Por el espejo retrovisor del insomnio me veo quince años más joven, quince años más tenso, quince años más inseguro, tomando una copa con Mariana en el Barón Rojo. No sé por qué la traje aquí. Me siento fuera de lugar entre los oficinistas que celebran el fin de quincena con una euforia de enanos mentales. Mariana, en cambio, comparte su artificial regocijo. Pide boleros a gritos y acompaña con las palmas al cantante que los alterna con los éxitos del momento, brindando con su auditorio al final de cada canción.
Mientras ella se divierte yo hago sumas y restas. No puedo gastar un peso más en bebida, estoy malgastando el dinero que tenía reservado para el hotel. Mariana se me ha insinuado toda la noche, viene dispuesta a capitular. Debería fingir un dolor de cabeza y largarme de aquí enseguida, pero en vez de obedecer a mi primer impulso llamo al mesero y le pido una cuba. No soy alcohólico: soy cobarde. Temo resultar un chasco en la cama si Mariana me concede la suprema oportunidad. He fallado por impotencia nerviosa en mis dos primeros encuentros con prostitutas y mi orgullo lastimado no quiere más golpes. Tengo toda la vida para perder la virginidad. Mañana mismo, en mejores condiciones físicas y mentales, podré sacarme la espina sin el riesgo de hacer otro papelón.
Cuando el cantante nos da una tregua, Mariana me plantea un dilema crucial en su vida: lleva dos años ahorrando para cambiar de coche y ahora que ya tiene reunido el dinero no sabe si pagar el enganche o inscribirse a una escuela de paracaidismo.
—No seas malo, dime qué hago. Con el Datsun ya me da pena salir porque se cae de viejo. El otro día me dejó tirada en pleno Circuito Interior. Pero con tal de volar no me importaría andar en burro. Desde que leí Juan Salvador Gaviota me muero por saber qué se siente. Y como el instructor es mi cuate me va a prestar el equipo. ¿Tú en mi lugar qué harías?
—Ninguna de las dos cosas. Con esa lana me iría a vivir a un departamento. ¿No te gustaría tener libertad para hacer lo que se te antoje?
—Pues no sé. Libertad tengo de sobra en mi casa. ¿Y luego qué haría yo viviendo sola?
—No ibas a estar sola. Yo viviría contigo, pagando la mitad de los gastos.
Se queda pensativa, imaginando quizá nuestra vida en común. Con un beso impaciente le reitero que mi oferta va en serio. Ella no está convencida, pero sí halagada, y aprieta su rodilla contra la mía. Para variar tengo una erección inoportuna. ¿Por qué seré tan macho cuando estoy vestido? La ironía es doblemente cruel, pues en ese momento llega el mesero con el trago de mi valerosa cura en salud. El primer sorbo me quita de los labios el sabor de Mariana.
—¿Entonces qué? —le pregunto sin despegar los ojos del vaso.
—¿Te lanzas a poner el departamento?
—¿Cómo crees? No puedo tronar con mi familia nomás porque sí.
—La familia es una cárcel. ¿A poco te gusta que tus papás no te dejen viajar sola ni a Cuernavaca?
—No me dejan porque se preocupan por mí. ¿Qué tal si me pasa algo?
—¿Y qué tal si nunca te pasa nada?¿Qué tal si te portas bien toda la vida y acabas como ellos, viendo televisión veintiséis horas diarias?
—Mis papás no son así. Tú ni siquiera conoces a mi familia.
—No hablo de tu familia, hablo de la familia en general: de la tuya, de la mía y de cualquier otra. La familia como institución está condenada a muerte. Nació con la propiedad privada, para que los primeros explotadores de la historia pudieran heredar a sus hijos la tierra que le habían quitado a la tribu. ¿No conoces a Engels? —Mariana me ve con fastidio—. Pues deberías ir corriendo a leerlo. Cualquier libro suyo es mejor que tu Juan Salvador Gaviota.
Si por mí fuera seguiría adoctrinándola toda la noche, pero el cantante vuelve al micrófono y me corta la inspiración. Tal vez peco de ingenuo por querer politizar a Mariana. ¿Para qué carajos le explico el origen de la familia si ya piensa desde ahora en los nombres de sus hijos y está feliz con su abyecta moral de clasemediera? Pensando en mis impedimentos para quererla, y en el hecho preocupante de que sólo haya tratado a mujeres como ella, se me olvida que si tuviera huevos ya deberíamos estar en la cama.
Gasto en alcohol hasta mi último centavo y al terminar la variedad salimos del bar. Mariana me ha perdonado el rollo marxista (debo gustarle mucho para que lo olvidara tan pronto) y se aprieta contra mi cuerpo como si no existiera entre los dos una barrera ideológica. Preferiría llevarla directamente a su casa, pero sé que ella espera algo más. Caminamos abrazados por la callejuela de Chimalistac donde estacioné mi carro. Es un Volkswagen abollado, mugroso y tuerto de un fanal. Su aspecto miserable no me avergüenza: me avergüenza que sea regalo de papi. Quizá lo he chocado inconscientemente para esconder bajo su ruina mi culpa social.
Como era de temerse, Mariana me acorrala en el asiento cuando subimos al coche. Sus besos en el oído son una promesa de obscenidades mayores. Nos trenzamos en un faje vulgar y precipitado. Para mostrarme audaz (por ningún motivo debe notar que le tengo miedo) empiezo a desabotonar lentamente su blusa, pero ella tiene un arranque de pudor y me retira la mano.
—Aquí no, espérate —se compone el pelo—. Estamos a media cuadra de Insurgentes. ¿Por qué mejor no vamos a otro lado?
—Deberíamos ir a un hotel, pero ya me troné todo el billete. ¿No me podrías prestar algo?
Mientras ella inspecciona su bolso trago saliva como un jugador de póker que teme ser descubierto en el blof.
—Sólo traigo veinte pesos. ¿Tú crees que alcance?
—Ni para un hotelucho en Garibaldi —finjo contrariedad—.Esto nunca nos hubiera pasado en Cuba. Allá los hoteles de paso son gratis.
- ¿Y ahora qué hacemos? —ella no se da por vencida.
—Si quieres te puedo raptar.
- ¿Raptar a dónde?
—Al bosque donde Caperucita se comió al lobo.
Arranco sin esperar la aprobación de Mariana y sintonizo La Pantera de la Juventud, empalagado con la melcocha romántica del Barón Rojo. Make me feel I’m real, make me feel I’m real, youuuu make me feel I’m reeeeal… El sonsonete juguetón me pone de buen humor. Aunque ya comienzo a odiar la rola después de oírla un millón de veces, tamborileo con los dedos en el volante porque lo repetitivo ejerce un poder hipnótico sobre mí. En Avenida Revolución me paso el semáforo a valor mexicano. Por poquito nos estampamos contra un autobús, pero ¿qué importa, si soy joven y la muerte se me resbala? Dejo atrás las eses del Pedregal y tomo el camino al Ajusco bailando en mi asiento. Mariana fuma en silencio. Parece dudar de mi buena fe.
—¿A dónde vamos?
—Al mejor hotel de México, ya verás.
Mi coche no puede salir a carretera. El único faro encendido ilumina las nubes y las copas de los árboles, pero deja el camino a oscuras. Mariana me lo hace notar, inquieta. Para no alarmarla tomo la primera desviación que me sale al paso, donde termina el cinturón de miseria y comienza el bosque. Nos internamos por un estrecho camino de grava hasta encontrar una loma con vista al firmamento urbano. Huele a juncias, el canto de los grillos endulza el aire, no se ve un alma en cien metros a la redonda.
—¿Verdad que es mejor que un hotel?
