
El padre del narrador (que es, de paso, un escritor peruano) tiene una particularidad: una bracito de guagua que le nace en el centro del pecho; un tercer brazo que marca la historia de toda una familia.
Mi padre, aclaro, no tiene ese brazo, pero casi: a veces creo recordar algo lejano y extraño escondido entre sus ropas.
2.
La forma fragmentaria de la novela se nutre de la idea del pasado y la memoria como un relato tentativo, siempre incompleto, en constante reescritura.
Hay, sin embargo, un hilo argumental que se despliega desde la muerte del padre, de ya casi noventa años. O, más bien, desde el anuncio de su muerte, que es el verdadero acontecimiento detonante en la narrativa del padre, esa noticia que cae siempre como una avalancha sobre el hijo. Pero el grueso del relato tiene que ver, sobre todo, con la reconstrucción, desde la memoria parcial e incierta, del pasado oculto del padre
Ya viejo, con atisbos de demencia senil, el padre le cuenta al hijo historias en las que mezcla lugares y personajes, exagera o miente, es el pescado grande de Tim Burton que se escabulle siempre en el río de las palabras y la memoria.
Son historias que a su vez el escritor peruano ha usado, reelaboradas, en obras anteriores y que ahora recrea en la novela. Asistimos así, privilegiadamente, al momento en el que nacen las historias, ahí donde realidad y ficción se confunden y aflora el sentido profundo de contar, la particular epistemología de lo literario.
No es solo que el tema encuentre su forma en lo fragmentario, sino que esa forma es también el tema.
3.
Todo se fragmenta, se mezcla y difumina. Si la hibridación de géneros es un rasgo propio de la narrativa de estos tiempos, Historia de un brazo es entonces una novela actual, contingente.
Un juego notable donde la autoficción convive con lo policial o lo erótico, sin que se perciban quiebres, sino acumulación fluida de momentos de dimensiones distintas.
El componente policial, por ejemplo, está determinado por el anuncio temprano de la muerte del padre, aunque el posible crimen es otro y tiene que ver con un mail anónimo que recibe el narrador: “Me alegra la muerte de tu padre. Al fin se hizo justicia. Que pague en el infierno por haber asesinado a mi madre”. Es el motor de una investigación que intenta resolver el misterio y de paso contener la amenaza de una funa póstuma.
El componente erótico, a su vez, tiene que ver con esa extremidad anómala, el brazuelo, como la llama el narrador. Rasgo que articula la reconstrucción de ese pasado definido, sobre todo, por la relación con las mujeres. El padre, una especie de don Juan de Lince o Jesús María, infiel y patas negras, carga en secreto pero con orgullo su malformación y, en la intimidad, la exhibe con su innegable carga erótica y sexual: “Una morena que, al montarse sobre él y sentir al mismo tiempo las caricias del brazuelo, tenía orgasmos consecutivos mientras todo su cuerpo convulsionaba y empapaba toda la sábana con sus fluidos”
4.
No soy psicoanalista, pero las connotaciones de ese tercer brazo como un miembro representativo de una masculinidad oculta, vergonzante, se vuelve más o menos evidente en el texto.
El tercer brazo sería la imagen o la puesta en escena que actualiza una ausencia, una pérdida. La representa y, desde allí, construye e interpreta el mundo.
En una parte de la novela el padre inventa una historia sobre el origen del tercer brazo. Lo hace a modo de broma, de chiste recurrente, y ya sabemos el sentido que le daba Freud al chiste como forma de liberación, trasgresión y, sobre todo, de expresión del inconsciente.
En la parte a la que refiero, el padre cuenta que en el vientre de su madre él se estaba devorando a su hermano gemelo y no tuvo tiempo para comérselo entero. Así fue como sobrevivió el brazo, como pidiendo ser rescatado, denunciándolo de paso eternamente. La mano convertida en puño amenazante primero y luego en dedo que acusa: tú fuiste el asesino de tu propio hermano.
Es un hermano imposible, el devorado, pero hay un hermano real, Elías. Y está el hijo que, a la vez, es padre de Adolfo, el nieto. Una genealogía masculina donde, de pronto, en el relato de la memoria familiar, todos se confunden con todos, a veces el padre es el hijo, a veces el hijo es el hermano y viceversa, y a veces incluso todos desean a la misma mujer. “Cuando mi padre se adormece junto a mí, yo me convierto en el padre de mi padre, y también me convierto en el padre del padre de mi padre…” dice el epígrafe del coreano Yi Sang citado al inicio de la novela.
Muere el padre, el patriarca, y con él muere una forma de entender la autoridad, caída que en un sentido amplio registra el psicoanalista italiano Massimo Recalcati en “El complejo de Telémaco”. Es una estirpe que se desploma, el padre peruano que todos llevamos dentro.
¿Y cuál es el rol de la madre en todo esto? La madre se había casado con otro hombre del que, en el tiempo de la agonía del padre, ya había enviudado. En un gesto perturbador pero hermoso decide volver a vivir con él para cuidarlo. Entonces, después de su muerte, ocurre una escena reveladora, de dimensiones bíblicas. La madre llega del cementerio con las cenizas del padre en un ánfora y se las extiende al hijo: “Ya cumplí, hijo, acá te entrego a tu padre”, le dice.
Es un momento que quita el aliento. Es una orden y una condena: ahora tienes que hacerte cargo. Hacerte cargo de los restos de tu padre.
Y es lo que el narrador hace, a su modo, escribiendo. Es lo que yo quise hacer en aquel libro que mencioné al comienzo. Es lo que quizás todos tenemos que hacer de alguna manera.
A propósito de la hibridación de los géneros, la novela es también una la elegía, el canto fúnebre a una masculinidad que se acabó para siempre. No hay mayor tristeza en esto, es solo un reconocimiento necesario. Porque para que el futuro deseado sea posible necesitamos perdonar a ese padre. Perdonarlo y rendirle un homenaje. Extenderle la mano a ese bracito perverso y despedirnos para siempre.
Luis López-Aliaga R.
Ricardo Sumalavia (Lima, 1968). Es doctor en Letras por la Universidad de Burdeos. Vivió en Corea del Sur y Francia. Actualmente es profesor y director del Centro de Estudios Orientales de la Pontificia Universidad Católica del Perú. Se ha especializado en Literatura Coreana.
Ha publicado los libros de cuentos Habitaciones (1993) y Retratos familiares (2001), los libros de microrrelatos Enciclopedia mínima (2004) y Enciclopedia plástica (2016), y las novelas Que la tierra te sea leve (2008), Mientras huya el cuerpo (2012), No somos nosotros (2017).
Luis López-Aliaga (Parral, 1968) es escritor y editor. Trabajó en Canal 13 como jefe de guionistas del área de ficción, y en Chilevisión como guionista. Es cofundador y socio de la editorial Montacerdos. De su amplia bibliografía, destacan los libros de cuentos “Cuestión de astronomía”, “El bulto”, y “Bazar Imperio”; y las novelas “Fiesta de disfraces”, “El verano del ángel”, “Primos”, y “La imaginación del padre”. Ha sido reconocido con el Premio Municipal de Literatura, y dos veces merecedor del Premio del Consejo Nacional del Libro y la Lectura.
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