Cuba. Amir Valle. “POSES, TONTERÍAS Y OTRAS DEFORMACIONES DE LOS ESCRITORES”

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POSES, TONTERÍAS Y OTRAS DEFORMACIONES DE LOS ESCRITORES

 

Por Amir Valle

“Cualquiera puede escribir, pero escritor no es cualquiera”, me dijo en 1986 el cubano José Soler Puig, alguien lamentablemente desconocido fuera de la isla, aunque se trate de uno de los más grandes novelistas de Cuba, a la altura de Carpentier, Lezama y Cabrera Infante.

“La diferencia entre un escritor y alguien que escribe está en la obsesión: quien escribe llena el papel con todo, sirva o no sirva, esté bien o mal escrito, creyendo muchos que un libro es sólo algo gordo lleno de letras y con tapas bonitas; el escritor, por el contrario, ejerce a conciencia el sacerdocio de la palabra”, me comentó en 1993, en México, Gabriel García Márquez.

“Internet ha permitido una mayor libertad de las ideas; dejando de lado ese éxito innegable, la eclosión de escribidores es abrumante y eso, sin dudas, está haciéndole mucho daño al oficio de escritor y de editor: cualquiera se cree escritor y, como es tan fácil pagar y publicar sus libros, cualquiera piensa que es editor”, nos comentó Mario Vargas Llosa en Sofía, mientras compartíamos mesa en una cena durante el Coloquio que en homenaje a su obra se hizo en el 2013 en la Universidad San Clemente de Ojrid.

“Hay una línea muy fina entre escribir literatura y perpetrar literatura; una línea que separa el terreno facilista de la liviandad y el terreno cenagoso pero consagrador de la responsabilidad que todo artista, aunque lo niegue, tiene con su tiempo, con su sociedad”, casi me susurró, cómplice, Günter Grass, en una entrevista durante marzo de 2014, cuando le pregunté cómo percibía los ámbitos de la creación literaria alguien como él, que había vivido los tiempos “antiguos” y estos modernos aires de las tecnologías.

Es justo ése uno de los debates literarios más álgidos en casi todos los eventos a los que he asistido en los últimos años: ¿Es escritor alguien simplemente porque hoy puede escribir y publicar su propio libro? ¿Es periodista cualquiera que hoy puede abrirse un blog u otro sitio donde poner en palabras sus opiniones sobre la inmediatez? ¿Es crítico literario aquel que lee y escribe sobre esas lecturas, aprovechando ese inmenso espacio de publicación abierta que es la blogosfera o las redes sociales?… Muchos piensan que sí, aplauden que se les haya arrebatado el monopolio de la palabra escrita a los intelectuales, escritores y editores, a quienes ya agregan la etiqueta “tradicionales”. Yo, siento decirlo, aun cuando parezca anacrónico y retrógrado, como “escritor y editor tradicional” que soy, pienso que no, y tendría muchas razones que no podría delinear bien en este espacio.

Lo curioso es que ese cuestionamiento ocurre sólo contra quienes practicamos eso que García Márquez llamó “el sacerdocio de la palabra”, sea para crearla, para analizarla o para editarla (y entiéndase que aquí me refiero a ese editor de antes, el de verdad, que se comprometía tanto con un texto que llegaba a ser también, casi, un coautor). Y aunque sucede también en otros ámbitos, por ejemplo, la psicología (cualquiera se cree psicólogo hoy sólo porque hay mucho material al respecto en internet) o las artes plásticas y la fotografía (donde la improvisación y la tecnología está reproduciendo el mismo fenómeno que en la literatura), hasta hoy no he visto que eso suceda en el campo de la biotecnología, la medicina, la ingeniería, y otras ciencias.

Yo mismo, que crecí en una familia de médicos, que he leído suficiente literatura médica desde pequeño pues alguna vez soñé estudiar medicina y que, ante cualquier síntoma mío o de mis familiares, acudo a la internet para confirmar si mi “diagnóstico” puede ser correcto, jamás me atrevería a escribir un libro sobre alguna dolencia médica y, mucho menos, me consideraría médico. Conozco a una “escritora” que ha publicado una larga lista de libros… recopilando pensamientos de personajes famosos; sé de otro que en cuatro años ha escrito más de 30 novelas, e incluso hay uno muy conocido en Amazon que se precia de haber leído únicamente sus 20 volúmenes de memorias (y apenas sobrepasa los 30 años de una vida aburrida de niño rico, mimado por sus padres, con una única obsesión: los videojuegos). Sin tener en cuenta que los fragmentos que ofrecen como muestra de esas “creaciones” dejan demasiado que desear en lo más simple: el uso correcto del idioma, ¿tengo que llamarlos escritores?

