LA DESUNIÓN SOVIÉTICA. POR SEBASTIÁN DIEZ CÁCERES.

Molchat Doma es una banda rusa de post punk. Escucharlos es como asistir a los últimos estertores de la Unión Soviética ambientados en una fábrica ya en decadencia; menos obreros, menos producción; tristes trabajadores con casco que bailan a la vez que lloran.

Que se trate de post punk es lo interesante pues consiste en la suavización de la violencia, el enfriamiento del punk. Se transiciona del pogo al baile. Aunque —ojo— el baile es de a uno. Se trata de una especie de liberalización de la discoteca. El bailarín no tiene pareja, se baila evadiendo lo que haya alrededor. En el pogo, en cambio, hay contacto masivo, aún se cree en la multitud. Pero por sobre todo, y que es lo fundamental, se trata de una música muy, pero muy melancólica.

Molchat Doma: tonos menores e invernales. Voz a la Ian Curtis pero transmitida por un radioaficionado. Batería programada como las cadenas de producción. Eco a tope, lo que permite visualizar las proporciones de una fábrica vacía.

Bailar solo: gesto onanista. La terapia grupal se atomiza, el punk se enfría. No es una calamidad sino un grupo de calamidades que inspeccionaremos una a una, aunque se trate de una tarea ridícula desde el punto de vista material. Cada uno es tan particular que requiere atención 24/7.

El liberalismo se infiltra por rincones insospechados.

Ya Chesterton —reaccionario, católico— vio en la aprobación de la ley de divorcio un síntoma del capitalismo. ¿Por qué? Por la división, la atomización. “El capitalismo —dice Chesterton— cree en el colectivismo para sí mismo, y en el individualismo para sus enemigos. Desea que sus víctimas sean individuos, es decir, que sean átomos.”

Hay un momento en que la épica del individuo, a pesar de su desmesurado ánimo comunista (Guevara, Castro), beneficia sin saberlo al contrincante, se liberaliza muy a su pesar, pierde de vista a la masa. Se aísla. Por ello la metonimia con la isla cubana cae como anillo. El hombre nuevo es un concepto demasiado germánico, nietzscheano (en su anverso: homoerótico y misógino) como para proceder a beneficiar un plan común. Es un eremita. La predominancia de la imagen (en el sentido religioso, animista): el retrato del Che, de Fidel, de Stalin, esa devoción por el individuo, incluso por el mismo Marx, cuya mala lectura fue precisamente la causante del chernobil del comunismo mundial.

Se es marxista, como un fan de Marx; no marxiano, es decir, de quien lo absorbió.

Alabar a Fidel que viene a liberarte cual mesías o seguir al Che que se dedicaba a buscar súbditos en los pueblos apartados para la guerra de guerrillas en Bolivia, Angola, Nicaragua. Lo mismo ocurrió con Lenin (y con él, Stalin): los leninistas construyeron partidos jerárquicos y rígidos creyendo entenderlo. No son leninianos. Más bien parecen la garra brava de una falsa creencia. Lo leniniano es el centralismo democrático, un concepto claramente más dinámico.

Anthony Burgess en su Ensayo sobre la censura señala: “La próspera ficción barata de nuestro tiempo está acusada de un crimen imperdonable: el de presentar al hombre despojado de sus irreconciliables complejidades, reducido a una estructura simple: una máquina, homo politicus o sexualis, limpio o sucio, pero no ambas a la vez.”

Los íconos exhiben nada más que virtud. Rehuyen de la cualidad compleja de la existencia, pues no tienen otra función que normativa. Los dioses griegos o el Dios del Antiguo Testamento, en cambio, tienen esa complejidad, esos poros o líneas de fuga, esos arrebatos y falta de bondad dignas de Satán, muy diferentes a la supuesta virtud intachable del Dios del Nuevo Testamento. O como lo hace el documentalista Jay Rosenblatt en su breve retrato de los dictadores en primera persona. Allí el mismo Mao Tse Tung cuenta que se lava los dientes nada más que con té (en las fotografías su boca abierta parece un pantano) o que rara vez se baña y contagia a su harén de las más insospechadas enfermedades venéreas.

Ya me dijeron que lo que acabo de escribir parece anticomunista. Lo entiendo. Mi punto es otro, notar qué movimiento de su estrategia logró (aunque parezca sarcástico) su fracaso. Qué hay en esa melancolía profunda, en eso irremediablemente perdido que la música de Molchat Doma busca expresar, en la liberalización del baile, en el vaciamiento de significado hasta devenir museo o serie de Netflix, que son como lo mismo, o de cualquier manifestación del comunismo tras la caída del Muro. No se trata de la remanida idea del significante vacío sino la del recauchado de ese significante; demos por hecho que tras la fachada hay nada, el problema hoy es lo fosforescente, lo enceguecedor, lo tremendamente desconcertante de esa carcaza.