Momentos después, el coche ya tiene las ventanas cubiertas de vaho, como una olla de presión a punto de reventar. Para mayor comodidad nos hemos pasado al asiento trasero. Mariana atesora mis dedos en su entrepierna. Milagrosamente no estoy nervioso ni me anticipo al deseo con el pensamiento. Era la vigilancia neurótica de mi cuerpo lo que me reducía a la impotencia. Ahora no me puedo observar desde afuera porque mi voluntad ha cedido su trono a la voluntad creadora del mundo. Mariana gime transfigurada como una médium y creo que ha llegado la hora de mi deshielo, que voy a pasar a mejor vida. Toco su pubis con la punta de la verga, buscando por dónde entrar. Ella me ofrece una mano auxiliadora, servicial, angélica, una mano de lazarillo para el ciego que tiene sed. Parece que ya encontré la puerta, parece que voy a despedirme para siempre de mi estúpida adolescencia. Parece también —¿o estoy soñando? —que alguien da golpes en la ventana y me apunta con una linterna.
—¡Sálganse de ahí, que esto es propiedad federal!
Afuera hay cuatro miembros del H. Cuerpo de Granaderos. ¿De dónde carajos habrán salido? Me demoro en bajar del coche para darle tiempo de vestirse a Mariana. Al salir todavía no se me baja la protuberancia del pantalón y trato de ocultarla cruzando las piernas. Un indio que lleva un jorongo sobre el uniforme azul y parece el jefe de los demás me ordena separar los pies y apoyar las manos en el techo del automóvil. Tiene el rostro picado de viruelas, cabellos de puercoespín, labios hundidos, mirada amarga. Olfateo su aliento cervecero cuando me pasa a la báscula: sin duda quiere lana para seguirla.
—Su licencia y su tarjeta de circulación.
Abro la guantera encañonado por los granaderos, que me dan trato de criminal peligroso. Debería protestar por su innecesaria ostentación de fuerza, pero la experiencia me ha enseñado que en estos casos funciona mejor una explicación comedida:
—No estábamos cometiendo ningún delito, señor oficial. Ella es mi novia y nos paramos un rato a ver las luces de la ciudad.
El señor oficial no se digna responderme, ocupado en revisar los papeles con su linterna. Después de un minucioso examen se los mete al jorongo y comprendo que ya me chingué.
—Me van a tener que acompañar a la delegación usted y la señorita.
—Ah caray, ¿pues qué hicimos? Le digo que nomás vinimos al mirador.
—No se quiera pasar de vivo, joven. Clarito vi que estaban cohabitando en el coche.
—¡Cohabitando no! —Mariana baja del coche indignada—. Sólo nos dimos un beso. ¿Cómo íbamos a cohabitar con la ropa puesta?
El desmentido es tan vehemente que el interpelado se lo toma como una ofensa personal. Desde su posición de poder no puede permitir que nadie lo contradiga.
—Aquí la señorita dice que le estoy levantando falsos —advierte a sus compañeros—, pero ustedes son testigos de que ella y el joven cometieron faltas a la moral. Ahorita en la delegación vamos a ver quién está diciendo mentiras.
A una seña suya dos granaderos me toman por las axilas, empujándome hacia un jeep estacionado en la carretera (de ahí se vinieron a pie —deduzco— para caernos encima sin hacer ruido). Con el rabillo del ojo veo sollozar a Mariana. El del jorongo la lleva del brazo con evidente satisfacción. Es la ninfa inalcanzable de sus masturbaciones mentales, y ahora que la tiene a tiro se pone severo para humillarla. Ruego a mis custodios me lleven con él y le pido clemencia en voz baja, para que Mariana quede al margen de la discusión:
—Mire, comandante, aquí entre nos le voy a decir la verdad. Usted tiene razón, sí estábamos cohabitando, pero la señorita no puede reconocerlo delante de ustedes. Mejor vamos a ponemos de acuerdo y ahí muere ¿no?
Le ofrezco mi reloj digital, otro molesto regalo de papi, asegurándole que vale 600 pesos. Una mordida espléndida, pero no lo suficiente para indemnizarlo por la reclamación de Mariana, que al parecer le caló muy hondo.
—La cohabitación en áreas públicas se castiga con 5 mil pesos de multa o 36 horas de arresto. Mejor búsquese bien en las bolsas, güero. Allá en la delegación a lo mejor le faltan al respeto a la señorita y luego qué cuentas le va a dar a sus familiares.
Inútilmente le propongo ir por dinero a mi casa. No puede salirse de su zona —arguye— y luego quién le asegura que yo salga de mi casa con el dinero. Me hago el desconsolado, el contrito, el inerme ante su poder, buscando ablandar al cacique autoritario que lleva dentro. Al cabo de media hora acepta el reloj. En realidad no quería más dinero: quería unos minutos de predominio. Me devuelve los papeles con desagrado, como si yo no mereciera tanta piedad, y llama a Mariana para despedirse con una exhortación cívica:
—Les voy a dar chance por esta vez, pero ya no se anden metiendo en broncas. Para cohabitar están los hoteles. Ahí es más cómodo y más seguro, ¿No cree, señorita?
Gracias a Dios, Mariana ya escarmentó y se abstiene de alegar inocencia. En el viaje de vuelta no cruzamos palabra, ella resentida por el trato de puta que le dio el policía, yo disgustado por su estúpida intervención. Cuando nos despedimos temo que no volveré a verla. Y si alguna vez piensa en mí lo hará con rencor, como si le hubiera pegado una enfermedad venérea.
Me voy a la cama con el corazón encogido. Amanece para todos menos para mí, que veo salir al sol en el banquillo de los acusados. Sin lugar a dudas yo tuve la culpa del apañón —reconozco—, por haber elegido un sucedáneo automotriz de la alcoba. ¡Cohabitar yo! Qué más quisiera. Por temor al ridículo caí en la celada que se ponen a sí mismos todos los cobardes. ¡Qué amor propio tan delicado! ¡Qué hipersensible falta de hombría! Recuerdo con rabia la entrega incondicional de Mariana y en un juramento de almohada me comprometo a ser un kamikaze del sexo, a fallar si es preciso en diez turnos al bat, aunque mi fama de impotente se propague por todo el globo terráqueo. Basta ya de cautelas y titubeos: no puedo llegar virgen a los 20 años.
Al día siguiente despierto crudo y con un dolor de cabeza que atribuyo al ron matarratas del Barón Rojo. Vencido por La Madre de Gorki, que no se deja leer entre bostezos y cabeceos, me resigno a ver la tele con mis hermanos. Rubén y Genaro no beben tanto como yo, ni leen tanto como yo, ni sueñan como yo con hacer una vida independiente de la familia. Toda la tarde han jugado luchitas de litera a litera—zapes, cojinazos, piquetes en las costillas— y ahora duermen arrullados por la dulce retórica de Ángel Femández:
—Avanza Pierna Fuerte por la entreala derecha, servicio lateral adonde aparece como tromba huracanada Fernando Bustos, ahí lo tienen en una postal para sus admiradoras. Bustos gana la espalda a Mejía Barón, se quita al capitán Sanabria en una gambeta de sexto año, manda el centro en diagonal y ¡goooool, gooool de Horacio López Salgado! Disfrútelo una vez más con la gloria de la repetición. Fernando hizo toda la faena: el desborde, la serenidad en el área, el toque diagonal y Horacio no perdonó. ¡Gol de la Máquina Azul!
Ni el gol más estruendoso del siglo perturbaría el sueño plomizo de mis hermanos. Parece que los amamantaron con éter y cloroformo. Su poltronería es otra de las cosas que no compartimos. Yo nunca duermo la siesta. Es una señal de aburrimiento, y si de algo me precio desde que soy un lector compulsivo es de no aburrirme jamás. Oyéndolos roncar a media tarde mi vitalidad se exaspera. A su edad ya deberían tener otras inquietudes. Aplastados en la cama ven correr los días y los años como enfermos incurables que ya no esperan mucho de la existencia. Si hubiera un asilo para jóvenes, los mandaría encerrar con todo y televisor.
