RELEYENDO A THOREAU / Armando Roa Vial

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Hay una impronta filosófica que parece atravesar la cultura norteamericana desde sus orígenes hasta nuestros días. Esta impronta, que arrastra a poetas como Whitman y Ginsberg, o a pensadores como Ralph Waldo Emerson o Thoreau, rebosa un inapelable optimismo en la sacralidad del individuo, microcosmos y médula inalienable de la creación. Más aún: hay quienes postulan en el alma personal un crisol donde se funde lo más íntimo del designio de todos los hombres. Whitman lo confirmará al celebrarse y regocijarse de sí mismo  por ser cada fibra de su cuerpo una cifra de la inmensidad del universo.  Este orgulloso vitalismo suele sustraer el devenir histórico de cualquier patrón o categoría que se alce por encima de los resortes del destino individual. Hay además, sospecho, una secreta confianza en la armonía preestablecida que encierra la voluntad de cada hombre, que hunde el fundamento de su ser en la inteligencia secreta de sus propósitos.  En Thoreau, por ejemplo, respiramos un anarquismo existencial donde el yo adquiere el relieve de una corriente cuyo brío indomable  se remonta hasta las fuentes mismas de la naturaleza. Su jerarquía repugna imposiciones no vindicadas desde la autonomía de la conciencia personal, que es árbitro y garante de imperativos cuyo fundamento está en su sola posibilidad de ser, en esa gratuidad que hace al hombre “más libre que cualquier planeta”, materia abierta e inacabada.  Sobre el lienzo de la realidad nuestras percepciones y vivencias van dibujando ese “algo Eterno” que une nuestro origen y destino y que, a juicio de Schneider,  no es otra cosa que “un sentido de la infinitud de la vida en que participa el hombre”. Thoreau  aspira a ver y palpar lo eterno, transformando su libertad en una apoteosis de la sensorialidad y la imaginación creadora, desdoblándose en protagonista y testigo de sí mismo. Thoreau no fue un pensador sistemático y por eso nos interpela.  Cuando leemos el mundo exclusivamente desde nuestro cuerpo, sustrato tangible de lo intangible, tropezamos con la zona muda que se extiende más allá de sus fronteras insulares.  El universo, afirma Thoreau, se rehúsa a dilucidaciones especulativas y, más aún, en nada se ve afectado por éstas: “el sol asciende  al cenit diariamente, muy por encima de toda literatura y toda ciencia”. Y si bien no existe una “observación pura y objetiva”, nuestro autor reivindica el valor de la experiencia (la “observación subjetiva”) como testimonio del itinerario que en nosotros  plasma el aliento originario de la vida misma. No sería antojadizo, entonces, vincular el individualismo de Thoreau a una cosmogonía de lo corpóreo que asienta sus raíces en la proximidad de los sentidos, los que terminan por imprimir las cualidades que proveen al yo de sustancialidad.  Es notable como su ejemplo nos confirma que uno de los grandes itinerarios de la aventura filosófica y novelística americana apunta a subrayar, desde la toma de posesión del propio cuerpo, la bitácora del encuentro con lo más sagrado de nosotros mismos; y también, en la antípoda, el horror a la fragilidad del cuerpo, en cuanto perdemos su control, o cuando sufre un menoscabo a su integridad. (Al respecto resulta paradigmática la pesadilla de Ahab, que maquina su venganza para contrabalancear lo que supone una confabulación infernal del universo al serle amputada una pierna, donde el horror físico es la credencial al horror metafísico) Recuerdo la lectura de algunos escritos de mi padre en los que afirmaba, con lucidez, que la cultura de Estados Unidos poseía una sorprendente afinidad con la vieja cultura egipcia: ambas, decía, han hecho del cuerpo una religión y, por esa razón, apuestan a lo mismo: el aplazamiento empecinado de la vejez, la negación de la muerte y una sobrevaloración exagerada, con rasgos hipocondríacos, de la salud. El individualismo de Thoreau aporta una de las bases a esta epifanía de lo corporal cuya  proximidad, valga la paradoja, está cargada de signos esquivos e inquietantes. Y es que la apuesta no es fácil tratándose del cuerpo: como diría Charles Simic, es la superioridad de la insuficiencia relumbrando en su majestuosa fragilidad.

 

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