YO SOY FLOR: APUNTES DE OBSERVACIÓN DE LA DISLEXIA Y COMO ABORDARLA DESDE LA EDUCACIÓN POÉTICA.

 

Fui una niña que conoció la experiencia de la dislexia y fue tratada a tiempo por excelentes profesionales en el establecimiento educacional donde cursé mi enseñanza básica, un colegio particular. Eso me permitió adecuarme a las reglas de la lengua. Cuando estoy muy cansada, me vuelve esa gracia que tenía para cambiar palabras y decir “tortilla” en vez de “rodilla” o invertir el orden de las palabras en la frase. Hoy pienso que era una libertad combinatoria del sonido que yo me permitía y no tanto una dificultad de aprendizaje. Recuerdo que sentía que me expresaba perfectamente y estaba diciendo algo coherente pero era el otro el que no me entendía. Por eso era desesperante, no entendía que no me entendieran. Hasta que aprendí en un par de sesiones con la psicopedagoga a hacer ese puente entre yo y los otros y empecé a darme a entender, usando bien el código y olvidándome de cambiar las palabras por su sonido.

Cuando he tenido la oportunidad de observar niñes con alguna dificultad para aprender, hayan sido diagnosticado o no, me ha llamado la atención eso mismo: la frustración de no ser entendidos cuando en su fuero interno sienten que se han expresado, ya me han dicho o escrito lo que quieren expresar, sólo que yo no he podido entender lo que querían decir o escribir. Es un momento sensible en el proceso porque hay algunos niñes que deciden no esforzarse más. Es este un enorme desafío para profesores que no tienen herramientas para trabajar esas dificultades que presenta la comunicación y por eso derivan a especialistas en tratar estas condiciones, algunos hasta les llaman trastornos de aprendizajes.

En mi comprensión de este fenómeno, a estos niños y niñas, no se les ha respetado su proceso de aprendizaje, entendiendo este como un lapso en el tiempo en el que tengan ocasión de exponerse a la comunicación efectiva con palabras, con toda la interacción y las emociones de por medio. Va demasiado rápido para ellos. Están tan paralizados por la desesperación de tener la conciencia de que no son entendidos, que pueden entrar en un círculo vicioso que los hace quedarse pegados en 1ero básico. Entran en un loop de incomprensión, un eterno retorno entre el comunicarse y la sordera del mundo.

Se los puede reconocer por su forma de hablar, saltan de una historia a otra, con dificultad siguen el hilo, como una historia de Bob Esponja, pensaba yo a menudo cuando los escuchaba. Una intranquilidad interna, muchas veces producida por sucesos traumáticos anteriores, también incomprensibles para sus tiernas almas, bloqueaba su mente y la transformaba en un laberinto de la que solo salen cuando un adulto les pide algo o les adoctrina de alguna forma. En casos muy complejos hasta la comunicación con los pares se hace problemática.

Mi intuición de educadora me hizo centrarme, no tanto en la noción de dificultad de aprendizaje sino, en que me encontraba ante una situación comunicativa y mi rol consistía en llegar a entenderme con esa persona con el fin de que pudiésemos encontrar los caminos para superar esas dificultades. Relataré en esta crónica una historia que ilustra una forma de abordar estos llamados trastornos de aprendizajes desde la Educación Poética.

He observado que la didáctica produce un quiebre de este eterno retorno a la incomprensión bloqueadora del aprendizaje, permitiendo que el niñe vuelva a entrar en contacto con su necesidad de expresión, la que impulsará su adecuación a las normas y códigos del uso de una lengua.

La historia ocurre en Montegrande, año 2012, en la Biblioteca Montegabriela donde yo trabajaba y llevaba adelante una biblioteca pública que me permitía acceder a trabajar con niños y niñas para desarrollar mi método. Así fue como en la biblioteca llevé adelante un plan de fomento lecto-escritor para esa comunidad que tuvo buenos resultados porque al poco tiempo la biblioteca aumentaba su préstamo de libros, además de otros múltiples beneficios que un proyecto de educación poética trae a una comunidad.