Huyo a mi cuarto, el de la azotea, adonde tuve que mudarme para tener un reducto de soledad. Era una cuestión de supervivencia: durmiendo con mis hermanos me sentía en un reformatorio. Genaro se masturbaba noche tras noche —me deprimía escuchar sus jadeos en la oscuridad— y tenía feroces pleitos con Rubén, que se empeñaba en ver la tele hasta el último noticiero, aunque yo necesitara madrugar al día siguiente. Mi celda monacal es tan miserable que a veces me hace llorar de autocompasión. Huele a humedad añeja, el espejo del armario está roto, las cortinas deshilachadas, no tengo siquiera un radio y el único adorno de la pared es un póster de Lenin. Pero la miseria me infunde orgullo —el orgullo de los marginados por voluntad propia—, y en vez de limpiar las telarañas del techo, las dejo crecer en un gesto de soberbia pueril. Echado en la cama pienso en mi primera y única novia, que me dejó por un profesor treintañero. Antes la recordaba con un dolor voluptuoso, el mismo que me producían las canciones de Roberto Carlos, pero ese placer masoquista ya me aburre y ahora cifro en los amores de mañana —efímeros o pasionales, me da igual— mi esperanza de vivir algo más intenso que una tragedia de nevería.
Soñando con ese futuro colmado de proezas sexuales caigo en un sopor mitad melancólico, mitad cachondo, del que me saca el timbre. Debe ser la primera visita del sábado. Soy distinto a mis hermanos en casi todo, menos en la alegría irracional que me produce la llegada de cualquier amigo de la familia, sea o no de mis preferidos. Bajo precipitadamente por la escalera de servicio, pero Genaro corre más aprisa por la principal y se me adelanta a abrir (detrás de él viene Rubén y enseguida mi madre, a paso lento, para disimular su avidez de saber quién llegó). Es Pablo Fonseca. Una visita poco estimada, indigna del alboroto que ha suscitado, pero necesaria por su efecto psicológico sobre la familia: ya tenemos un eje de rotación.
Sorprendido por el jubiloso recibimiento, Pablo besa a mi madre y saluda a mis hermanos, que todavía no se limpian las lagañas de su larga siesta. Yo lo acompaño a la cocina, donde hace la parada obligatoria para servirse un trago.
—Hasta que por fin te encuentro —me da una fuerte palmada en el hombro—. Siempre que vengo me dicen lo mismo: que te fuiste con tus amigos los putos. ¿Ya les diste las nalgas?
—Ni que fuera un degenerado. A mí sólo me gusta mamar. Es más rico y no duele.
Pablo se desternilla de risa. Mi chiste lo divierte por mecánico y previsible. Cada vez que —entre burlas y veras— me tacha de maricón, le reviro con la misma broma confesional. Se quedó estancado en el humor de las caricaturas. Una situación empieza a gustarle cuando se repite por quinta vez, como los fracasos del coyote perseguidor del Correcaminos. Éramos amigos en la Prepa, cuando en mi búsqueda frenética de aceptación social me rodeaba de idiotas para sentirme parte de un grupo. Le soplaba en los exámenes, íbamos juntos al billar y al boliche, se hizo amigo de mis hermanos de tanto venir a mi casa, pero evito su compañía —y eso es lo que no me perdona— desde que entré a trabajar en la agencia de publicidad donde conocí a “mis amigos los putos”. Con ellos no se repite nada, salvo los apelativos en femenino. Son poetas, escritores y periodistas mayores que yo, que asumen su diferencia con alegre desfachatez. Trabajan o fingen trabajar en medio de una agitación cercana al franco desmadre, inventando sarcasmos de alto vuelo creativo que vienen y van a pasmosa velocidad, mientras la redacción de un slogan puede tardar semanas. Al principio les temía, pero cuando los fui conociendo mejor me aficioné a su ingenio de triple filo y empecé a rehuir a gente como Pablo, cuya pereza mental se me reveló por contraste. Ahora los busco fuera de la oficina, como con ellos en restaurantes o los oigo discutir de literatura en borracheras de largo aliento, complicando la ya de por sí difícil relación con mi madre, que me condena en silencio. Para ella mi trato con jotos culmina el proceso de corrupción que se inició con mis veleidades marxistas. Primero los libros me envenenaron la mente, ahora sucumbo a las perversiones del cuerpo. Su discreto pero terminante repudio me ha convertido en la oveja rosa de la familia.
Detrás de Pablo llegan dos amigos de mi hermano Rubén: el Pollo Beltrán y Jaime Cisneros. Llevan zapatos de plataforma, camisas hindúes y corte de pelo a la John Travolta. Los desprecio por atildados. No han terminado la Prepa y ya desayunan café con molletes en Vips, frivolidad que denota su prematuro aburguesamiento. Mi madre los manda a la cocina por una cuba y afronta la engorrosa obligación de charlar con Pablo:
—Esa chica, Laura, la delgadita que trajiste el otro día, me cayó muy bien. Se ve buena gente y de cara es monísima.
—Ya terminé con ella, señora. La vi en traje de baño y resultó una maga: nada por aquí, nada por allá —Pablo dibuja en el aire una silueta plana.
—Qué lástima. Primera chamaca decente que traes y no te dura un minuto.
- ¿Y las demás?¿A poco no eran decentes?
—Pues te diré: Matilde, la de los pelos de leona, me pareció la típica lujuriosa que a la primera oportunidad se acuesta con el novio de su mejor amiga, y la tal Rosaura, con ese vestido entallado que yo no sé cómo respiraba, le enseñaba el culo a medio México. A ésa la sacaste de un burdel.
—No, señora. La saqué de un colegio de monjas.
—Con razón, ésas cogen desde chiquitas.
—Bueno, mamá, ¿y a ti qué te importa si cogen o no? —intervengo desde el tocadiscos, donde acabo de poner el último de Serrat—. Te haces la liberal pero en el fondo eres más puritana que la reina Victoria.
—Te equivocas, intelectualito de mierda. Yo soy partidaria del amor libre. Por mí que toda la gente coja hasta reventar. Pero si una mujer quiere ser puta, que se pare en una esquina y ejerza el oficio como Dios manda. Contra las putas oficiales no tengo nada, lo malo es que ya no hay. Ahora ninguna cobra: todas navegan con bandera de señoritas decentes.
—Pero no todo es blanco o negro. También hay mujeres liberadas que se acuestan por amor.
—Por amor, leches. Una jovencita de tu edad, tal vez, pero una secretaria lagartona que le chupa el pito al jefe barrigón y calvo no puede estar enamorada ni aquí ni en China. Esa quiere quitárselo a la esposa para no dar golpe.
- ¿Y tú cómo lo sabes? No todas van tras el dinero del jefe.
—Al principio no, en eso tienes razón. Se hacen las enamoradas para engatusarlos mejor. Así era la Fulana de tu padre y mira dónde está ahora: viviendo como una marquesa en la casa del Pedregal. No cabe duda que las putas tienen suerte.