En su libro póstumo y jamás acabado, Comunismo ácido, Mark Fisher propone una manera de ser marxiano incorporando la lógica de la producción de riqueza (dígase industria en todo el espectro) rigiéndose por un plan común. “La superación del capital tiene que basarse fundamentalmente en la simple idea de que, lejos de tener como objetivo la ‘creación de riqueza’, el capital necesariamente y siempre bloquea la producción de riqueza común.”

De cómo conseguir esa comunidad en un panorama que tiende a esa atomización que Chesterton ya acusaba hace más de cien años y que hoy goza de soportes físicos que caben en la palma de una mano es lo que le preocupó a Fisher en su momento. El ensimismamiento es la única brújula que ofrece el liberalismo. Hacia adentro, nada hacia afuera. Retener, no dar. Esto rima con lo oculto. Todo ocurre en el subterráneo. Hay una fijación por la carcaza limpia, la fachada radiante.

Alto analista de su tiempo, Fisher no piensa desde el lugar común de la guerra de guerrillas cubana de finales de los cincuentas, sino desde la música hecha por y para burgueses, que no dejó de ser mainstream, o sea, mercancía capitalista, pero que además calzaba como un guante en eso que se llamó lo hippie y su ánimo antimperialista. De ahí el adjetivo “ácido” del título de su libro. “Allí donde la nueva cultura no estaba impulsada por personas de origen obrero, parecía que la dirigían renegados de clase como Pink Floyd, jóvenes de familias burguesas que habían rechazado sus propios destinos de clase y se identificaban con lo “de abajo” o lo “de afuera”. Querían hacer cualquier cosa menos dedicarse a los negocios y la banca: campos cuya posterior libidinización habría dejado atónitos a los espíritus expandidos de los años sesenta.”

Pensemos en los gerentes de grandes marcas de ropa para montañistas como North Face o Columbia, que en los sesentas eran declarados de izquierda además de activistas ecológicos, o el mismo Steve Jobs y su parafernalia new age.

El capitalismo se infiltra por rincones insospechados.

¿No ocurre acaso que las zonas más vanguardistas y efusivas de la contracultura de los sesentas y setentas fueron en realidad los pilares de lo que hoy se conoce como cultura pop, cuyo máximo exponente fue Michael Jackson, que como muy bien señaló Greil Marcus, se convirtió no en una máquina de hacer dinero, sino en un monstruo que “rompía récords”, es decir que corría el cerco de lo entendido como producto cultural y con ello, de mercancía global?

John Lennon, culposo, intenta en su última etapa solista regenerar sus lazos con la clase trabajadora, de la cual huyó bastante pronto. Su conflicto se basa en la liberalización obvia de su vida (fama, exceso de ocio) en contraposición de su origen no solo proletario sino también huérfano. En “Watching the wheels” o en “Imagine” hace referencia a un yo aislado: “la gente dice que estoy loco”, “la gente dice que soy un soñador.” Ese aislamiento junto con el afán ideológico por lucir de izquierda en todo momento, provocan algunos desajustes y disociaciones. “Watching the wheels” acaba siendo un panfleto védico, la rueda y el carrusel como metáfora del samsara, todo pasa nada es permanente, etc. En “Imagine” alcanza la voz del ícono, él no es el único y sin embargo lo es, pues dirige y persuade mediante el ejemplo. 

Vuelvo a Molchat Doma para hacer un contraste. Hay una canción titulada “Sudno” cuya letra es un poema de Boris Ryzhy (“rojo” en ruso), hijo de minero y topógrafo, poeta nacido bajo la estela de Gorvachov, una bisagra, con un pie en la Unión Soviética y el otro, ya caído el Muro, en la Rusia descompuesta. Me parece que no hay mejor síntoma que analizar que éste, considerando que los poetas son espejos de las sociedades que, para bien o para mal, los acogen.

Casi todos los compañeros de clase de Ryzhy aspiraban a convertirse en guardaespaldas de los gángsters. Toda su generación había sido víctima de la Perestroika, que derribó cualquier posibilidad de potenciar una industria local ya alicaída y cuyas consecuencias más extremas fueron el incremento obsceno del desempleo y la condición de calle. El panorama era un campo de nieve de un azul ácido amortiguando cada tarde la caída de miles y miles de sin techo borrachos de vodka. Junto a la caída en picada de su fortaleza económica, también se extraviaba irremediablemente lo sagrado, dejando a la Rusia de los noventas en la más profunda desolación moral.

Vasija esmaltada,

Ventana, velador, cama.

La vida es dura e incómoda,

Más cómodo es morir.

Y gotea silenciosamente el grifo.

La vida está despeinada como una puta.

Salgo de la niebla

Y veo: un velador, una cama.