En ese contexto, conocí a Constanza, niña de 9 años que estudiaba en la escuela de Montegrande y que cuando la conocí ya cursaba 2do básico por segunda vez. Ya la habían pasado de 1ero sin saber leer ni escribir, ahora estaba repitiendo el segundo, podía decodificar las palabras, pero no podía escribirlas. También en el habla se le notaba un habla chiquita, con dificultades para poner en orden las palabras, imitaba el tono de las conversaciones pero cuando una atendía a lo que decía tenía que traducir esos tonos a un significado, a veces sus palabras no lograban comunicar lo que quería expresar. Había aprendido a ser dulce, y era linda, por lo que las personas la “entendían” por sus tonos y caritas que ponía, es decir por el lenguaje corporal. Parecía que se había acostumbrado a darse a entender con gestos amorosos y por eso todos la cuidaban, bien vivaracha la niñita. Incluso la misma profesora, una clásica mamá gallina para sus pollos-estudiantes, me advirtió que ella no podría hacer el trabajo pero que la dejara porque le encantaba participar. Y claro, la pequeña era solícita, participativa, alegre. Me daba la impresión que se esforzaba en compensar su déficit con esa hermosa personalidad, había desplegado su resiliencia con los recursos que la naturaleza le había dado, en verdad se daba a entender perfectamente y se notaba una niña feliz, al menos una niña con la intención clara de mostrarse feliz.

Pero ahí estaba en su loop de incomprensión y al parecer no existía la ayuda profesional en su entorno que pudiera hacerla salir de ese círculo vicioso para retomar el hilo de su aprendizaje. Porque ella sí quería aprender, daba mucho de su parte para leer y escribir como sus compañeros y compañeras.  Cuando me di cuenta que la niña necesitaba ayuda le pregunté a la profesora qué había pasado con ella, por qué no estaba recibiendo apoyo específico para superar su dislexia y disgrafía. Me contó que aun cuando había tenido clases de reforzamiento la consideraban un caso imposible y además el reforzamiento se había discontinuado por falta de recursos de la escuela. Así la niña se había estancado.

En ese momento yo estaba poniendo en práctica una didáctica que llamé “Banco de palabras”, que consiste en tener en la sala cuatro cajas para depositar palabras. Cada caja es para un tipo de palabras en específico: sustantivos, verbos conjugados, adjetivos y conectores. Los niñes podían poner en ellas las palabras que quisieran, siempre y cuando respetaran el tipo según la caja. Todas las personas que entraban a la biblioteca podían depositar palabras, escritas en un papelito, en las cajas o bancos de palabras, de modo que teníamos vocablos muy diversos, a esa biblioteca entraba gran afluencia de público (comunidad y turistas). Además yo solía aportar con palabras inusuales y concretas (como bigote, lechuga escarola o laberinto) para enriquecer las posibilidades de los mundos que se construirían a partir de esas palabras colectivas. Cada caja era un magma en el que se mezclaban las palabras excelsas con las repugnantes y ofensivas, tal como ocurre en la “realidad” del uso del lenguaje. Las personas tenían la oportunidad de elegir las que más les gustaran o llamaran la atención para componer un texto en una hoja aparte, simplemente pegando los papelitos en esa hoja. Explorando por ellos mismos las miles de posibilidades que hay para combinar las palabras. Las palabras elegidas, muchas veces al azar, al ser combinadas de distintas formas, con mayor o menor sentido, producen un texto que puede llegar a ser muy interesante. Partiendo de las palabras concretas y sus funciones dentro de una oración, la persona puede explorar las posibilidades estéticas y expresivas que le resultan de ese desafío que le proponemos. En ese proceso desafiante aprenden, de la manera más creativa pero a la vez legible posible, la gramática lógica y también la fantástica.

A esta didáctica llegué después de encontrarme con la lectura fundamental de Vygotski, pedagogo, filósofo y psicólogo soviético. Para este sabio la imaginación es el resultado de la función creadora del cerebro que combina, transforma y crea a partir de la experiencia anterior, nuevas ideas y aprendizajes. La imaginación sería una actividad combinatoria del cerebro para Vygotski, yo diría una habilidad combinatoria de la mente, que si se facilita por medio de la educación, podríamos estar ante la posibilidad de que cada quien pudiera llegar a desarrollar sus capacidades creativas para ponerlas al servicio del aprendizaje.

Claramente lo que la imaginación no realiza no es posible de aprender para la mente, la imaginación viene a ser una suerte de obrero para la mente, por ella se vuelve transformadora. ¿Cómo es posible que aún no la tengamos en el centro de nuestras prácticas pedagógicas?

