Enrique Serna. Ensayo. “LOS GÉNEROS MALDITOS”

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Por cautivar al público masivo y abastecer de historias a la industria del entretenimiento, los géneros más populares de la narrativa nunca han tenido buena acogida en los círculos intelectuales, sea cual sea la calidad literaria de cada obra en particular. Quien incursiona en la novela negra, en la novela histórica, en el relato de terror o en la ciencia ficción,  puede conquistar a un mayor número de lectores potenciales que un autor inclasificable, pero se devalúa  automáticamente ante un sector de la crítica, el más  obstinado en establecer jerarquías, integrado por estetas de piel tan sensible que  ni siquiera  conceden el beneficio de la duda a los infractores de su canon estético: les basta con reprobar a ciegas cualquier concesión al lector común. Descubrí el carácter dogmático de ese prejuicio cuando publiqué la novela histórica El seductor de la patria, y una amiga francesa, doctora en letras hispánicas por la Sorbona, me acusó de haber cometido una grave claudicación al  abandonar mi búsqueda personal en aras del éxito fácil (tan fácil que sólo me costó cuatro años de trabajo). Le hice notar que descalificaba mi novela sin conocerla y, me respondió con infinito desdén que jamás perdería el tiempo en leer subliteratura.

En el 2005, Paco Ignacio Taibo II me invitó a una mesa redonda sobre novela histórica en la Semana Negra de Gijón, donde volví a escuchar el anatema fulminante de mi  amiga francesa.  De entrada, uno de los participantes en la mesa, el novelista Fernando Marías, declaró con ánimo provocador: “Para mí la novela histórica es un coñazo”.  José Manuel Fajardo, autor de la excelente novela histórica El converso, hizo una brillante defensa del género que me eximió de refutar a Marías. Sólo argumenté que si bien abundan las novelas históricas de pacotilla,  la misma proliferación de chatarra se puede encontrar en los prestigiados terrenos de la novela experimental o la poesía hermética. Si a ésas íbamos, cualquiera podía descalificar géneros en masa tomando como ejemplo  sus productos más deleznables.

Pero mi mayor sorpresa en la Semana Negra no fue encontrar enemigos de la novela histórica en las mesas dedicadas al tema, sino  descubrir que muchos de los autores policíacos españoles se avergonzaban de serlo, como si su género  fuera un estigma. A juzgar por  sus intervenciones en distintos foros, la novela negra  era para ellos un mero punto de partida para emprender aventuras literarias más intrépidas y sofisticadas.  Casi todos  pretendían haber alcanzado un estatus literario  más alto: el de los innovadores que  parten de la narrativa criminal para trascenderla con un fin superior. Su empeño por entrar de colados al templo marmóreo de las bellas letras contrastaba con  la dignidad y la sencillez  de los autores policíacos gringos, que no parecían haber perdido la autoestima por asumirse como tales. “Cuando el público lee el membrete ‘novela negra’ en la contraportada de un libro,  ya está predispuesto a un divertimento ligero, y yo no quiero que me lean a partir de ideas preconcebidas”, declaró  el participante español  más celoso de su prestigio. Era obvio que le molestaba perder categoría por cultivar un género plebeyo, y su estrategia defensiva  consistía en disfrazarse de literato fino, aunque escribiera novelas llenas de  crímenes, pesquisas y escenas violentas en los bajos fondos. Cansado de ver a tantos boxeadores de la pluma con zapatillas de ballet, al tercer o cuarto día del encuentro preferí refugiarme en las tabernas de Gijón.

El estigma que intentaban sacudirse algunos de los invitados a la Semana Negra no  es una leve quemadura: es una marca de hierro que puede  lastimar el amor propio de un escritor al extremo de llevarlo a torcer el curso natural de su vocación. Vilipendiado por sus amigos intelectuales de la universidad de Berkeley, que desdeñaban  la literatura de ciencia ficción, el genial Philip K. Dick se esforzó durante más de una década  por escribir novelas intimistas, un género más prestigioso y  respetado en el mundillo universitario.  Como los editores  rechazaban esas novelas impostadas y ambiciosas, el pobre Dick vivó durante años atormentado, creyéndose un escritorzuelo de segunda, cuando había logrado hacer maravillas en un género humilde que gracias a escritores como él, se ha remontado a las alturas de la mejor literatura fantástica. Ir  a contrapelo del propio talento, como Dick,  o negar la cruz de la parroquia, como los púgiles vergonzantes de la Semana Negra, no son las mejores maneras de enfrentar  la embestida culterana contra la literatura de género, un reflejo condicionado de la mentalidad esnob que  deberíamos combatir  en el terreno de la crítica, rastreando sus orígenes y analizando el papel que ha desempeñado en la  guerra sucia por el poder cultural.