Intento levantarme,

Quiero mirarla a los ojos.

Mírame a los ojos y llora.

Nunca mueras, nunca mueras.

Boris Ryzhy se suicida en 2001 a los 26. Su hijo tenía 8 años.   

La Perestroika desmantela todo rastro de comunidad, esa armadura social que se consolidó desde la fundación de la URSS, allá por 1922. Casi setenta años intentando evitar el contagio purulento del liberalismo internacional, en un momento en que la desconfianza en el otro, la meritocracia, la desigualdad, el extractivismo y la sobreexplotación no hacían más que acentuarse en la fracción capitalista del mundo, aquella de la que Lennon se disociaba hasta su asesinato.

Camille Paglia en Sexual Personae ahonda en esta modalidad incongruente del personaje liberal: “padece de contradicciones históricas no resueltas. Exalta al individualismo y la libertad y, en su vertiente más radical, condena como opresivo al orden social. Por otro lado, espera que el gobierno satisfaga las necesidades materiales de todos, una proeza sólo factible con un autoritarismo generalizado y una burocracia desmedida. En otras palabras, el liberalismo define al gobierno como padre tirano, pero exige que se comporte como una madre nutricia.”

Pensemos entonces al hombre nuevo como una alternativa a ese ethos liberal, enemigo interno del comunismo. ¿Era realmente una alternativa o más bien un profiláctico para evitar el contagio? Como tal no dejó jamás de ser una quimera, un objetivo de consistencia inconcreta, una mezcla de criaturas que se resistía a un nombre, pues la primera pregunta que surge es ¿y quién era entonces el hombre viejo? ¿El capitalista, el liberal, el gringo? El Che en ningún escrito hace referencia al hombre nuevo sino como una meta, obviando sus atributos, como un fin difuso y me atrevería a decir que enteramente idealizado. No hay nada menos marxiano que la idealización.

“Intentaré, ahora, definir al individuo, actor de ese extraño y apasionante drama que es la construcción del socialismo, en su doble existencia de ser único y miembro de la comunidad. Creo que lo más sencillo es reconocer su cualidad de no hecho, de producto no acabado. Las taras del pasado se trasladan al presente en la conciencia individual y hay que hacer un trabajo continuo para erradicarlas. El proceso es doble, por un lado, actúa la sociedad con su educación directa e indirecta, por otro, el individuo se somete a un proceso consciente de autoeducación.”

Este párrafo es lo más cercano que encontré a una suerte de “definición” de ese hombre y como se ve se habla de erradicación y de individuos incompletos; hay un trato desconfiado. Para superar ese miedo se echa mano al culto de la personalidad de miembros que participaron en la revolución. Habla de Fidel como un buen tipo y de moral intachable, pero no de cómo debería ser un comandante en jefe. Todo se basa en vidas ejemplares, como antiguamente eran las vidas de santos para el culto católico.

Walter Benjamin ve en el capitalismo una religión, la más cúltica de todas, cuyo dios es el Capital. Dios bastardo e inhumano por donde se le mire. “Parasitó del cristianismo en Occidente, y como se puede ver no sólo del calvinismo, sino del resto de las orientaciones cristianas ortodoxas de modo tal que en principio su historia es la de un parásito.” Ahora y a propósito de ese trato animista de las figuras del comunismo mundial, ¿no será acaso que la disputa de la Guerra Fría fuese en realidad por la toma de mando de la mística cristiana, religión que entonces concentraba una alta densidad de poder en el mundo? Y por lo mismo, ¿qué hay de religioso, o al menos, de qué modo la religión se conecta con el comunismo soviético? Las fotografías de Lenin se cargaron, hasta bien entrada la década del ochenta, sobre los hombros de multitudes capturadas por el carnaval comunista, líderes cuyas posteriores ejecuciones públicas fueron transmitidas en vivo por la televisión nacional en el caso de Ceaușescu, dictador comunista de Rumania, lo que demuestra que la muerte de la imagen, del rostro, de la persona era necesaria desde el punto de vista simbólico.

Quizás este gesto animista con la imagen fuera la dinamita que luego demolió toda la estrategia geopolítica de la Unión Soviética. No sé hasta qué punto el deseo de Marx venía de la mano con un enaltecimiento de su propia imagen. No sé qué de su rostro le parecía lo suficientemente comunista como para transformarse en su bandera. Qué de su vida digna de ofrecerse como material propagandístico. Jamás Lenin quiso acabar siendo el arreglo floral que cargaron las juventudes comunistas de Yugoslavia en la conmemoración del natalicio de Stalin en 1951.

