Perú. Luís Fernando Chueca. “4 apuntes para “Sobrevivir es un acto de invierno” de Ana María Falconí”

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1

Comienzo con una asociación personal, quizá caprichosa. Cuando conocí el título del más reciente libro de la poeta peruana Ana María Falconí, Sobrevivir es un acto de invierno (Lima: Paracaídas & Animal de Invierno, 2015), antes de comenzar a leerlo, pensé que la experiencia del invierno como experiencia física e inevitablemente presente, debía estar de algún modo relacionada con el texto. Me explico: los últimos años viví entre Lima y Santiago, y pasé inviernos, en Santiago, sin calefacción, que bajaban hasta los cero grados, quizá algún día menos. Frazadas sobre frazadas. Y capas sobre la piel al vestir –tres, cuatro, cinco– que impedían que uno, novato en esos trances, pudiera olvidarse del clima. No es la humedad-cala-huesos del invierno limeño. Es una experiencia que llega a ser dolorosa, a ratos insoportable. Sobrevivir es un acto de invierno no es, por supuesto, un libro que busque retratar las sensaciones del invierno. Eso es claro. Pero supuse, o imaginé, que Ana María, al haber pasado quizá momentos algo semejantes en Quilpué –más cerca de la costa también en la zona central de Chile–, había filtrado de algún modo esas experiencias en su escritura. Experiencias que junto con la lejanía, la soledad, y quizá cierto desamparo, que se evidencian en los poemas, han permitido esa construcción punzante, áspera en el imaginario que despliegan los textos. Quizá, porque se trata, la del invierno real y la del simbólico, de, como dice el “Cuento del bosqueinvisible”, “una fría estación / que forma paisajes en la mente”.

2

De nosotros al yo. La imagen está en “Pequeño cielo”, el poema que abre “junio”, la sección inicial del libro. Las tres primeras estancias del texto se desarrollan en nosotros: “no hemos aprendido a volar    no hemos podido atravesar el cielo”; así comienza el poema. “Dios está jugando / un video juego / con nosotros”, concluye la tercera. La cuarta se inicia con una toma de conciencia que es al mismo tiempo expresión de amargura y decidida rebeldía ante ese hecho, que vuelve, sin embargo, nuevamente, a la compensación (consciente ahora) que provee el uso del nosotros:

por qué digo nosotros si estoy parada aquí sola en el aire que circunda a este centro comercial

yo   me    mí   conmigo

pero sigo insistiendo en nosotros  en todas las personas que se encuentran en el mundo

como si fueran un río sin playa sin malecón sin piedras para apoyarse

La crisis del sujeto queda así planteada: la conciencia del desgarro de la soledad en el marco de la sospecha de que la suma de las soledades, aunque ajenas unas de otras, puede constituir un espacio de comunión. Doloroso, precario, pero posible. Del nudo de esa crisis emergen dos constataciones: la primera, el encierro, deudor de la inclemencia del invierno (territorial y emocional) que se atraviesa. El sujeto está en su encierro, inevitablemente solo, mirando lo deseado, lo perdido, el objeto de su melancolía y de su duelo.

El último verso de la última estancia del poema propone, al respecto, la imagen de la ventana: la frontera de quien habita en el encierro, voluntario o forzado, y solo puede, o solo debe, mirar hacia afuera: “mientras miramos un pequeño cielo en la ventana”. Suma de alejamientos y reducciones: el cielo que se vislumbra es pequeño, solo es accesible por la mirada y a través de la ventana como una pantalla que proyecta e inevitablemente aleja. Más adelante, al final del poema que le da título al libro leemos, en la una perspectiva semejante: “Qué enemigo mortal habita fuera / aguzo el oído en la ventana / solo oigo el canto de un gorrión”.

La última sección del libro, “setiembre”, el final del invierno, vuelve, a través de sus dos poemas, sobre el paso del nosotros al yo enunciativo. “Pájaros del apocalipsis”, aunque utiliza sobre todo la tercera persona, cuando remite al lugar desde donde se habla utiliza el nosotros: “cuántos kilómetros recorrerá para enfrentarnos erráticos / abanicando nuestro aliento entrecortado”. Y al final:

a quién le entregará sus plumas el pájaro que trae los recuerdos

a quién

la clave para drenar  los árboles

los volcanes    los ríos

y volvernos inmortales

Pero el poema siguiente, “Lo que se guarda”, se maneja en contundente yo: “

Otra vez dejo la casa

con los árboles caídos

[…]

hago un montículo con las piedras que usé para hibernar

las que hacía sonar todas las noches como cuencos

para hablar

con los ecos

como yo

retiro el pestillo de la puerta y cruzo la reja

veo cómo se abren los botones de una hierba desconocida

en el jardín

giro en redondo desde afuera hacia la ventana y la puerta

para comprobar que estén cerradas

luego contemplo el cemento comprimido

que forma un rectángulo gris

traigo conmigo las hojas del otoño pegadas en un cuaderno

guardo las imágenes devastadas de los bosques

del río marrón que corre en los sueños

El tránsito vuelve a ser revelador. Esta vez porque se trata del final del libro en que la hablante se decide a ser no solo el yo que imagina, ve o habla, sino que hace, radicalmente, algo distinto: un yo activo que enfrenta la condición de encierro y sale de la casa, aunque vea solo luces inciertas en el cielo esto ya no ocurre a través de la ventana. Es setiembre. El invierno ha terminado.