El  pecado original de la literatura de género, según los jueces que la condenan a priori, es su apego interesado a una serie de reglas establecidas por la tradición y el mercado, que tienden a estancar la expresión literaria en fórmulas rígidas, y de paso,  a fomentar  la pereza mental de los lectores. En otras épocas, cuando la fidelidad a los clásicos era el valor estético más apreciado por la preceptiva literaria, esta voluntad de continuismo  se hubiera considerado una virtud. Pero  desde finales del siglo XIX, cuando los intelectuales de cenáculo se divorciaron del lector común para formar una minoría autosuficiente,  la novedad y la experimentación son los valores más apreciados por las élites culturales. Stéphane Mallarmé, el cabecilla histórico de esta ruptura, fue un  soberbio adalid de la superioridad intelectual que pugnaba por oscurecer la poesía para protegerla contra la curiosidad sacrílega de la masa, al extremo de querer  convertir el lenguaje en un “abolido bibelot de inanidad sonora”, es decir, en una  música verbal que imposibilitara cualquier interpretación del lector. Pero no siempre Mallarmé fue un enemigo  de la literatura transparente y accesible al vulgo. Su biógrafo Jean-Luc Steinmetz  cuenta que antes de sentar plaza como supremo aristócrata del espíritu,  soñaba con ser un dramaturgo exitoso, y trabajó durante años en L’ Hérodiade, un drama en verso que nunca llegó a concluir. Después de haber escuchado un fragmento de la obra, “El atardecer del fauno”, el comité de lectura de la Comedia Francesa lo rechazó por ser irrepresentable y desde entonces, Mallarmé, despechado, se refugió en un hermetismo cada vez más espeso. Años después, cuando un periodista le pidió un pronóstico sobre una pieza teatral recién estrenada, Mallarmé le respondió con soberbia: “Ignoro lo que es el público, desconozco la Comedia Francesa. Yo no vivo en París, sino en mi alcoba” (23).

Mallarmé no pudo lograr que el interés dramático de La Herodíada  estuviera a la altura de su lenguaje, y como suele ocurrir cuando un escritor fracasa en algún género popular, se convirtió en paladín del arte minoritario. Quizá ese repliegue haya sido fructífero para la poesía  de principios del siglo XX, pero  cien años después, cuando el hermetismo da claros signos de agotamiento, hay fuertes motivos para creer que el menosprecio del lector común ha fomentado en los poetas de cenáculo una deplorable  autocomplacencia. Buscar la comunicación con el público obliga a cualquier escritor a aceptar una serie de convenciones, y por lo tanto, a refrenar su libertad creadora, pero prescindir por completo de ese necesario interlocutor conduce al autismo. La literatura de vanguardia  aspira a establecer sus propios márgenes de coherencia, a inventar un nuevo código de señales para cada texto, mientras que la literatura de género reconoce una serie de reglas fijadas por la tradición, aunque no siempre las siga al pie de la letra. Cuando la literatura de género se ajusta a  esquemas demasiado  rígidos y suprime por completo el vuelo imaginativo, produce un divertimento mecanizado en el que todo es previsible, pero si la literatura de vanguardia, en su afán por no rendirle cuentas a nadie, se permite cualquier capricho, degenera en  el balbuceo infatuado o en la vacuidad grandilocuente. Las obras de mayor valía no florecen en los polos de esta esfera, sino en la zona ecuatorial donde el meridiano de la libertad se cruza con el paralelo del rigor.

Los innovadores a ultranza llevan más de un siglo emprendiendo una cruzada contra la noción de género, y sin embargo, buena parte de la mejor literatura mundial sigue teniendo una filiación genérica. Una de las razones de esta supervivencia es que en un mundo tan longevo, nadie puede ser un innovador absoluto, pues  a menudo, las obras  que rompen con el pasado inmediato, tienen precursores en el pasado remoto. Muchos siglos antes que Mallarmé, el poeta griego Licofrón (320-250 a.C.) había inventado la poesía hermética. Finnegans Wake, el experimento narrativo más audaz de James Joyce, es una tentativa ambiciosa y erudita por crear un idioma nuevo, compuesto de palabras híbridas con sufijos y prefijos tomados de distintas lenguas vivas y muertas. Joyce buscaba subvertir los cánones literarios vigentes en su época, pero esa aventura lo condujo a una recuperación voluntaria o involuntaria de un género antiguo: la literatura macarrónica del Renacimiento, un divertimento de los humanistas italianos del siglo XV, que escribían largos poemas paródicos en una lengua mestiza, mitad latín y mitad toscano, incurriendo deliberadamente en errores morfológicos y sintácticos para crear neologismos jocosos. No sé si James Joyce se haya inspirado o no en la macarronea del Renacimiento,  pero con este retroceso vanguardista logró la misma proeza de sus precursores: crear un  vasto acertijo para profesores de etimología.