Volvamos a Benjamin. De alguna manera da luces precoces de por qué triunfó el capitalismo en el duelo eterno de la Guerra Fría: “Su estructura no está religiosamente condicionada (como lo pensó Max Weber) sino que es un fenómeno esencialmente religioso.” La mística cristiana fue fagocitada de una manera más efectiva por el capitalismo, pues no erigió imágenes, sino al mismo Capital, un ente mucho más parecido a una divinidad: invisible (como señaló Adam Smith), omnipotente, sin rostro definido. Allí donde la Unión Soviética fracasa, Estados Unidos encuentra la victoria. Y de este contraste nada más que sacar en limpio la palabra unión. En ambos casos se trata de un conglomerado de individualidades que se unen, pero que se resisten a un nombre sino en la medida de su propia agrupación. Religar es unir. 

A principios del siglo XV, el término “unión” se refería a la “acción de juntar una cosa con otra” y también significaba “acuerdo” o “concordia”, así como el “estado de matrimonio”. El uso de “unión” como “acción de unir en un solo cuerpo político” aparece por primera vez en la década de 1540. El sentido de “grupo de personas o estados” se documenta desde la década de 1650. Desde 1833, el término comenzó a utilizarse abreviadamente para referirse a trade union (sindicato). En el contexto político de los Estados Unidos, el término “unión” se registra desde 1775, y se empleó especialmente durante la Guerra Civil para referirse al territorio que permaneció como Estados Unidos después de la secesión del Sur.

Parece que unión es un concepto feble, que carga ya en su origen con su pronta disgregación; su juntura es frágil, la unión de particulares siempre ha estado condenada a la partícula, de otro modo hablamos de organización, un ente no menos jerarquizado y, sin embargo, con cada parte dedicada a una función específica dependiente de las demás. Es decir, de partes no intercambiables. Una mano no puede pretender ser un pie. Por esto la democracia —invento liberal— no rima de ningún modo con el comunismo. La única unión triunfante posible era la de USA, el útero del liberalismo. A lo que voy es a tratar con desconfianza el término unión, especialmente cuando se trata de organizaciones de izquierda. Saltan a la vista los resultados escabrosos. El triunfo de la unión de los estados del norte tiene su núcleo secreto en el protestantismo, el ethos que entendió la sociedad como un conjunto de individualidades que se soportan sin perder autonomía.

Raúl Ruiz suena más contundente: “en el fondo queríamos fundar los Estados Unidos de Suramérica, el afán de crear una Cultura Latinoamericana conlleva a reproducir la misma mecánica cultural de los países que nos han dominado hasta el momento (…) La manera cómo impostamos la voz cuando nos ponemos de izquierda, no es muy distinta de cuando nos ponemos católicos. Adoptamos esquemas religiosos y eso entra en contacto con los esquemas culturales de los cuales estamos invadidos.”

De Kino, la icónica banda de rock originada en Leningrado, contemporánea de Ryzhy, de la Perestroika, de la caída del Muro, queda en Molchat Doma nada más que el lamento. Es confesada su influencia. En Kino, en cualquier caso, el mensaje no deja de ser lírico, alto, combativo; en Molchat Doma, en cambio, ya adquiere esa tonalidad de lo irremediablemente perdido. La canción “Ya ne kommunist” de estos últimos, más o menos nos reafirma que la fiesta se acabó, la fiesta del comunismo soviético.

Las luces del auditorio se apagan.

Tomaremos el metro, no el tranvía.

En algún lugar de mi sombra hay alguien sentado

y creo que está enojado conmigo.

Un camino discurre por algún lugar del bosque.

Alguien pregunta: “¿Crees en Dios?”

¿Qué es lo que crees? Estoy completamente limpio.

No soy comunista, no soy comunista.

Es extraño hablar en un bosque oscuro.

Aquí también hay una bañera blanca como la nieve.

Alguien está sentado detrás del tocón de un árbol

y creo que me está mirando.

Tiene los ojos muy abiertos, ve a través de todo.

Me clava su uña invisible

y estoy de rodillas, soy una pizarra en blanco.

No soy comunista, no soy comunista.

Post Scriptum

Las islas Gran Diómedes, en el extremo oriental de Rusia, y Diómedes Menor, dentro de las fronteras de Estados Unidos, presentan una peculiaridad que desafía las reglas de las zonas horarias. A pesar de estar a solo 4 kilómetros de distancia, existe entre ellas una diferencia horaria de 21 horas. Durante el invierno, cuando el agua se congela, es posible caminar entre las dos islas, pero esta diferencia horaria extrema da lugar a situaciones inusuales: cuando en la isla rusa es tarde, también lo es en la estadounidense, aunque en la rusa es la tarde de hoy y en la estadounidense es la tarde de ayer. Así, si un habitante de la Gran Diómedes, conocida también como la “Isla de Mañana”, decide cruzar la tarde del lunes 1 de enero para visitar a un amigo en la Diómedes Menor, conocida como la “Isla de Ayer”, llegará en la tarde del domingo 31 de diciembre.

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