El recluso deMondragón

paneroConversación con Leopoldo María Panero

Por Armando Roa Vial

«Y el poema es el dios más siniestro que existe», escribe Leopoldo María Panero (Madrid, 1948) en “La ciencia del verso”. Más allá de las polé­micas y mitos que rodean a su persona –el deli­rio, las drogas, la rebeldía anarquizante–, Panero es de los pocos poetas de su generación que ha construido no ya una obra, sino una manera de pensar la literatura, trabajada desde el ensayo, la traducción y la prosa, como puntos de fuga a su notable obra poética. Poeta «culto y de culto», de­finido como una «reliquia póstuma del vidente», en la actualidad se encuentra recluido en el Sana­torio de las Hermanas de la Caridad, en la Gran Canaria. Lo que comenzó con una gentil carta mecanografiada, a raíz del envío de unos libros, se fue convirtiendo en una sabrosa conversación telefónica semanal. La voz de Panero es áspera, cavernosa, y el tono sentencioso. En el diálogo, matizado con poemas de Mallarmé, Zukofsky y John Clare que recita de memoria, Panero se muestra franco y entusiasta.

Has afirmado que tu apuesta es la del pa­limpsesto.

 Y es que la literatura, desde siempre, ha sido un sistema de citas, una conversación intermina­ble de diferentes autores y culturas… Probable­mente Ezra Pound ha sido el poeta más cons­ciente de este fenómeno y por eso es para mí la figura poética más importante del siglo XX. Él, Joyce y Beckett. El mundo es un texto gigantes­co; nosotros, sus editores.

A la revista Babelia le dijiste que sólo queda por reescribir “El apocalipsis”…

Sí, en alguna oportunidad pensé que “El apo­calipsis” era el último libro, pero ahora he cam­biado de parecer. Los libros se reflejan unos en otros de manera infinita, como las palabras de un diccionario: hay multiplicadad de puntos de partida, pero nunca un punto de llegada.

Como en tu poema “De cómo Ezra Pound pasó a formar parte de los muertos”.

Claro, donde también el mundo es una fanta­sía paranoica y por eso necesitamos abjurar de nosotros mismos y hacer que los muertos salgan de sus sepulcros. Ésa es la gran apuesta de Rim­baud: yo soy otro. A mi manera quiero ser mu­chos otros, como un imitador de voces, para no morir tan solo. Es lo que algunos han llamado “poemas babélicos”.

Y con ello de paso borras la autoría.

Y es que no hay autor, sólo poemas. Pero hoy, claro, la gente se preocupa más del poeta que del poema. La autoría no existe. Al revés de Musil, como alguien dijo, no es que «seamos hombres sin cualidades, sino cualidades sin hombre».

Ya que hablamos de los otros, cuáles han sido tus padres tutelares.

Mi gran pasión es la poesía norteamericana moderna, pero en la línea de Poe, que represen­ta el ejercicio poético riguroso y esteticista. La línea más prosaica de Whitman no me gusta. Y bueno, de Poe saltamos a Pound y Eliot. Tam­bién soy devoto de la tradición inglesa a partir de John Donne y de la poesía francesa de Rim­baud y Mallarmé. De la poesía alemana, me gusta mucho el expresionismo de Trakl y Benn.

¿Qué me dices de la poesía española e his­panoamericana?

España es el barroco y la poesía mística. Actual­mente no hay mucho, salvo Gimferrer, Colinas y algunas cosas de Rodríguez y Gil de Biedma. Y de Hispanoamérica, bueno, creo que es muy difícil escribir algo después de Borges.

¿Sólo Borges?

Borges lo hizo todo, o casi todo. Es un modelo de versatilidad y vigor intelectual. La litera­tura es una herramienta formidable contra la charlatanería y la ignorancia; hoy más que nunca creo que el arte de escribir es una disci­plina monástica. Además, eso de la poesía como la versión no oficial de la filosofía me parece formidable.

Y al igual que Borges, tus intereses no pro­vienen exclusivamente de la literatura.

Y sí, como autodidacta, aunque cursé el bachi­llerato. Y es que las vertientes que me sirven de estímulo para la fantasía son múltiples: me interesa muchísimo la filosofía, digamos desde Spinoza hasta el neopositivismo y la Escuela de Frankfurt; también la estética, las matemáti­cas y la historia de las religiones.

Háblame de la locura y de tu encierro.

Yo no sé qué pueda ser la locura. Tal vez una defensa para seguir soñando. O quizá el asilo a la fantasía. Es lo que llamo la epifanía de la locura. Pues la locura, como dice Blake, conduce a la sabiduría.

¿Ves una salida a todo esto?

Generar un malestar general –como el mito de la huelga soreliana– hasta que la cosa reviente. Y ésa debería ser hoy la función de la poesía. Pero los poetas, claro, están en otra cosa…

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¿En otra cosa?

Recaudando impuestos… Los poetas y escri­tores, con las excepciones del caso, hoy en día responden a modelos reproductivos, sosos, sin riesgos.

¿Para quiénes?

Para todos esos teóricos que imponen tal o cual canon estético y exigen a cambio su estipendio.

Pero tú eres un insobornable.

Sí, y por eso me llaman Pertur.

¿Pertur?

Sí, Pertur, Perturbado. [Y Panero recita]: La rosa, la rosa, la rosa / que soy yo / pues soy un hombre nacido de la rosa / en esta tierra que no es mía.

¿Siempre un extranjero?

Digamos un apátrida. Y es que España es un país de pesadilla.

Y qué hay del Panero vidente.

Un vidente riguroso, de la escuela de Rimbaud, y no un vidente retórico y prosaico, como son muchos poetas herederos de Whitman. El len­guaje es una herramienta delicada. No se puede abjurar de la realidad, por horrenda que sea, y por eso sigo creyendo en la referencialidad del poema. Aun quienes destruyen la realidad tie­nen que asumirla como punto de partida.

Un poeta chileno, Juan Luis Martínez, decía: «Lo real es sólo la base, pero es la base».

Exacto. Aunque eso es tomado de Wallace Ste­vens. Escribimos para ser escuchados; no se tra­ta de una reproducción tosca de la realidad, sino de que toda ficción, para iluminar o transfigu­rar una realidad, debe tener una cierta residen­cia en ella.

Qué me dices de la muerte, otra de tus grandes obsesiones.

No, no soy yo quien debe hablar de la muerte. Déjale eso a mis poemas. Ahí está todo. Escri­bir, como alguien dijo, es una partida de aje­drez contra la muerte; yo sólo pongo el tablero, pero los movimientos de las piezas le pertenecen a ella.

 

 

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