El francés Georges Perec, un émulo de Joyce con la misma pasión por las empresas literarias difíciles,  acometió en La vida: modo de empleo, la titánica tarea de inventariar con la mayor minuciosidad todos los muebles, objetos, ilusiones, leyendas, vidas, sueños, dramas domésticos y aventuras galantes  contenidos en un edificio de París, desde el sótano hasta las mansardas.  Uno de sus recursos favoritos consiste en describir la decoración de un apartamento  y utilizar el tema de una pintura o  las fotos enmarcadas de una familia, como punto de partida para introducir relatos que parecen desprenderse de  esas imágenes.  Partir de una descripción pictórica para introducir una digresión narrativa contraviene, sin duda, los cánones de la novela realista. Pero Georges Perec no inventó ese recurso: siguió una tradición iniciada por Homero en la célebre descripción del escudo de Aquiles, un espejo del universo  cincelado por Hefestos, donde está representada la vida de dos ciudades, incluyendo escenas animadas de batallas y danzas campesinas. Siglos después, Garcilaso de la Vega imitó a Homero en el pasaje de la Egloga Tercera en el que cobran vida los relieves de una urna cristalina sumergida en el río Tormes.  Que Joyce y Perec  hayan abrevado en los clásicos no les quita un ápice de su mérito. Ambos eran escritores superdotados con una imaginación rebelde y tenían derecho a desempolvar tradiciones olvidadas para salirse de un cartabón que los constreñía. Pero los fanáticos de la novedad deberían tomar en cuenta que en sus obras más ambiciosas y audaces,  ellos también continuaron una tradición.

Comparadas con las obras de Joyce y Perec, la novela histórica o la novela negra son géneros modestos que no aspiran a marcar un hito en la historia de la literatura. Pero  una tradición no puede tener continuidad si cae en el estancamiento: necesita renovarse poco a poco, introduciendo pequeñas modificaciones en el pacto que ha establecido con sus lectores.  El reto para  quienes emprenden esa labor  es cortar las ramas secas del árbol centenario, inyectarle savia a las  sanas y protegerlo contra la plaga de la repetición. El ajedrez es un juego con dos mil años de antigüedad que siempre ha tenido las mismas reglas. Sin embargo, hasta la fecha sigue habiendo jugadores que  descubren una  defensa o un gambito desconocido y enriquecen la infinita posibilidad de combinaciones de una partida. Los géneros  populares de la narrativa entrañan la misma dificultad, porque en un tablero de ajedrez tantas veces utilizado hay que tensar la imaginación al máximo para mover las piezas de otra manera. Esa labor puede ser incluso más ardua que la experimentación, pues un escritor fiel a su género no puede cambiar  las reglas del juego a su antojo para evitarse complicaciones. Por eso la novela negra, la ciencia ficción, la narrativa de terror o la novela histórica atraen a muchos escritores que no han renunciado a una búsqueda individual, pero quieren probar sus armas en un terreno difícil. Y es muy probable que al hacer un balance crítico  de las novelas más destacadas del siglo XX, los futuros historiadores de la literatura concedan a las novelas biográficas de Robert Graves y  Margerite Yourcenar,  a las narraciones terroríficas de Stephen King,  a las iluminaciones proféticas de Philip K. Dick o las intrigas criminales de Raymond Chandler, la misma relevancia que a  las obras rupturistas de Joyce, Perec, Lezama Lima y otros grandes alquimistas de la palabra.

Como la mercadotecnia editorial tiende a convertir los géneros en fórmulas, la élite intelectual que pretende combatirla  ha contraído el hábito de hacer tabla rasa y mandar al basurero toda esta vertiente de la narrativa. Si un comentarista deportivo, cansado de ver malos partidos de futbol, conminara a los futbolistas  a practicar la natación o el levantamiento de pesas, todo el mundo se reiría de su arbitrariedad. Pero suponiendo que ese crítico tuviera un enorme poder, su voluntad soberana podría impedir que surgieran cracks como Lionel Messi. Lo mismo sucede cuando  un pedante dogmático  descalifica en bloque algún deporte literario. Los escritores apegados a un género tienen derecho a que la crítica los juzgue por lo que han hecho dentro de sus campos de acción, en vez de ser condenados a priori por no haberse propuesto descubrir el hilo negro.

**Los géneros malditos pertenece al libro de ensayos Genealogía de la soberbia intelectual, en el sitio enriqueserna.com.mx el lector podrá encontrar ese libro así como la obra completa del autor.

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