Humberto Maturana (1928-2021). Emocionar matríztico. Fragmento del libro Amor y Juego

 

La infancia temprana en una cultura matríztica prepatriarcal europea no puede haber sido muy diferente de la infancia en nuestra cultura actual. De hecho, pienso que la infancia temprana como fundamento biológico de nuestro hacer nos humanos al crecer en lenguaje, no puede ser muy diferente en [as diferentes culturas sin interferir con el proceso normal de socialización del niño.

La emoción que constituye la coexistencia social es el amor, esto es, el dominio de aquellas acciones que constituyen al otro como un legítimo otro en coexistencia con uno, y nosotros, los seres humanos, nos hacemos seres sociales desde nuestra infancia temprana en la intimidad de la coexistencia social con nuestras madres. Así, el niño que no vive su infancia temprana en una relación de total confianza y aceptación en un encuentro corporal intimo con su madre, no se desarrolla propiamente como un ser social bien integrado (ver Verden-Zoller, 1978, 1979, 1982).

De hecho, es la manera en que se vive la infancia, y la manera en que se pasa de la infancia a la vida adulta, en relación con la vida adulta de cada cultura, lo que hace la diferencia en las infancias de las distintas culturas. Por todo lo que sabemos de las culturas matrízticas en diferentes partes del mundo, podemos suponer que los niños de la cultura prepatriarcal matríztica europea accedían a su vida adulta sumergidos en el mismo emocionar de su infancia, esto es, en la aceptación mutua y en el compartir, en la cooperación, en la participación, en el autorrespeto y la dignidad, en un convivir social que surge y se constituye en el vivir en respeto por sí mismo y por el otro.

Sin embargo, tal vez se pueda decir algo más. La vida adulta de la cultura matríztica prepatriarcal europea no puede haber sido vivida como una continua lucha por la dominación y el poder, y no puede haber sido vivida de esa manera, porque la vida no estaba centrada en el control y la apropiación. Si miramos a las figuras ceremoniales de la diosa matríztica en sus varias formas podemos verla a ella como una presencia, una corporización, un recordatorio y una evocación del reconocimiento de la armonía dinámica de la existencia. Descripciones de ella en los términos de poder o autoridad o dominación, no se aplican y revelan una mirada a la diosa desde el patriarcado. Las figuras que la muestran antes de la cultura patriarcal como una mujer desnuda con rasgos de pájaros o de serpientes, o simplemente como un cuerpo femenino grueso o voluminoso con cuello y cabeza con las características de un falo, o sin rostro y con las manos apenas sugeridas, muestran, pienso, la conectividad y armonía de la existencia de un vivir que no estaba centrado en la manipulación ni en la reafirmación de un yo.

En la cultura matríztica prepatriarcal europea, la vida humana tiene que haberse vivido como parte de una red de procesos cuya armonía no dependía exclusiva o primariamente de ningún proceso particular. El pensamiento humano tiene que haber sido entonces naturalmente sistémico, manejando un mundo en el que nada era en sí o por sí mismo, y en el que todo era lo que era en sus conexiones con todo lo demás. El niño debe haber crecido hacia la vida adulta con o sin ritos de iniciación, accediendo a un mundo más complejo que el propio de su infancia, con nuevas actividades y responsabilidades en la medida en que su mundo se expandía, pero siempre en la feliz participación en un mundo que estaba totalmente presente en cualquier aspecto de su vivir. Más aún, los pueblos matrízticos europeos prepatriarcales tienen que haber vivido una vida de responsabilidad total en la conciencia de la pertenencia a un mundo natural. La responsabilidad tiene lugar cuando se es consciente de las consecuencias de las propias acciones y uno actúa aceptando esas consecuencias, cosa que inevitablemente pasa cuando uno se reconoce como parte intrínseca del mundo en que uno vive.

El pensamiento patriarcal es esencialmente lineal y tiene lugar en un trasfondo de apropiación y control, y fluye primariamente orientado hacia la obtención de algún resultado particular porque no atiende primariamente a las interacciones de la existencia. Por esto, el pensamiento patriarcal es sistemáticamente irresponsable. El pensamiento matríztico, por el contrario, tiene lugar en un trasfondo de conciencia de la interconectividad de toda la existencia, y por lo tanto, no puede sino vivirse continuamente en el entendimiento implícito de que todas las acciones humanas tienen siempre consecuencias en la totalidad de la existencia. En consecuencia, en la medida en que el niño se hacía adulto en la cultura matríztica europea prepatriarcal, él o ella tiene que haber vivido la continua expansión de la misma manera de vivir: armonía en el convivir, participación, e inclusión en un mundo y una vida que estaban permanentemente bajo su cuidado y responsabilidad. Nada indica que la cultura matríztica europea prepatriarcal se haya vivido con una contradicción interna como la que vivimos en nuestra cultura patriarcal europea actual. La diosa no era un poder o un gobernante sobre los distintos aspectos de la naturaleza que debía ser obedecida en la autonegación, como podemos inclinarnos a pensar desde la perspectiva de nuestra manera de vivir patriarcal centrada en la autoridad y la dominación. Ella era en el pueblo matríztico prepatriarcal europeo la corporización de una evocación mística del darse cuenta de la coherencia sistémica natural que existe entre todas la cosas, así como de su abundancia armónica, y los ritos realizados con relación a ella tienen que haberse vivido como recordatorios místicos de la continua participación y responsabilidad humana en la conservación de esa armonía.

El sexo y el cuerpo eran aspectos naturales de la vida, no fuentes de vergüenza u obscenidad, y la sexualidad tiene que haberse vivido en la interconectividad de la existencia no primariamente como una fuente de procreación, sino como una fuente de placer, sensualidad y ternura en la estética de la armonía de un vivir en el que la presencia de todo tenía su legitimidad a través de su participación en la totalidad. Las relaciones humanas no eran relaciones de control o dominación, sino relaciones de congruencia y cooperación, no en la realización de un gran plan cósmico, pero sí en un vivir interconectado en el cual la estética y la sensualidad eran su expresión normal. Para esa manera de vivir, un dolor ocasional, un sufrimiento circunstancial, una muerte inesperada, un desastre natural, eran rupturas de la armonía normal de la existencia y una llamada de atención frente a una distorsión sistémica que surgía a través de una ceguera humana que ponía a toda la existencia en peligro. El vivir de esa manera requiere una apertura emocional a la legitimidad de la ultidimensionalidad de la existencia que sólo la biología del amor proporciona. La vida matríztica europea prepatriarcal, estaba centrada, como el origen mismo de la humanidad, en el amor, y en ella la agresión y la competencia eran fenómenos ocasionales, no modos cotidianos del vivir.

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