Interrumpe nuestra discusión —una discusión que se repite cada sábado, como un ritornelo para dos voces—, la llegada de Chelo Ruiz, madrina de mi hermano Genaro, que también es divorciada, cuarentona y dogmática en su aversión a las destructoras de hogares. Chelo pertenece al club Jodidas Pero Contentas, formado por mujeres de un solo hombre que perdieron la fe en el género humano cuando sus maridos las traicionaron con el segundo frente. Mi madre fundó el club en un arranque de humor campechano y al bautizarlo definió el perfil de sus integrantes. Las JPC aportan a la reunión del sábado un toque de sabiduría y experiencia. Tejen, chismorrean, dan consejos sentimentales que nadie les pide. Jóvenes de corazón, pero envejecidas por el autoflagelo de no permitirse ninguna coquetería, departen con la juventud en un ambiente de sana alegría. Aunque algunas todavía están guapas y aunque se bebe mucho en la reunión del sábado, nunca se ha dado el caso de que una JPC trate de seducir a un joven o viceversa. Sería una falta de respeto a mi madre, que sólo tolera suciedades en el lenguaje.
Chelo todavía no acaba de saludar cuando el timbre anuncia más visitas. Gaby Reyes y la Pina Orozco sí tuvieron la decencia de cooperar con una botella. En cambio mi primo Luis vino a beber de gorra y encima se trajo a dos compañeros de oficina. La casa va llenándose de gente, de risas, de aromas entremezclados, y a las 9 de la noche ya tenemos una concurrencia de 25 personas, sin contar a los menores de edad que juegan ping pong en el garage o ven la televisión arriba. Mi madre se muestra diligente y seductora en su papel de anfitriona. Organiza ruedas de baile, dirige varias conversaciones al mismo tiempo sin perder el hilo de ninguna y recibe con la misma efusividad a los conocidos y a los extraños, ecuménica en el empeño de que la gente se sienta a gusto. Ni yo me puedo sustraer a la corriente de simpatía que transmite. Me contagia su vitalidad y su impetuoso amor por los demás, pero la satisfacción que le proporciona el trato social para mí es incompleta, pues yo no he renunciado al sexo, aunque el sexo parece renunciar a mí.
Necesito largarme a otra parte donde tenga por lo menos la esperanza de hacer un ligue. Al pasar por el garage veo a mi ex amigo Pablo jugando ping pong con el hijo de una JPC y le pregunto qué planes tiene para esta noche.
—Hay fiesta en casa de Vilma Larios —me responde, concentrado en el juego—. No es de putos, pero chance te puedas ligar a un mesero.
—Vilma es una fresota sojuzgada por sus papás. Una vez la invité al cine y me asestó al hermano de chaperón.
—Eso fue antes de su viaje a Londres —Pablo interrumpe el juego—. La mandaron a estudiar un año ¿no sabías? Ahora debe ser una fichita. Seguro que allá le dieron mota y la desquintaron.
No creo en su transformación, pero le concedo el beneficio de la duda a falta de mejores planes para esta noche. Nos vamos a la fiesta en mi carro, con dos cubas camineras. El perfume de Mariana se quedó impregnado en las vestiduras, como un recordatorio de mi cobardía. Abro la ventana y respiro mejores aires: debo hacer algo que me haga olvidar el apañón del Ajusco. Después del error viene el hit y ¿quién sabe? a lo mejor esta noche me atrevo a todo. Desde Coyoacán hasta Tlalpan oímos a Juan Gabriel por capricho de Pablo, que imita su voz amanerada y me da manazos cuando intento cambiar de estación. De pronto recuerda que mi virilidad también está en entredicho y encuentra un mejor objeto de escarnio.
—¿Qué se siente besar a un hombre? ¿No te raspa con el bigote?
—No sé, yo he besado a puros lampiños.
—Lo dirás de broma, pero a mí se me hace que eres macho calado.
—Pues claro que sí, pendejo. En esta vida hay que probar de todo.
—Te hablo en serio —Pablo pasa al tono inquisitorial—. ¿Nunca te ha echado los perros algún puto de tu oficina?
—Todavía no, pero ojalá se animen pronto. Se me hacen agua las nalgas.
Me sostengo en la broma para eludir su agresión, pero esta vez me siento vulnerado porque Pablo acertó sin querer. Hay un compañero de oficina que me tira los perros ¡y en qué forma! Se llama Fabián, tiene treinta años y es crítico de danza en un suplemento cultural muy leído. Sufro su acoso desde que llegué a pedir trabajo en la agencia. Me invita a comer, se ríe de mis peores chistes, suspira cuando paso por su oficina, deja recaditos amorosos en mi escritorio y por si fuera poco me dedica sus artículos del periódico. Hasta ahora lo he mantenido a raya burlándome de su asedio, pues temo que si algún día llego a explotar se tomaría mis golpes como una declaración de amor. Es mañoso y retorcido en sus tácticas de conquista. Los lunes viene al cubículo que comparto con el jefe de redacción —otro miembro del clan gay— a contarle sus aventuras del fin de semana en cines arrabaleros y baños públicos. Describe orgías tumultuarias en un lenguaje procaz, levantando la voz para que yo también oiga y me excite. Nunca he dado señales de prestarle atención, pero él supone que poco a poco va ganando terreno. El otro día, para quitármelo de encima, le prometí que si alguna vez doy mi brazo a torcer, él será mi primer amante. Nunca lo hubiera dicho. Me hizo jurar por la virgencita de Guadalupe que la promesa iba en serio y luego salió a gritar por todo el corredor que ya éramos novios. Al oír las risas de las secretarias tuve un escalofrío —como si una cuerda de piano se rompiera dentro de mí— que he vuelto a experimentar al mentirle a Pablo.
Cuando llegamos a la fiesta me duele constatar al primer vistazo que Vilma regresó intacta de Londres. Un grupo de madres policías vigila desde el comedor a la juventud, detectando a posibles violadores entre los galanes de suéter a cuadros y alma lampiña que temen a las mujeres y hacen corrillos para ocultarlo, en espera de que un ángel baje del cielo a quitarles la timidez. Ameritan ser vigilados porque alguno puede poner yombina en el vaso de la primera muchacha que se descuide, según el aprensivo criterio de las guardianas. A tono con los invitados, la profusión de globos y serpentinas crea un ambiente de fiesta infantil para adultos. Todavía no acabo de entrar y ya quiero salir corriendo, pero Vilma viene a mi encuentro y me corta la retirada.
—Qué bueno que te animaste a venir. No te veía desde nuestro baile de graduación. Llegas como caído del cielo, hay veinte mujeres solas —y me lleva al jardín protegido por una lona donde está la pista de baile.
Sentadas a la orilla del jardín o bailando en una especie de cuadro gimnástico (están de moda los grupos de baile sincronizado), las muchachas dan una falsa impresión de autosuficiencia. En una rápida selección descarto a las que me repugnan por su fealdad o me cohíben por su belleza. Lo mío es el término medio. Escojo a una morena de piernas apetitosas y linda nariz respingada que sería un portento de mujer si bajara dos tallas de la cintura. Ese defecto la pone a mi alcance, pero antes de sacarla a bailar necesito darme valor con un trago. En la cantina, el hermano de Vilma que nos vigiló en el cine me narra como un videotape humano el gol del Cruz Azul que vi hasta el empacho en la transmisión del partido. Es un descanso escuchar lo que me sé de memoria. Entre la cuba y el narcótico de su charla mi complejo de inferioridad se evapora. Hasta me permito imitar desde lejos a las bailarinas del grupo sincronizado, como un padrotillo de discoteca. Enciendo un cigarro con la brasa del anterior, me peino la melena con los dedos y voy hacia mi oscuro objeto del deseo, que se aburre sentada en el pasto.
- ¿Quieres bailar?
—No me sé los pasos.
—Yo tampoco, pero si quieres bailamos por nuestro lado.
—Ahorita no, gracias.
—¿Tienes una pierna enyesada o estás esperando a tu novio?
—Ninguna de las dos cosas.
—Entonces de plano te caigo mal.
—No me caes mal ni bien —bosteza—. Lo que pasa es que ayer me desvelé y estoy muerta de sueño.