Pues resulta que la heroína de esta crónica, Coni, de 9 años, se entregó a este juego del banco de palabras y compuso un primer texto:

En este texto se puede observar que no hay lógica, no tiene sentido porque no se puede reconocer un mensaje. Ha firmado el texto pero se observa que usa escritura en carro. Las palabras aparecen puestas al azar, sin intención aparente. Es una clásica dificultad que se presenta aprendiendo a escribir pero cuando no se supera ya se habla de trastornos de aprendizaje, lo que yo personalmente encuentro inadecuado de nombrar así.

Como educadora quiero ser el puente para que ella cruce de la incomprensión a la expresión, así que leo con cuidado el texto que me ha dado Coni y veo dos señales que denotan intención comunicativa. La primera es que ha elegido palabras que combinan bien y me permiten traducir una posible historia, jugar con las palabras “sirena”, “corbata”, “cariñosa” y “baile” es quizás no azaroso, probablemente estas palabras fueron elegidas. Esa constelación de palabras me hace pensar en una historia divertida de una sirena con corbata que es cariñosa y le gusta bailar. Le cuento a la niña de mi idea, me centro en eso, no le pregunto a ella qué quiere decir con tal cosa o que el texto está mal porque no se entiende, me muerdo la lengua para no decir algo que la vuelva a sentir incomprendida. Veo el material que me ha ofrecido para retroalimentar y me centro en esas cuatro estupendas palabras para empezar una historia. La niña abre los ojos y se echa a reír. Le pregunto que a dónde va a bailar la sirena y la niña me responde “clú pipivo” o algo así. Me quedo un minuto perpleja ante su respuesta, tomo aire y recuerdo que los bailes del pueblo se hacen en la sede del club deportivo y entonces la entiendo perfectamente. Le respondí yo a ella: “Una sirena cariñosa, vestida con corbata, fue a bailar al club deportivo”. Nos reímos con la historia, la niña mostró satisfacción con el resultado de su primer texto.

Después observando más detenidamente, me doy cuenta que el texto que ha hecho cumple con una regla para escribir un ONCE (poema de 11 palabras que enseñamos para aprender a armar una imagen). El día anterior habíamos inventado entre todes un Once en la pizarra, ella había estado en clases atendiendo y, con conciencia de ello o no, la niña había confeccionado la estructura del ONCE, aunque aún no era capaz de expresar el sentido del poema, la forma la había captado.

Ya no podemos decir que esta niña tiene trastornos de aprendizajes, ha traído a su texto algo del día anterior y además ha traído palabras que se pueden combinar de una forma que da risa por la ocurrencia loca, aunque lo único que hice yo fue hacer algo con sus palabras, en la elección y combinación de las palabras estaba ya la historia.

Un rato después apareció con un texto que sí tenía un atisbo de lógica, cuando lo leí entendí todo

Yo la flor soy simple

Tonta

Imposible pensar que este texto surge por un azar combinatorio, estamos ante una clara intención comunicativa. Es más, está usando el “yo soy” para definirse. Proyecta en la flor su identidad simple, tonta. Quizás cuan internalizada tiene la idea de ser tonta que en el magma de palabras de los bancos elige con sumo cuidado la constelación de palabras con las que expresará certera su realidad interna, la realidad de su bloqueo. Así se siente ella, una flor, algo bonito pero tonto, sin valor, simple y no valioso.

Leo el texto y primero me alegro que la niña haya podido crear una oración con coherencia de sentido pero luego me alarmo por la cruda verdad que esas palabras están mostrando del mundo interno de Coni. Con esas palabras escogidas ha, por fin, logrado expresar la falta de autoestima que tiene por sí misma. El calificativo de “tonta” es duro, esa palabra junto con “malo” son las más comunes en los bancos de palabras. El adjetivo, como palabra que transmite subjetividad, actúa como una etiqueta que se transforma en creencia y la creencia, en bloqueo.

No creo que para el educador o la profesora que esté leyendo esta crónica sea nuevo lo que cuento. Cuando un niñe dice: “no puedo, soy tonto”, es porque ya lo ha escuchado antes innumerables veces de su entorno, se lo ha creído y eso le impide incluso intentarlo. Lo bueno de Coni es que, por su personalidad encantadora, ella no perdía la oportunidad de participar. En realidad me gustó la actitud de la profesora de “dejarla hacer”, al menos no la coartó, solo la hicieron sentir simple y tonta, pero la dejaron seguir participando. Cuántas veces en la historia no se ha castigado a los diferentes con la exclusión. Lo sorprendente de esta historia es que la niña supo aprovechar la oportunidad que el destino le dio y encontró una tutora de resiliencia que la ayudó a superar su dificultad.

