LA APUESTA DEL TRADUCTOR / Armando Roa Vial

traducción

 

 

Algunos lo llamarán “apropiación”; otros, canibalismo. No se trata, en todo caso, de una reivindicación antojadiza para desconcierto de lectores o críticos. Pienso en Edward Fitzgerald y en Nodier. También en Ted Berrigan y en Fray Luis.  Emergen en todo su caudal creador desde otros, desde la máscara y la sombra para encontrar su propia voz. Traducir para escribir y escribir para traducir. Si suponemos que el individuo  es un desafiante “hospedaje de conciencias” –creo que la expresión es de Claudio Magris-  donde somos uno y muchos, todos y nadie. La apuesta del traductor es hacer que esta tensión deje de ser latente y tome pulso: es licencia y conquista, desafío, resistencia y detonante. Si al escribir, como pedía Nietzsche, dejamos que las cosas se transformen en símbolos, al traducir nos abrimos a que símbolos ya estampados nos arrojen a otros símbolos: es un salto de provisionalidad en provisionalidad, en la íntima convicción de que la naturaleza del lenguaje y sus meandros son tan múltiples como inacabados, con una plasticidad que rehúsa un sentido definitivo, sólo atribuible “a la religión o al cansancio” (Borges dixit).  El poema, en lengua materna o en lengua adoptiva, es apenas un lente opaco, algo desenfocado a ese germen vivencial que subyace a toda palabra. Así, la experiencia del abatimiento y la soledad del anónimo autor de “El Navegante”, la elegía anglosajona del siglo IX, sigue luchando por tomar forma en la voz de Ezra Pound o en la de Michael Alexander, por citar a dos autores del siglo XX; lo mismo puede afirmarse del Homero de Dereck Walcott o el Whitman de Neruda y León Felipe. Señales que llaman a otras señales, almas que van transmigrando de cuerpo en cuerpo para encontrar y reencontrar su voz: el misterio de las afinidades electivas que reúnen su cauce en el lecho inmemorial del lenguaje, allí donde no hay sonda que pueda rastrear la morfología del terreno, tan pantanoso como el corazón de un hombre.

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