De vuelta en el rincón de los hombres solos hago conjeturas dictadas por mi despecho. ¿Por qué me rechazó, carajo? Descarto la excusa del sueño, sería el colmo que a su edad no aguantara una desvelada. Lo que pasa es que me vio cara de pobre. Pinche trepadora de mierda: está loca si cree que con esas lonjas va a pescar un ejecutivo de Mustang. En el clímax del resentimiento descubro que tengo la bragueta abierta y recupero mi buena fe. No es que la gordita sea interesada: la saqué a bailar con el pito al aire y lógicamente me tomó por un borrachín. Me lo merezco por escoger a la menos peor, en vez de aspirar a un ligue de altura.
La bomba sexy de la fiesta es una chaparrita de rostro infantil y cuerpo más que maduro, vestida de camiseta y jeans. La veo pasear una bandeja con bocadillos hechizado por su grupa de percherón, que hace un contraste perturbador con los inocentes hoyuelos de sus mejillas. Le había echado el ojo al entrar, pero se me hizo too much for me. Ahora se aproxima con la bandeja y las piernas me tiemblan. Obligado a estrenar mi carácter de triunfador, le pido que me deje los bocadillos para repartirlos entre los hombres.
—No creas que me los voy a comer todos ¿eh?, Nomás la mitad.
Su amable sonrisa me da pie para hacerle las preguntas habituales en estos casos (¿cómo te llamas? ¿qué estudias?), que en mi boca suenan doblemente insulsas, por falta de soltura en el discreteo social. Se llama Erika, acabó la Prepa este año y no sabe si estudiará Oceanografía o Decoración de Interiores.
—Lo bueno es que son carreras afines —bromeo—. Estudia las dos y luego ponte a decorar peceras.
Erika se ríe sin ganas, incómoda por mi tono de burla. Tengo la sangre pesada, no sé hacerme el simpático sin parecer insolente. Una tanda de música suave llega en mi auxilio. Gracias a Dios Erika no tiene sueño y acepta bailar conmigo aunque no haya nadie en la pista. El tren de medianoche a Georgia me imbuye audacia. Rodeo con los brazos su diminuta cintura y trato de estrecharla con delicadeza, como si me arrastrara la cadencia del baile. Ella cede un milímetro, luego se avergüenza de su liviandad y me pone la clásica palanca en el pecho. ¿Voy demasiado aprisa o está nerviosa porque su mamá nos ve desde el comedor? Por si las dudas cambio de táctica: la tomo por el talle y como no queriendo la cosa deslizo mi mano derecha hacia el cuenco de su axila. Erika no reacciona hasta que intento rozarle un seno. Entonces me quita la palanca y aparta de un codazo la mano que fue demasiado lejos, en un perentorio llamado al orden.
Termina El tren de medianoche a Georgia y empieza Reasons de Earth, Wind and Fire. Quizá me ha faltado tacto. No se puede tratar como puta a una hija de familia, aunque en el fondo lo esté deseando. Para ennoblecer el faje ante su conciencia le administro una dosis ablandadora de suspiros en el oído y apretones de mano. Enternecido por mi propia comedia siento que de veras la quiero. Erika baja sus hipócritas defensas y apoya la cabeza en mi hombro. Bailamos “de cachetito” dos baladas nacionales que apenas oigo, concentrado en el roce de nuestros muslos y en el olor a durazno de su cabello. La fiesta se oscurece a mi alrededor, eclipsada por la dicha de nuestro lento vaivén. Voy a besarla en el cuello cuando termina el intermezzo romántico y las canciones movidas nos obligan a despegamos.
Maldigo al encargado de las cintas, que sin duda nos cambió el fondo musical adrede, por instrucciones de Vilma o de sus papás. Vuelve a la pista el ballet femenil, con su alegría mecánica y repulsiva. Para no quedar como el típico gandaya que sólo buscaba un faje, bailo con desgano tres envejecidos éxitos del mes pasado: Sex Machine, Push in the bush y Try me.
Escuchando la infinita sucesión de jadeos y onomatopeyas evocadoras del coito pienso que la música disco se inventó para torturar a la juventud reprimida. Los negros de Nueva York hacen el amor con el micrófono pegado a los genitales y sus admiradores del Tercer Mundo, menores de edad por fatalidad social, nos conformamos con escuchar la orgía detrás de una puerta.
Try me, try me, try me, just one time,
try me, try me, try me, just one time,
I know I know.., you can make it.
Allá en la gloria Donna Summer va por el tercer orgasmo. Aquí nos portamos bien. La mamá de Vilma nos llama a la sala porque ya es hora de que su hija apague las velas y el estómago se me revuelve cuando los invitados cantan el Happy Birthday a coro. Mientras Erika se come el pastel (yo no lo pruebo) trato de arreglar una cita para otro día:
—¿Qué vas a hacer la semana próxima?
—No sé. A lo mejor me voy de vacaciones.
—Qué envidia. ¿Se puede saber a dónde?
—Mis papás quieren ir a Acapulco pero yo les digo que mejor a Orlando. En Acapulco la playa se llena de nacos y luego no te puedes meter al mar.
—Y si la playa estuviera llena de gringos, ¿entonces sí nadarías?
—Quién sabe. ¿Por qué me sales con eso?
—Para saber si odias las aglomeraciones o eres racista.
—¿Racista yo? Estás loco. Para mí lo naco no tiene nada que ver con el color de la piel. Es un problema de educación.
—Ah, vaya. Entonces tú discriminas a la gente maleducada.
—No la discrimino, la evito, que es diferente.
—Pero la evitas porque te crees superior.
—Sólo en la educación, ya te dije—se remueve en la silla, furiosa.
—¿Y según tú en qué consiste la educación?
—Pues en todo: en la manera de hablar, en la manera de comer, en la ropa.
—¿Y eso qué? Los nacos tienen su propia cultura.
—Uy sí, una cultura divina. Por querer imitar a los gringos parecen chamulas de Houston.
—Los desprecias porque son diferentes a ti. Eso es típico de la gente ignorante.
—Mira, ya párale. Tengo más educación que tú y la prueba es que no me gusta discutir con borrachos —quiere levantarse pero la sujeto del brazo.
—No te salgas por la tangente. Mejor dime qué libros lees, a ver si es cierto que eres tan educada. ¿Has leído a Kafka?¿Has leído a Borges? ¿Has leído a Engels? —Erika ve hacia otra parte con un gesto altanero—. Pues entonces la naca eres tú. ¡Naca, racista y pendeja!
Salgo disparado a la cantina sin concederle derecho de réplica. Desde ahí, mientras me sirvo una cuba, la veo cuchichear con una amiga que me lanza miradas de odio. Se meten juntas al baño, sin duda para desollarme vivo. Pasen a ver al ogro, damas y caballeros, pasen a ver al temible agitador de conciencias que mata pulgas a cañonazos. Muerde a las niñas bien y se vomita en sus prejuicios burgueses, pero es un ogro virgen, estudioso y decente que jamás romperá del todo con su inmunda clase.
Bebo a grandes sorbos, harto de mi falsa rebeldía, ¿Qué hago aquí si todo me repugna? Dentro de poco las muchachas empezarán a largarse porque sus papás les dieron permiso hasta las doce, ni un minuto más, y si bien me va seguiré la parranda con los borrachos que se queden hasta el final. Iremos a un tugurio del centro molestando peatones por el camino, las ficheras nos insultarán porque nadie querrá llevárselas a la cama, uno vomitará sobre la mesa, otro bailará solo haciendo strip tease. Ante un panorama tan alentador prefiero escabullirme hacia la calle con mi vaso en la mano. Que Pablo se divierta con sus hermanos del alma: yo piro.