Debo detener la historia para explicar qué significa este término y así graficar mejor su relevancia cuando hablamos de Educación Poética. El término “tutor de resiliencia” es acuñado por el psiquiatra Boris Cyrulnik, pionero en la psicología de la resiliencia basada en los recursos que permiten al ser humano sobreponerse a sus circunstancias adversas. Estudió la biografía de personalidades exitosas que tuvieron un comienzo complicado. Niños huérfanos, abandonados, sobrevivientes de violencias varias. El mismo fue un niño de 6 años que logró, como único miembro de su familia, escapar del holocausto. El concepto resiliencia habla de nuestra capacidad para resistir las tragedias.

Y si hay algo que permite desarrollar esta capacidad a un niño o niña en situaciones de adversidad es el encuentro con algún adulto que lo ve y cree en él o ella. Por eso maestras y profesores marcan tanto la vida de una persona. La resiliencia está asociada al estudio, al aprendizaje de algún oficio, a salir adelante a través del conocimiento, cualquiera éste sea.

Un ejemplo emblemático estudiado por Cyrulnik es el de Charles Dickens, quien fue un niño que deambuló por las calles de Londres tal como los personajes de golfillos que describe en su novela. Pero el niño vulnerable que fue Dickens aprendió el oficio de taquigrafía y de ahí a relatar sus vivencias y triunfar como escritor. Un adulto le dio la oportunidad de escribir y él la tomó e hizo algo con ella, así superó su pobreza y se hizo grande a sí mismo. A partir de sus estudios Cyrulnik llega a la conclusión que la escritura promueve la resiliencia en tanto permite al ser humano hacerse consciente de sí mismo y de su entorno, facilitando de este modo el autoaprendizaje, que yo defino como el impulso que viene desde la necesidad para prosperar en la dificultad.

Pienso en lo importante que fue Emelina para la niña Lucila al enseñarle las letras y facilitarle el estudio, allá en la aldea de Montegrande, invadida por el aroma de jazmines, la niña tenía permitido estudiar lo que quisiera aunque no ayudara en los quehaceres del hogar, así como pienso en la misma doña Gabriela cuando se encontró en el Liceo de Temuco con un joven Neftalí Reyes que le mostró tímidamente sus poemas. Cuenta la leyenda que ella le recomendó libros, vio en el adolescente algo especial y lo respaldó.

Los educadores poéticos son en primer lugar tutores de resiliencia, están allí en el momento adecuado para decir la palabra adecuada y hacer la diferencia entre abandono y salvavidas. No es que una educadora pueda rescatar de la miseria y el dolor a sus estudiantes, por mucho que ella lo anhele, pero podrá darle un empujón a tiempo para que el estudiante se rescate a sí mismo de su miseria.

Los factores que influyen en que las actitudes resilientes conduzcan a la biografía hacia un final feliz o no son de variada índole, muchos imponderables no posibles de superar desde la educación por sí sola, pero lo que sí es seguro es que un educador consciente de su rol de tutor de resiliencia, que toma su trabajo en serio, puede hacer una gran diferencia en la vida particular de una niña o niño.

Siempre repito que no estamos educando para que haya más poetas, sino que estamos llevando el secreto de la poesía para que lo aprendan niños y niñas y se beneficien de ella, tal como lo han hecho poetas de todos los tiempos.

Nos habíamos quedado en que Constanza presentó esta definición de su identidad: “yo la flor soy simple /tonta”. Hice mi diagnóstico y no sé por qué en ese momento pensé en Goethe y en su ejercicio de observación de una planta.

Le dije a la niña que me siguiera y fuimos a un sector del patio de la biblioteca donde teníamos una jardinera con flores. Allí tiene lugar una escena especial. Le digo que observe las flores, eran cardenales y astromelias, simplemente que observe su color, su forma y su olor. ¿Cómo son las flores? Le pregunto, y me contesta que son lindas. ¿Y son tontas? Le pregunto. No me responde. Le explico que el cardenal en comparación con la astromelia es más simple porque solo tiene un color. ¿Pero acaso deja de ser bonito? No, me dice la niña. La astromelia tiene varios colores y el cardenal solo uno. El cardenal es más simple pero no es peor que la astromelia, solo es distinto.

