Hizo suya, creo, la desgarradura de aquellos para quienes el destino es una recapitulación incesante de heridas, cuando aspiraciones y anhelos sólo culminan en incertidumbres y naufragios. Por eso el malestar y la sospecha lo transformaron en un lobo de mar curtido por el desencanto, como si fuera víctima de un vaticinio luctuoso e incomprensible. Hay seres que no se sienten a gusto en la felicidad, que la estiman ajena e incómoda, que sólo florecen desde la erosión. Sospecho que fue el caso de Malcolm Lowry. Las marejadas del miedo afinaron su olfato y al final su mayor seguridad fue conformarse con la inseguridad ante todo, viviendo bajo el volcán de su enemigo más temible: él mismo, gozosa sonda al abismo, arrinconado en el desasosiego de lo que sentía una vida malograda, como Hamlet en la corte de Dinamarca. Lowry lleva la fisura a la carne misma del verbo: esto es particularmente visible en su poesía, donde voces e imágenes van tensionando una prosodia que a duras penas es capaz de contener el pulso angustioso de la palabra. No hay, eso sí, plañiderías o estruendosas autoflagelaciones: todo es de factura pulcra. Y es que la palabra, como la hoja de un puñal, cuando el dolor está suficientemente afilado, no requiere de alardes innecesarios para una estocada letal.
¿Habrá desahogo o algún atisbo de esperanza? La respuesta no se hace esperar:
“Sin más compañía que el miedo,
miedo a los manantiales que brotan: todas las flores
que brillan al sol son mis enemigas,
en estas, mis horas muertas”.