Afuera, montado ya en el coche y con las ventanas cerradas para guarecerme del frío, recuerdo el epilogo llorón de Porky, la serie de dibujos animados que más me gustaba de niño: “Lástima que terminó el festival de hoy…”. Era la señal de que debía irme a dormir, con o sin sueño, por mandato inapelable de mis papás. La tonadilla vuelve a entristecerme ahora, cuando arranco sin saber qué rumbo tomar. Otra noche en blanco. Ya no tengo adónde ir, salvo a la tertulia hogareña y casta donde me sentiré acompañado en la frustración. Porky me ordena que mañana despierte de mal humor, joven por fuera y viejo por dentro, con la sábana alzada por una socarrona erección matinal. Y así por toda la eternidad, hasta que los arqueólogos del futuro descubran mi falo petrificado en el cuarto de la azotea.
Pues al diablo con Porky. Sin saber adónde voy, pero seguro de que no volveré a casa, me lanzo vuelto la madre por División del Norte, pisando el acelerador en los cruceros más peligrosos. Tal vez quiera estamparme contra un poste o dormir en una delegación, ¿quién puede saberlo? Yo sólo busco un punto de fuga sin conocer mi destino. Doblo en Insurgentes a la izquierda por el simple gusto de darme una vuelta prohibida. Pobre tira jodido, eres de a pie y no me puedes parar. En Xola me paso el semáforo gritando como valentón de cantina: ¡Ábranla, cabrones, que ahí va su padre! Ojalá cruzaran abuelitas a esta hora, para llevármelas de corbata. Pierdo el control del volante y me subo momentáneamente al camellón, pero enseguida reacciono y bajo al asfalto golpeando la suspensión con el borde de la banqueta. El susto me obliga a disminuir la velocidad y a frenar como la gente sensata en el alto del Polyforum. Pero entonces el motín estalla dentro de mí. Algo se opone a que me dé por muerto y desvía mi voluntad hacia un carril de circulación prohibida.
Un urgente deseo entra por mis venas como el golpe de viento que abre las puertas en los relatos de aparecidos. Y aunque tengo el radio a todo volumen escucho a Fabián contándome la fétida historia de los putos que hicieron un trenecito en los baños Frontera:
Al principio las brumas del vapor no me dejaban ver nada: sólo oía jadeos reprimidos y la fricción de los cuerpos húmedos. Luego mis ojos se acostumbraron a la niebla y empecé a ver los vagones del tren. El chaparro de enmedio era el más cachondo. Se la estaba metiendo a un ejecutivo cuarentón bastante bueno, de esos que van todos los días al gimnasio para estar en forma, y al mismo tiempo le daba las nalgas a un fortachón con pinta de guarura que parecía Jorge Rivero en gañán y ha de haber sido un palo estupendo por su forma de menear la pelvis. Yo lo veía y pensaba, con éste vale la pena hacer cola, para ver si me toca algo. Pero la estrella del número fue el efebo que llegó después, recién salido de las regaderas, y se puso a masturbar en la cara del fortachón. Mientras él se la mamaba yo no me pude quedar mirando y le besé las nalgas, qué digo besar, casi me las comí porque eran de concurso: blancas, duras, tersas, y olorosas a talco Menem. Un verdadero poema…
No puede ser. Yo, que oía con asco las crónicas de Fabián, tengo una erección delictuosa y estoy sudando. ¿Por qué se me ocurrió darle el sí? Entre Diagonal de San Antonio y el Parque Hundido me sacuden ráfagas de excitación, culpa y excitación redoblada. El vapor de los baños ha empañado mis pensamientos. Lo peor no es que sea maricón, sino que venga a descubrirlo por un efecto de reverberancia, captando el eco de una lujuria lejana. Dejo atrás los almacenes París Londres, atravieso Félix Cuevas y doy un frenazo al recordar que Fabián me recomendó una discoteca pegada a la tienda “para cuando te decidas a jalar, si es que te decides antes del año 2000”. Doy cuatro vueltas a la manzana, espantado de mi ocurrencia. Cuando creo que ya he reunido suficiente valor, me estaciono en una calleja oscura donde ningún conocido pueda ver mi coche si pasa por Insurgentes. De ahí camino a mi perdición tapándome la cara con las solapas de la chamarra, como Frank Sinatra cuando salía a buscar morfina en El hombre del brazo de oro.
La discoteca se llama Le Baron. Apenas ayer estuve con Mariana en el Barón Rojo y la coincidencia me alarma. ¿Será una broma del azar, que me duplica los varones justo cuando voy a dejar de serlo? Un huraño portero me ve de arriba abajo con desconfianza, adivinando quizá mis tribulaciones de primerizo. Le pago el cover y entro a un local estrecho, sórdido, mal ventilado, con fotomurales de modelos desnudos en las sucias paredes y colgando del techo una esfera giratoria que dispara luces multicolores. A primera vista la clientela me decepciona. Predominan los jotos relamidos, discretos en el vestir y peinados con secadora, que hasta en la pista de baile cuidan la figura para no despeinarse. Algunas locas dispersas compiten por hacerse notar —Entre ella un travesti rubio platino que me recuerda a Chelo Ruiz —pero son la excepción de la regla y su estridencia no puede abrillantar el gris perla de la mayoría.
Pido una cuba en la barra y doy una vuelta para reconocer el terreno. Si me encuentro a un amigo le diré que vine a hacer un estudio antropológico sobre minorías sexuales. Lástima que no haya traído mi morral de universitario. La indiferencia de los jotos me desconcierta. Pasan a mi lado sin dirigirme siquiera una mirada turbia. Atribuyo su frialdad a la cerrazón del gueto: vienen a chacotear entre ellos más que a ligar con desconocidos. Yo no encajo en su ambiente y por lo tanto me ignoran. Pero el gueto no es inexpugnable, musicalmente hablando: aquí también retumba en los tímpanos la música disco y un grupo de bailarines sincronizados ejecuta la misma coreografía que acabo de ver hecha por mujeres en casa de Vilma.
Me siento pendejo y desubicado, pero si ya manché mi reputación no me puedo quedar mirando. Cerca de mí, recargados en una columna alfombrada de rojo, dos adolescentes andróginos hablan en secreto y se ríen. Quizá me están coqueteando, quizá les caigo mal por mi aspecto de intruso. Uno de ellos me gusta, o le gusta a Fabián por conducto mío: el güero del overol guinda que fuma con estudiada indolencia, pálido y ojeroso como un príncipe decadente. Brindo con él desde lejos y hace como si no me viera. Mal debut para un aspirante a joto. Me reviso la bragueta y compruebo que está cerrada. ¿Entonces en qué fallé? Bebo amargamente, devaluado como objeto sexual. Por lo visto, los maricones tienen vocación de lesbianas. Buscan a sus iguales para hacer tortillas, ¿o será que no sé cómo tratarlos? Mi gruesa chamarra de pana me delata como recién llegado a Sodoma. Es una prenda del mundo Marlboro y aquí se llevan gráciles playeras de importación con pantalones untados a la cadera. Para no desentonar deposito la chamarra en el guardarropa. El oprobio de esperar a que alguien se fije en mí, sin poder tomar la iniciativa, me reconcilia momentáneamente con las mujeres. Qué humilladas deben sentirse balanceando los glúteos en la oficina, la universidad o el burdel, con la esperanza de atrapar a un comprador de ganado. Mas no todo es ignominia en la vida de una coqueta: al poco tiempo de enseñar el palmito viene a pedirme lumbre un apuesto galán de fotonovela. Lo rechazo instintivamente —se parece demasiado a mi hermano Rubén —pero le hago conversación para ir entrando en familia.
—¿Vienes aquí muy seguido?