Ser simple no es lo mismo que ser tonto, le digo. ¿Qué te parece la palabra “tonta”? pregunto finalmente. Fea, me responde. Entonces le muestro su trabajo y le pido que lo lea en voz alta. ¿La flor es tonta? No, dice ella. Pues cambiémoslo en tu texto y pongamos frente a la palabra “tonta”, la palabra “no”. La niña asintió con enormes ojos de felicidad. Y así quedó su texto:

Logramos transformar un texto que era un grito desesperado en la proclama orgullosa de alguien que pone un límite y declara su diferencia.

Luego recalqué este logro en el grupo, mostrándoles la misma diferencia entre “simple” y “tonto” que habíamos visto con Coni. Tuvimos ocasión de hablar de cómo a veces algunas palabras duelen y deberíamos evitarlas para que nadie se sintiera mal.

Como pueden observar, la ventaja para la clase de contar con una didáctica no basada en contenido, es que el contenido a tratar siempre es puesto por el mismo grupo, de modo que si los temas a conversar con la clase surgen de sus textos nos aseguramos el interés en nuestra conversación. Les interesa mucho más saber qué quiso decir su compañera en el texto que cualquier texto adulto por muy de genio que sea.

¿Cómo podemos hacer que nuestra clase sea significativa para nuestros estudiantes? Pues basarla en lo que ellos traen y de qué manera más sencilla y eficaz se puede hacer, que hacerlo a través de la escritura de textos creativos.

El texto de Coni, además de presentar una definición de sí misma, mostró al grupo un problema que había que conversar y que tiene qué ver con el trato que nos damos unos a otros y del mal uso que podemos dar a algunas palabras que hieren.

En el tercer texto que compone Constanza vemos que la gramática se ha vuelto lógica. Se observa que sus elecciones de palabras son intencionadas para describir un personaje, esta Laura, quien es pequeña y alta a la vez.

La niña mostró su trabajo a la profesora y ella le puso comas y corrigió alguna concordancia de género y número, dejando la del verbo…pero la idea se entiende. ¡Es un texto que expresa humor! La palabra “cazuela” catapultó en la niña la asociación con el dicho popular que a los flacos les faltarían cazuelas. El texto gira en torno a esta palabra concreta y cotidiana y por ella es que Coni llega al personaje de Laura. También significa que el personaje pasa hambre.

He aquí la importancia que la educadora aporte con palabras concretas y cotidianas (sustantivos) porque ellas son las que permiten asociar y crear imágenes, de las que pueden surgir historias o poemas. Perfectamente este trabajo puede ser un “proto texto” que nos lleve a un cuento. Si haciéramos la pregunta “¿Qué pasó que a Laura le faltan cazuelas?” La niña buscaría una solución a esa incógnita implícita en su texto y de la solución de aquella incógnita puede resultar un cuento.

Lástima que en este caso las visitas de este curso a la biblioteca se descontuinaron, como suele ocurrir y que es una realidad del trabajo social que me aflige mucho, pues como dice Mistral “todo esfuerzo que no es sostenido en el tiempo se pierde”.

Sin embargo, bien nos vale analizar el proceso de desbloqueo que esta hermosa niña vivió, que la hizo transitar desde la incomprensión hacia la coherencia, desde la forma al sentido, desde el grito hacia el límite, desde la desvalorización hacia el reconocimiento. Porque a través de él podemos mirar las dificultades de aprendizajes como una etapa, no como trastorno, que con la adecuada ayuda, principalmente dada por un educador o educadora comprometido en ser puente para la comunicación, y una didáctica constructivista, realmente es posible lograr que los niños estancados avancen aprendiendo.

No es el único caso que hemos documentado de superación de una dislexia o disgrafia con didácticas de educación poética, al parecer la clave del éxito es activar la necesidad de expresión del niñe por medio de la conversación, la retroalimentación nutricia y la valoración de los pares.

¿Qué es la retroalimentación nutricia? Es dar con la palabra alimento positivo para el alma del niñe.  Ya seguiré profundizando en esta relevante técnica pedagógica en una próxima crónica.

Alejandra del Río Lohan, poeta y pedagoga de la poesía.

Santiago, octubre 2021.

 

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