Argentina. Narrativa. Gabriela Manchini. Trabajo

 

Trabajo

 

Mi vecina me insulta día por medio. Debe tener unos 70 años. A veces, deja pasar el tiempo y vuelve más intensa y creativa. La imagino planificando. Tal vez en un cuaderno. Tal vez en el dorso de boletas vencidas. Imagino su letra cursiva, prolija, sobre un renglón. Un insulto anotado debajo del otro y entre paréntesis, al lado de cada agravio, el día y el momento elegido para decirlo.
Últimamente estoy mucho en casa. Tanto como mi vecina en la suya. No trabajo. Y espero poder encontrar algo pronto. Ojalá. Porque una cosa es lo que uno planifica y otra muy distinta lo que termina pasando. Y sino mirá a mi vecina. Capaz que se organiza para insultarme unas veinte veces por día y termina recurriendo a los diez insultos más insulsos de su lista. El futuro se nos ríe en la cara a veces.
“Villera” me dijo el otro día. Qué se yo. ¿Para vos es un agravio? Para mí no, pero se ve que para mi jefa sí. El día que me echó me dijo que no daba con el “target”, que lo suyo es una “boutique”, y un montón de palabras similares que nunca me terminaron de convencer. La cosa es, o así lo traduje, que poco y nada le queda de boutique a su local si se enteran que la empleada vive en la zona más pobre de la ciudad.
El día que me echó vino una brasilera al local. Me acuerdo de su perfume. Era frutal. Siempre me acuerdo de los perfumes. Nadie le presta demasiada atención a los aromas. Para mí dicen muchas cosas. Hay perfumes caros y horribles, tan fuertes que cierran la garganta. Otros, en cambio, son todo lo opuesto. La mujer de enfrente no debe usar perfume.
Bueno, decía, la brasilera entró al local con un perfume frutal. Era caro y fuerte. Estuvo un buen rato desacomodando cosas, las mismas que yo ordenaba inmediatamente. Antes de irse, me preguntó si conocía Brasil. Le dije que no. Que apenas tengo plata para pagar un alquiler miserable, sin calefacción y en el fin del mundo. Se lo dije bien, con respeto, pero se ve que no le gustó. Y a mi jefa tampoco. “No vuelvas”, gritó con su voz áspera. Me dijo que había pasado el límite. Y yo pensé en la enorme cantidad de horas que había destinado a soportar sus gritos en ese local repleto de pieles con olor a pellejo viejo, o a vaya saber qué. Sinceramente, no me costó mucho irme. Me pagó los días que había trabajado y salí del lugar igual que como había llegado. Por eso digo que el futuro se nos ríe en la cara a veces.
¿Por qué me dijo “villera” mi vecina? Al principio yo también me asomaba y la insultaba. Me esforzaba por gritar más fuerte y tapar esa voz temblorosa que salía de entre las cortinas semi transparentes y blancuzcas. Pero por hacer eso los demás vecinos se asomaban y también escupían insultos. Esto se convertía en una batalla campal: Puta, trolo, cornudo, sucia, villera, burro; las palabras se fusionaban y de tanto repetirlas perdían su sentido. Se formaba una música rara. La cosa duraba un minuto, dos, a veces más; sobre todo en verano. Hasta que alguno de nosotros cedía y cerraba la ventana, agotado por el esfuerzo.
Por eso ahora la dejo. Que insulte sola. Que aburrida y triste debe estar. Me pregunto si sabrá de algún trabajo.

 

 

***** Gabriela Manchini (Argentina, 1987). Licenciada en Comunicación Social en la Universidad Nacional de La Plata. Publicó poemas y cuentos en revistas literarias. Participó de la antología “Breves de amor” (Editorial Sopa de Letras).

 

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