—Casi nunca —me toma de la muñeca para guiar el cerillo—. Mi bar favorito es El Nueve, pero ayer hubo redada y lo clausuraron.
—¿Y a qué hora se pone bien esto, eh? —me comporto como un viejo conocedor del ambiente.
—Parece una fiesta de Narvarte, ¿verdad? Así es siempre. Le dicen el Archivo de Indias, porque viene pura naca. En El Nueve por lo menos ves gente bonita.
—Hay gente bonita que tiene mierda en el cerebro.
—Eso me sonó a indirecta. No lo dirás por mí ¿verdad?
—Claro que no. Tú eres feo además de cretino.
—Uy, qué agresivo. Así nunca te vas a casar.
—Con gente bonita, no. Prefiero un pepenador o un bolero.
—Pues yo no te lo voy a impedir, darling. Si te gusta la raza de bronce, despáchate a gusto. Sólo te advierto una cosa: los nacos de aquí son de lávese y úsese. Báñalos primero, es un consejo de amiga— y se aleja entre la chusma con un gesto de altivez desdeñosa.
Mi tentativa de evasión está resultando un chasco. He vuelto a encontrar el mismo pantano del que venía huyendo, con todo y lucha de clases. Antípodas falsas, la casa de Vilma y el Le Baron albergan idénticas liendres. Probablemente sea inútil buscar una escapatoria: aunque llegue a ser el más apestado y marginal de los hombres —yonqui, parricida, leproso, corruptor de menores—, en el último escalón del subsuelo hallaré un sistema de castas implantado por la minoría más vil.
El estrecho local se ha ido congestionando y ahora parece un vagón del Metro en horas pico. Ya no hay lugar para tanto joto, pero siguen llegando en racimos. Los compadezco: vienen a presumir sus mejores galas en una pelotera donde no se puede ni respirar. Sorteando con dificultad el hacinamiento de vanidades logro llegar hasta el cantinero y pedirle otra cuba (ya perdí la cuenta de cuántas llevo). Junto a mí, de codos en la barra, un chavo banda que no puede tener más de 16 años mira fijamente un televisor apagado. Moreno, dúctil, de nalgas paradas y labio superior sombreado por el bocio, ya tiene curtido y canalla el rostro sin haber perdido la frescura de la niñez. No me inspira confianza pero Fabián es testarudo en sus elecciones.
—¡Qué programa tan divertido! —le grito en la oreja—.¿Cómo se llama?
—Cuál programa— se ríe—. Son puros anuncios.
—Andas pacheco, ¿verdad?
—Dos que tres. Vine con unos amigos bien atacados, pero se fueron y me dejaron solo.
—¿Quieres una cuba?
—Ya vas —responde sin despegar la vista de la pantalla.
—Te la invito si dejas de ver la tele.
—No estoy viendo nada —se frota los ojos como si despertara de un largo sueño—. Es que me clavé con la música y empecé a girar.
—Pues ya despierta, o saca el churro pa estar iguales.
—Aquí no se puede. ¿Traes coche? —afirmo con la cabeza—.Pues invítame a tu depa, ¿no?
—Vivo con mi familia.
—Yo tambor. Y mi jefe no quiere que lleve amigos.
—Entonces vamos adonde sea. Ya me cansé de este pinche tugurio.
Nos arrastramos penosamente hacia la salida, entre codazos, empellones y forcejeos. Cuando nos falta poco para ganar la puerta mi compañero resucita con los primeros compases de Sex Machine y me pide que volvamos adentro “nomás para bailar ésta”. Bailamos toda una tanda que incluye, por supuesto, Push in the bush y la inevitable Try me. Entre los jadeos de Donna Summer alcanzo a cruzar algunas palabras con mi galán y averiguo que se llama Cuauhtémoc. Su nombre me alborota el nacionalismo. Ya defendí de palabra al pueblo mexicano, ahora me toca defenderlo en los hechos, confraternizando con un joven que hace quinientos años hubiera sido caballero águila y hoy recibe sin duda el ultrajante mote de naco. Aunque haya caído en el fango, mantengo en pie mis ideales de igualdad y justicia. Embelesado con mi rectitud, se me olvida que no quiero a Cuauhtémoc para alfabetizarlo, pero al ver el hilo de sudor que baña su ombligo aterrizo abruptamente en la realidad, convertido en un putastro que se cree Bartolomé de las Casas.
Fabián me transmite su deseo con sesenta mil kilowatts de potencia. Tengo que irme de aquí para saciarlo a oscuras, en un refugio blindado donde ni yo mismo sepa qué estoy haciendo. Cuauhtémoc ya se cree mi novio y al salir de la discoteca me abraza por la cintura. Lo rechazo con la piel crispada:
—¡Espérate, por favor, aquí nos puede ver alguien!
Media hora después, con el último rey azteca sentado en mis piernas y el parabrisas cubierto por una malla de vaho, me siento invulnerable a cualquier amenaza del exterior. La realidad se quedó afuera del coche, desdibujada por el carrujo de mota que nos fumamos en el camino. Estamos en una calle oscura de la colonia San José Insurgentes, muy cerca del Parque de la Bola, frente a una residencia con portón de hierro, fachada colonial y hostiles barrotes en las ventanas. La ternura de Cuauhtémoc me agobia. Me quiere besar en la boca y aparto la cabeza con repugnancia, defendiendo mi segunda honra —la del corazón— como Erika defendía su cuerpo en la pista de baile. Cuauhtémoc entiende que no debe mezclar el amor en esto y alarga una mano hacia mi bragueta. Así está mejor: las caricias obscenas no me comprometen a nada. Coge mi verga y se saca la suya —gorda, enhiesta, sonrosada de la cabeza—, invitándome a devolverle el saludo. Al empuñarla me siento sucio pero inocente, como si hubiera vuelto a la infancia y amasara pasteles de lodo.
En el zaguán de la casona colonial hay un rótulo agresivo: “No estacionarse, se ponchan llantas gratis”, y otro defensivo: “Este hogar es católico, no aceptamos propaganda de otra religión”. Estoy dentro de la ley, pues ningún letrero prohíbe la masturbación entre caballeros. Desearía que la señora de la casa se asomara por el balcón y nos descubriera en el mano a mano. Mientras yo hago fantasías, Cuauhtémoc actúa: me desabrocha la camisa para endurecer mis tetillas a lengüetazos y luego baja por la planicie del abdomen, saboreando cada milímetro de mi piel. En el ombligo se demora una eternidad para tortura y dolor de mi pene que lo espera firme, serio, erguido como un cadete. Voy a gemir de ansiedad cuando por fin se lo mete a la boca. Es un mamador genial que aprieta sin morder y luego se traga el miembro hasta las anginas, conteniendo la respiración mientras lo succiona con abnegada voracidad.
Su destreza me hace ver la noche amarilla. ¿O será un efecto de la mota que nos fumamos? En el radio suena El tren de medianoche a Georgia. Descubro un encanto nuevo en la melodía, como si antes la hubiera escuchado con tapones en los oídos. Ahora el enternecido soy yo: enredo y desenredo el pelo de Cuauhtémoc en una caricia que a pesar de las circunstancias podría calificarse de paternal. Su boca es una alberca techada, una gruta con ríos de miel donde no rige la ley de la gravedad. Floto en su interior como un astronauta en viaje a la luna, esquivando aerolitos incandescentes. De un momento a otro me voy a venir. Veo una luz deslumbradora que seguramente yo mismo irradio. El faro de Alejandría se queda corto a mi lado. ¿O seré Faetón llevando el carro del sol? Más bien soy un oscuro pendejo: la luz viene de una patrulla que nos está echando las altas.
