ERA DE CALLAR EL TIEMPO, de adivinar la respuesta marina, de esperar un beso de más en las olas quietas y perfumadas. Era la hora, también, de llegar a la deriva, asombrado de la palabra siempre, a ras del agua, a ras del sueño. Era el momento justo, a pesar de no haberlo querido, en el que se oiría un sacudimiento oprimido de piernas, su persistencia –en eso que no se nombra, se sugiere– como un reflejo de sal en las orillas del cuerpo. En los ojos del aparecido, fulgor casi,
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