En 1948, Jorge Eliécer Gaitán, uno de los líderes más destacados y recordados en Colombia, convocó en Bogotá a una inédita manifestación, conocida como La Marcha del Silencio, a la que asistieron aproximadamente 100 mil manifestantes, en un momento en que la población de Bogotá rondaba las 400 mil almas. La marcha se realizó efectivamente en un estricto silencio, sin gritos ni consignas, como si estuvieran “muteados” diríamos hoy, sólo portaban banderas negras, en señal de luto por las víctimas asesinadas por el Popol, la Policía Política de Colombia. Gabriel García Márquez, recordó así la jornada:
“Su consigna era una sola: el silencio absoluto. Y se cumplió con un dramatismo (…) Una señora murmuraba a mi lado una oración entre dientes. Un hombre junto a ella la miró sorprendido:
-¡Señora, por favor!
Ella emitió un gemido de perdón y se sumergió en el piélago de fantasmas. Sin embargo, lo que me arrastró al borde de las lágrimas fue la cautela de los pasos y la respiración de la muchedumbre en el silencio sobrenatural. Yo había acudido sin ninguna convicción política, atraído por la curiosidad del silencio, y de pronto me sorprendió el nudo del llanto en la garganta”. (del libro Vivir para contarla)
Ese día Jorge Eliécer Gaitán mostró el poder ensordecedor del silencio. Ninguna palabra, ni siquiera la suya, era capaz de decir más, de conmover más que aquella manifestación ilógica. La Marcha del Silencio, no sólo desafió alguna ley de la psicología humana, como el mismo Gaitán calificó, sino que desafió la lógica misma de la política, que nada sabe hacer sin palabras. El silencio de Bogotá fue un silencio que explotó en significantes. El único orador de la jornada fue el mismo Gaitán, que pronunció un discurso conocido como Oración por la Paz, dirigido al presidente conservador Ospina Pérez:
“Señor Presidente: Aquí están presentes todos los hombres que han desfilado y demuestran una fuerza y un poderío no igualados y sin embargo, no hay un solo grito. Aquí hay una contradicción a las leyes de la psicología popular. Un pueblo que es capaz de contrariar las leyes de la psicología colectiva es un pueblo que os demuestra que tiene un espíritu de disciplina capaz de superar todos los obstáculos (…) Pero si esta manifestación sucede es porque hay algo grave y no por triviales razones”.
Cuando el líder terminó sus palabras, no se escuchó siquiera un aplauso, las y los manifestantes se retiraron en absoluto y orgulloso silencio. Sin embargo, la oligarquía colombiana, tanto conservadora como liberal, tradujo el código de ese silencio de una manera muy distinta a lo que se quería expresar. Se convencieron que Jorge Eliécer Gaitán sería llevado por el pueblo hasta la presidencia. Dos meses después, el 9 de abril de 1948, sería asesinado. En Bogotá, como un reguero de pólvora viajaría esa fatídica frase “mataron a Gaitán”, lo que daría paso a una orgía de violencia en las calles conocida como “el bogotazo”. El pueblo acorraló al supuesto asesino en una farmacia, le dio muerte a golpes y arrastró su cadáver hasta la sede presidencial, Casa de Nariño. Se sucedieron los saqueos y destrucción de edificios e incendios, tanto en Bogotá como en otras ciudades del país, con un saldo de más de 100 construcciones incendiadas. La represión por su parte dejó entre 500 y 3000 víctimas fatales, dependiendo de la fuente. Así reaccionó el pueblo al que le arrebataron su mejor líder, quien encarnaba las transformaciones sociales de su época, que prometía romper el bipartidismo oligárquico de liberales y conservadores. Como era predecible, los líderes liberales acudieron a la Casa de Nariño a negociar con Ospina, quien los entretuvo mientras confirmaba que fuerzas militares, provenientes de las afuera de la ciudad llegaban, en su socorro, a masacrar a la población.
Hoy en Colombia, ronda el fantasma del bogotazo, no son pocos los que han recordado los acontecimientos de abril de 1948 para vincularlo con el estallido social que comenzó también en abril de este año, y que hasta la fecha tiene sumida a Colombia en protestas callejeras, a pesar de la amenaza del covid 19, las que han sido brutalmente reprimidas por el gobierno, con un saldo de al menos medio centenar de víctimas fatales y un número inexacto de desaparecidos. La desesperación de los manifestantes es la misma, como también la respuesta de las autoridades. Para completar el deja vu, el 25 de mayo, se realizó una marcha del silencio en Cali convocada por los empresarios colombianos, pidiendo el fin de los bloqueos que los manifestantes mantienen en las calles, una contramanifestación pacífica protagonizada por los que en estos días llaman en Colombia “gente de bien”. Para hacerse una idea, Christian Garcés, miembro de la cámara de representantes de Colombia, por el Partido de gobierno, otorga una definición de este concepto: “la gente buena es la mayoría de los colombianos, la que sale todos los días a trabajar y a solucionar los problemas de manera pacífica” (similar a la gente de buena voluntad, del presidente Piñera). Obviamente, esta marcha del silencio no guarda ninguna relación con la marcha de Gaitán, que era esencialmente anti oligárquica y que ponía en el centro a las víctimas asesinadas por la violencia política, no los bienes ni la economía.
Sin embargo, donde se encuentra el sentido político profundo del silencio, en los mismos términos propuestos por Gaitán, es en la bandera colombiana invertida, que ha acompañado las manifestaciones populares desde los inicios. Una bandera al revés sólo puede leerse con signos de exclamación, un mensaje carente de palabras, aunque no de sentido, en ningún caso un objeto mudo, en el caso de Colombia parece más bien un grito atascado en la garganta, un pedido de auxilio, la urgencia de un SOS con los colores patrios. Aunque resulte obvio, diremos que una bandera es un elemento que desborda su propia materialidad, refiere a una identidad colectiva y por tanto está cargada de emocionalidades, creencias e historia. Una bandera, como elemento preverbal, es un código que no para de transmitir. Una bandera invertida es signo claro que las condiciones no son normales. Antiguamente, si una fuerza enemiga tomaba una plaza y no tenía al alcance su propia bandera, tomaba la bandera rival y la izaba al revés. En ese mismo sentido, los habitantes de la plaza ocupada, también solían izar su propia bandera al revés para alertar a fuerzas aliadas, como símbolo inequívoco que se encontraban bajo secuestro. Es ese el mensaje que otorga la bandera colombiana invertida, denuncia el salvajismo del Escuadrón Móvil Antidisturbios (ESMAD) y de los grupos paramilitares, es un silencioso “Nos están matando”. Representa el miedo de los habitantes de Cali cuando cae la noche. Es un llamado a la comunidad internacional a intervenir. Esa bandera contiene ese silencio ensordecedor de uno de los países más desiguales de la región, que ya no confía en un gobierno que intentó hacer que la misma gente pagara la crisis, sin tocar a su clase privilegiada. Habría que pensar en una posición de la bandera para denunciar la desigualdad que se vive en un país. Desigualdad no sólo significa la diferencia abismal entre pobres y ricos, en la práctica significa que una minoría adinerada controla la política, la economía y los medios hegemónicos de comunicación. Una economía desigual es un país secuestrado. Es lo que nos dice el silencio de la bandera volteada de Colombia, que se conecta con la voz del líder asesinado en 1948, Jorge Eliécer Gaitán, que en uno de sus discursos señalaba: “Nosotros no decimos que el hombre debe ser un esclavo de la economía, decimos que la economía debe estar al servicio del hombre”.