Por el altavoz nos ordenan bajar con las manos en alto. Apenas tengo tiempo de subirme la bragueta, con la sangre destemplada por el súbito cambio del trópico al Polo Norte. Y va de nuez el desenfundar pistolas, la diatriba moralizante como prólogo a la extorsión, el perfume aguardentoso en la boca del orangután que nos lee la cartilla:
—¿No les da vergüenza, tan chavitos y tan maricones? Pos ora ya se chingaron, porque les vamos a dar pa dentro.
Sus ojos pardos despiden una luz funeral. Es el vivo retrato del granadero que me apañó en el Ajusto (tal vez los fabrican en serie), con la excepción de que éste tiene bigote, si se le puede llamar así a la pelusa que le entrecomilla la boca. Mientras él nos esculca, su pareja voltea los asientos del carro en busca de mariguana. Gracias a Dios tiré la bacha en Insurgentes, pero el menso de Cuauhtémoc trae una sábana en el bolsillo.
—¿Y esto pa qué lo quieres?
—Para envolver tabaco.
—Tabaco, mis huevos. Además de puñal eres marihuano. ¿Ya viste? —Llama a su compañero y le muestra el hallazgo—. Pa mí que estaban quemando en el coche.
—¿Dónde escondieron el guato, cabrones? ——el otro policía es más alto y tiene peor carácter—. Hablen ahorita porque allá en los separos les van a meter un palo por donde ya saben.
Sollozando, Cuauhtémoc le jura que sólo bebimos ron. El segundo orangután lo deshueva de un rodillazo y viene hacia mí.
—O me dices la verdad, güero —me acaricia la espalda con su macana—, o mañana sales en el periódico vestido de mujercito.
—Ya revisó el coche ¿no? Abra la cajuela si quiere, tampoco va a encontrar nada.
Mi castigo por hablarle golpeado es una descarga de macanazos en los riñones. Caigo sobre la defensa del coche, doblado y con las manos en la cabeza para evitar que me rompa el cráneo.
—Pinche maricón. Has de tener la droga escondida en el culo.
Me alza por las solapas, dispuesto a prolongar la felpa hasta que muera o confiese, pero cuando vuelve a levantar la macana su compañero lo llama al orden:
—Ya déjalo, no es pa’ tanto. Se ve que el güero es de buena familia, chance nos podamos arreglar con él.
Le ofrezco el radio de mi coche y se ofende. Por faltas a la moral y posesión de enervantes —me ilustra— tendríamos que soltar cuando menos cinco mil pesos por choya. El instinto de conservación me aconseja olvidar que la posesión de drogas es un infundio. Con voz suplicante le propongo ir por dinero a mi casa en la colonia Del Valle. La idea no le gusta, pero entre eso y no llevarse mordida prefiere confiar en mí. Subo con él a mi Volkswagen y el segundo orangután mete a Cuauhtémoc en la patrulla.
En el camino, preocupado por mi temprana depravación, el policía me recomienda un burdel de Jojutla donde las putas hacen milagros:
—Diles que vas de mi parte, güero. A lo mejor te enderezan.
Llegamos a mi cuadra con la patrulla pegada a los talones, cuando las primeras luces del amanecer tiñen el horizonte de rojo. Me estaciono lejos de la casa, temeroso de que mi madre me vea llegar con escolta presidencial y se entere de mis andanzas nocturnas.
—Ahorita vengo, voy por el dinero.
—Tienes cinco minutos. Cuidado y no sales, porque te saco a balazos.
Al ver las yardas que pinté en el pavimento con mis amigos de la colonia tengo la impresión de haber envejecido quince años. ¿Cómo jugar tochito después de esto? Abro la puerta con esmerada cautela, entro a la casa de puntillas y sin prender la luz me escurro hasta el cuarto de la azotea, donde tengo guardado el centenario que mi papá me regaló cuando terminé la Preparatoria. De vuelta en la calle se lo entrego al orangután, que ya se pasó al volante de la patrulla.
—Tenga, esto es por los dos. Vale más de diez mil pesos.
—¿Por los dos? Ni que estuviéramos en barata. Esto nada más es por ti —muerde la moneda como en las películas de vaqueros—. Tu novio también se va a caer con lo suyo y si no puede va a tener que pagar con cuerpo. Al fin que mi pareja es rete mayate. ¿Verdad, Melitón, que ya le traes ganas al chavo? —lo mira con picardía y se atraganta de risa.
Cuauhtémoc también se ríe para seguirles la broma, pero no puede ocultar su temor. Al arrancar la patrulla se vuelve hacia mí con una expresión dolida, como si me culpara de antemano por todo lo que pueda pasarle. Sigo a la patrulla con la mirada hasta que da vuelta en Félix Cuevas, donde circulan ya los primeros tranvías del domingo. Hace frío, me duelen los riñones, tengo náuseas. La rabia me obstruye la garganta como un alimento mal deglutido. Pateo un bote a media calle, y abjurando por un instante de mis convicciones igualitarias suelto un grito liberador:
—¡Pinches nacos hijos de perra!
En la cama reconstruyo mi pesadilla desde que pedí una copa de más en el Barón Rojo. Ahí empezó la cadena de frentazos, como si un poder sobrenatural me obligara a buscar el placer a través de un campo minado. Es un alivio que no tenga pústulas en la cara, pero las que llevo dentro nunca se borrarán. Ahora soy un raro espécimen: el único depravado virginal de la tierra. Si me inclino por los hombres mi destino será contonearme por la Zona Rosa con los labios pintados, recibiendo insultos y escupitajos hasta que el desprecio de los demás forme parte de mi carácter. Y si me quedo en la tierra de nadie, deseando a un hermafrodita que tenga los huevos de Mariana y la vagina de Cuauhtémoc, terminaré cortándome las venas o encerrado en un manicomio.
A mediodía me levanto sin haber pegado los ojos. Las campanas de la iglesia de Actipan llaman a misa. Me siendo expulsado del domingo y de todo lo que huela a normalidad. Mi vida ya es un desecho tóxico. Más me valdría ponerle fin desde ahora y evitarme sufrimientos gratuitos. Abajo, en su buró, mi mamá guarda un frasco de Valium. Sería tan fácil como sacarlo del cajón, encerrarme en el baño, garabatear una despedida y ¡adiós forever! que descubran mi cadáver al forzar la puerta.
Bajo por la escalera de caracol con un ferviente deseo de morir. Mi suerte está echada, pero ayer no cené y quiero irme al otro mundo con la panza llena. Sigo hasta la cocina y me caliento la taza de chocolate que desayuno todos los días, acompañada con pan dulce. Con el hambre satisfecha la idea del suicidio me tienta menos. De momento no puedo sacar el frasco de Valium, porque mi mamá está en su cuarto hablando por teléfono con una JPC. La oigo maldecir a las putas con suerte sin irritarme como otras veces. Ahora la encuentro graciosa, como si volviera de un largo viaje predispuesto a celebrar los detalles pintorescos de la familia. Para variar, mis hermanos roncan en su cuarto con el televisor encendido. Aquí no pasa nada nuevo desde hace mil años. Ayer fue igual a hoy, mañana será como ayer: nuestra vida gira en círculos inmutables. Aunque me haya extraviado en un momento de ofuscación pertenezco a este mundo y estaré fuera de peligro mientras obedezca sus reglas.
Libre de aflicciones me acuesto a ver el tedioso juego dominical. Poco a poco me adormece la retórica de Ángel Fernández y en las brumas del sopor mi desventura se diluye como si lo de anoche le hubiera pasado a otro. Es tan saludable que se repitan las cosas.
*La gloria de la repetición pertenece al libro Amores de segunda mano, en el sitio enriqueserna.com.mx el lector podrá encontrar ese libro así como la obra completa del autor.