La literatura se mueve en otros ámbitos. Siempre cuento que, cuando tenía 25 años, en un pueblito perdido en las montañas de Cienfuegos, al centro de mi país, un viejo recogedor de café, que por entonces andaba por los 88 años, se me acercó durante un encuentro literario y me dijo, con una humildad aplastante: “he escrito esto…; mis hijos dicen que es algo que se llama novela y aunque me critican porque es una pérdida de tiempo, porque dicen que eso no da de comer, no he querido usarla de papel sanitario, como ellos me han aconsejado que haga. Usted es un escritor de verdad y si me dice que me limpie el culo con esas hojas, le juro que lo haré”. Estaba llena de “horrores” ortográficos, era un verdadero caos estructuralmente, pero jamás he vuelto a leer algo con tanta vida, con personajes tan vivos, con ese hálito que sólo posee la gran literatura, aunque aquel genio anónimo me confesó entonces que el único libro que había leído era aquel con el que lo habían alfabetizado en 1961, cuando acababa de cumplir los 62 años. Era, entre otras cosas, una fascinante historia que recorría en más de 600 páginas la saga de una familia pobre en más de 200 años de miseria y sufrimiento en las montañas de ese mismo país que ante el mundo había pasado de sobrevivir bajo una serie de gobiernos democráticos corruptos a sobrevivir en el supuesto “paraíso socialista para los pobres”; una historia, además, llena de esos mundos mágicos, lúdicos, amorosos, memoriosos, desgarradores, épicos que, sabemos, le permitieron a García Márquez saltar a la fama mundial. Dos días después, lo vi acercarse a nuestra cita, siempre encogido, siempre tímido. Le dije que era genial su novela, que debía ponerla en manos de una editorial para que se la publicara y le di la dirección de un amigo editor, a quien recomendé luego trabajar a fondo ese gran libro. Nunca supe más de aquel gran escritor. Años más tarde me enteré por mi amigo que, poco después de nuestro encuentro, había muerto. Imagino que sus hijos, en un país donde el papel sanitario es un artículo de lujo, hayan utilizado aquellas 600 cuartillas para un fin más práctico que la literatura.

Siguiendo en la línea de ser un antipático conservador, diré que esa eclosión de escribidores de la que me habló Vargas Llosa es, incluso, conveniente: “en el país de los ciegos, el tuerto es rey”. O, en simples palabras, entre tanta mala escritura, la buena literatura se hace aún más visible. Pero, además, entre tanta estupidez impresa hoy, entre tanta improvisación, entre tanta falta de oficio, entre tanto irrespeto a esa herramienta maravillosa que es el idioma para un escritor, quienes nos sentimos sacerdotes de la palabra hemos tenido que salir de nuestra zona de confort y asumir los retos de escribir mejor, de concebir mejor las historias, de exprimir el idioma para ofrecer una obra más perfecta, de asumir la responsabilidad que tenemos ante la literatura como manifestación que es del pensamiento social de una época, precisamente esta convulsa época. Y que conste, las poses de escritor, las tonterías escriturales, las estupideces y las deshonestidades no vienen sólo de esos “escribidores” a quienes miramos con ojeriza por su descarado “intrusismo profesional”, como se dice en estos tiempos de quienes ejercen algún oficio sin estar debidamente preparados para ello: el reto de limpiar de poses, tonterías, estupideces y deshonestidades ese espacio de libertad de las ideas que es la literatura debiera empezar por casa; es decir, por nosotros mismos, los “escritores, editores y críticos tradicionales”. ¿O es que acaso no nos hemos puesto a pensar que esa irrupción abrumadora de “escribidores” desesperados puede ser también resultado de las exclusiones, los capillismos, los caudillismos literarios, los grupúsculos revisteriles o estilísticos, los vergonzosos monopolios y feudos de la cultura, con los que nos hemos aislado del mundo durante esas décadas en que pudimos ser, libremente y sin inteferencia, “elegidos de la palabra”?


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Amir Valle AMIR VALLE (Cuba, 1967). Escritor y periodista. Su obra narrativa ha sido elogiada, entre otros, por escritores como Augusto Roa Bastos, Manuel Vázquez Montalbán, y los premios Nobel de Literatura Gabriel García Márquez, Herta Müller y Mario Vargas Llosa.
Saltó al reconocimiento internacional por el éxito de su libro Jineteras (Planeta, 2006) y de su novela Las palabras y los muertos (Seix Barral, 2007, Premio Internacional de Novela Mario Vargas Llosa 2006). Su libro Jineteras, actualmente con ediciones en diversas lenguas, obtuvo el Premio Internacional Rodolfo Walsh a la mejor obra de no ficción publicada en lengua española durante el 2006.
Igual impacto de crítica en Europa tuvo su serie de novela negra “El descenso a los infiernos”, sobre la vida marginal en Centro Habana, integrada por Las puertas de la noche (2001), Si Cristo te desnuda (2002), Entre el miedo y las sombras (2003), Últimas noticias del infierno (2004), Santuario de sombras (2006) y Largas noches con Flavia (2008). En el 2008 obtuvo el Premio Internacional de Novela Negra Ciudad de Carmona, de España, con su obra Largas noches con Flavia. Sus libros más recientes son la novela Las raíces del odio (El barco ebrio, España, 2012), la novela biográfica Hugo Spadafora – Bajo la piel del hombre (Aguilar-Santillana, 2013) y la novela Nunca dejes que te vean llorar (Grijalbo, 2015). Actualmente reside en Berlín, desde donde dirige OtroLunes – Revista Hispanoamericana de Cultura (www.otrolunes.com)

Más información en su sitio web: www.amirvalle.com

 

 

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