3

Vuelvo al primer poema. Entre los rasgos que caracterizan a esta escritura, me interesó mucho el manejo de lo heterogéneo, la imaginerías diversas que se van reuniendo en los textos y que demandan del lector una tarea de cruzar hilos, vislumbrar puentes que parecen o están quebrados, imaginar enlaces entre lo dislocado. En el poema al que me refiero, “Pequeño cielo”, están el cielo y las aves, pero luego un diario “como nieve” que arrastra “nuestras palabras hacia los oscuros promontorios que arden detrás de los muros”. ¿Qué relaciones se traman entre estos elementos: cielo y aves, por un lado, un diario personal y muros, de ladrillo o de cemento, suponemos? Y después las imágenes de zombies en estaciones de metros, y Dios jugando videojuegos con los seres humanos. Y centros comerciales, una playa sin malecón, y sin posibilidad de amor. Alicia en el país de las maravillas, un auto y una bolsa de polietileno, que pareciera envolver algo, o alguien, muerto. Una canción de cuna, otra playa y luego nuevamente el cielo y una nube y un pájaro. Todo ello visto como en un sueño o, como anoté antes, desde la ventana.

Otro poema de transformaciones es “Breve discernimiento verde”: el cuento de la chica que hace posible que el sapo recobre la forma de príncipe a través del beso amoroso aquí se enfrenta a la degradación de la fábula, a través precisamente de una rueda, casi, de asociaciones: el hallazgo de que la imaginación no tiene tras de sí más que fantasmagorías que no se revertirán. Copio íntegro el texto:

no es otra historia que la historia de un sapo    y como

toda historia nefasta de sapo está enclavado en el paisaje

un estanque    y donde hay un estanque hay una mujer en

la orilla que pide amor    y el sapo es su historia y Ella es la

historia del sapo    un bulto mágico de tela verde    que Ella

estrecha entre sus brazos mientras duerme    y le confiere la

exactitud del cosmos un sapo que salta vallas como ovejas en

el sueño    hasta que vislumbra el ladrillo exacto en la pared

por donde escabulle su deseo

Insisto en el interés del contrapunto entre la sensación de encierro que recorre todo el libro y una vertiginosa sensación de variedad, de territorios atravesados, de fuentes diversas. Los paisajes de la mente provocados por esa fría estación. Una temporada en el invierno, diríamos.

4

Pero se trata de sobrevivir, como un acto de invierno. En la nota de la contratapa Carlos López Degregori menciona que uno de los rostros del libro es existencial y en él se trama “la dialéctica entre el sueño,  que es la utopía amorosa, y la cruda realidad del invierno. Sobrevivir –añade- es fusionar esos contrarios en una difícil síntesis lograda en unos poemas contenidos, intensos y precisos”. Coincido. La supervivencia es la tarea propuesta por el libro: en el recorrido desde ese desgarramiento de la pérdida, la soledad y el encierro, hacia la salida, luego del final del invierno (“setiembre”), de la casa, para mirar, ahora de otro modo, ese pequeño cielo, incierto, que se llega a ver entonces sin la mediación de la ventana. Es la travesía del sujeto en los poemas. Pero es también el trabajo de la poesía, ese recorrido diverso, vertiginoso y punzante que involucra notas de dolor, de amargura, de miedo, a través de escenarios de la soledad moderna (las estaciones de metro, los centros comerciales), pero también los del sueño y las pesadillas, anclados quizá desde las lecturas infantiles. Por eso es, quizá, que el libro se cierra casi con la tarea de escritura, en un juego de espejos, de este mismo libro. Luego del fragmento de “Lo que se guarda” que cité más arriba, con sus verbos en primera persona (“veo”, “giro”, “traigo”, “hago”, “dejo”), leemos:

«sobrevivir es un acto de invierno», escribo

mientras escucho el lenguaje de las nubes

y veo luces inciertas en el cielo

Así cerramos este poemario para, necesariamente volverlo a abrir.

Luis Fernando Chueca. Nació en Lima en 1965. Ha publicado los poemarios Rincones (Anatomía del tormento) en 1991,Animales de la casa en 1996, Ritos funerarios en 1998 y Contemplación de los cuerpos en el 2005. Está incluido, entre otras antologías de poesía peruana, en La letra en que nació la pena (1970-2004), cuya selección estuvo a cargo de Raúl Zurita y Maurizio Medo, La mitad del cuerpo sonríe, preparada por Víctor Manuel Mendiola (México: Fondo de Cultura Económica, 2005) y Fuego abierto, de Carmen Ollé (Santiago: Lom, 2007).

Estudió literatura en la U. Católica del Perú, donde también cursó la maestría. Ejerció la docencia allí y en la Universidad de Lima. Actualmente concluye el doctorado en la U. Católica de Chile.

Ha escrito diversos trabajos sobre poesía peruana. Entre los más recientes están los libros Umbrales y márgenes. El poema en prosa en el Perú contemporáneo (U. de Lima, 2010) y Espléndida iracundia. Antología consultada de la poesía peruana 1968-2008 (U. de Lima, 2012), escritos junto con Carlos López Degregori, José Güich y Alejandro Susti. En el 2009 editó y prologó Poesía vanguardista peruana (PUCP). Fue editor de Odumodneurtse, periódico de poesía y de la revista de cultura y política

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