Colombia. Aberto Rahal. “ELISEA CAPIABLANCA”

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ELISEA CAPIABLANCA

Para Michelle Ma Belle

 

UNO

Cuando apenas comenzaba a caminar, Elisea Capabianca escapando a la celosa vigilancia de su madre, bajó del coche en que ésta solía llevarla de paseo hasta la tienda de su padre, distante sólo unas manzanas de la antigua casona en que vivían (su padre era paragüero y como no gustaba de las cosas obvias, le había puesto a su tienda un nombre exótico: “Paragüería la Uruguaya”).

Elisea atravesó la puerta que conducía a la trastienda, subió por las escaleras hasta el altillo, saltó al alféizar de la ventana que se encontraba abierta, gateó por la cornisa que bordeaba el edificio a la altura del quinto piso, estuvo a punto de caer al ganar la cara occidental de la fachada pero se sostuvo aferrándose con gran aplomo del saliente de la chimenea, se balanceó con dificultad en uno de los barrotes metálicos de la escalera de emergencia y trepó por ella hasta ganar la terraza.

Una vez en suelo firme, Elisea abrió los brazos y se lanzó al vacío.

DOS

Por fortuna, a su paso por la trastienda Elisea había tenido la precaución de llevarse un paraguas que encontró sobre la mesa de reparaciones de su padre y antes de lanzarse tuvo el buen cuidado de abrirlo, de manera que una brisa suave como el aleteo de una mariposa la llevó por los aires. Atravesó la calzada, se elevó hasta casi tocar la aguja del pararrayos de la catedral y empezó a descender muy lentamente sobre una multitud que la miraba atónita.

—Es un pájaro —dijeron unos.

—¡Es el cometa! —dijeron otros.

—Es Elisea —dijo su padre mirando a través del visillo de la ventana— ¡Otra vez!

Siempre con delicadeza, la brisa llevó a Elisea de calle en calle recorriendo el pueblo y la trajo de nuevo para depositarla suavemente sobre la fuente de la plaza.

Esa tarde, mientras su madre le cambiaba las ropas mojadas, Elisea decidió que sería astronauta.

TRES

Como aún faltaban muchos años para que se inventara la astronáutica, la adolescencia sorprendió a Elisea esperando el momento en una habitación repleta de objetos extraños. El afán de coleccionar, heredado de su abuela materna que había perecido bajo un alud de nieve mientras trataba de recolectar una violeta de los Alpes en un escarpado risco, había hecho presa en ella llevándola a recoger los más diversos cachivaches.

Un cortaplumas de nácar, una máscara de madera del Senegal, 124 iglesias de cerámica, el misterioso damero en el que Ibn Said jugaba al awile con pececillos carnívoros en lugar de piezas, un reloj de autómatas construido por un relojero ciego, un pergamino antiguo que llegó a sus manos a través de un viejo coleccionista de arte Egipcio quien a su vez lo obtuvo de un traficante de nombre Sulaibar en la Casbah de Marruecos, constituían sólo algunas de las más renombradas piezas de su colección.

Complementaban el conjunto, un cuchillo-dardo, una edición de La espuma de los días en lengua Aymara, una mariposa acuática, un nonodilo de peluche, una bandada de gaviotas y dos caballos lipizianos (uno de ellos de nombre Fru-Fru).

CUATRO

 El abuelo de Elisea había llegado a la ciudad procedente de algún lugar al otro lado del océano. Contaba historias maravillosas de los lugares que había visto y las gentes que había conocido. Elisea lo escuchaba arrobada y soñaba con viajar y repetir las hazañas del viejo a quien amaba entrañablemente.

Fue el abuelo quien inició el negocio de la paragüería con el cual sostuvo a su familia hasta el día de su muerte. Pero gastaba la mayor parte de su tiempo inventando cosas. El abuelo quería construir un paraguas de 9 puntas pero siempre le sobraba una. Fabricó uno que se sostenía solo, para poder llevar las bolsas del mercado y a la vez hablar por teléfono en los días de lluvia (no se habían inventado aún los teléfonos móviles, pero él ya los tenía previstos).

En un rato de ocio, construyó un laberinto tridimensional en el que, además de ir de un lado para otro, había que subir y bajar escaleras. Lo interesante de esta construcción, decía, es que no se puede salir de ella empleando la famosa regla de la mano derecha.

Dedicó mucho tiempo a tratar de resolver la conjetura de Goldbach. Predijo la aparición de una mancha verde en la superficie del sol pero el día de comprobarlo hubo un eclipse que impidió verla.

Fatigado de subir las escaleras hasta el ático, donde tenía su taller, el abuelo se propuso inventar unas escaleras por las que solamente se pudiera bajar, inclusive para llegar al ático. Abandonó su proyecto varios años más tarde, después de que repetidos intentos de bajar al ático lo conducían irremediablemente hasta el sótano.

Cuando ya estaba harto fatigado para seguir inventando cosas, le enseñó el oficio de paragüero a su hijo, el padre de Elisea, y se encerró en su habitación a ver películas de Greta Garbo.

—Ahí les dejo esa porquería —dicen que dijo un día, haciendo con la mano un vago ademán como pretendiendo abarcar el mundo. Y se murió.

CINCO

 Como Elisea Capabianca no pudo ser astronauta se dedicó a viajar por el mundo. Conoció ciudades hermosas, pueblos completamente inmersos dentro de un palacio, y también pueblos rodeados de murallas por todas partes, lagos salados en lo alto de la montaña y mares de agua dulce en medio del desierto.

Cuándo conoció la Esfinge sintió que su corazón latía con fuerza pero notó al instante que no tenía nariz y al enterarse de que fueron los soldados de Napoleón practicando su tiro al blanco quienes la despojaron de ella, Elisea Capabianca decidió no volver a comer sino quesos suizos y vinos españoles.

En la ciudad de Biblos, de donde salieron los papiros en los que se escribió la primera biblia, quedó tan impresionada al enterarse de que la historia de la ciudad estaba grabada en los farallones de la costa, que dedicó 9 meses y 270 noches a tratar de descifrar los jeroglíficos tallados en la roca. Supo entonces que los fenicios habían inventado el alfabeto y que habían dedicado gran parte de su tiempo a grabar la historia de su ciudad.

Conoció también la ciudad de Tiro y se enteró de que diecisiete civilizaciones diferentes habían tratado de invadirla sin lograrlo, pero que un macedonio llamado Alejandro Magno lo había conseguido construyendo un puente entre el continente y la antigua isla con cedros del Líbano y con restos de las ciudades arrasadas por sus tropas. Desde ese momento, no quiso saber nunca más de Alejandro Magno.

SEIS

Sin duda la pieza más rara de la colección de Elisea era un extraño objeto de plata cubierto de gemas con un ave del paraíso en uno de sus extremos. Cuentan que a su paso por Katmandú en viaje de peregrinación hacia el Tibet y para corresponder a su magnífica hospitalidad, un traficante persa lo había legado al Pachá turco Sitiriktir.

El objeto, al cual se le atribuían propiedades mágicas, servía a Sitiriktir para fumar el haschish a orillas del Tigris y fue traído a Europa Central por un mercader de arte versado en la ciencia de la nigromancia, quien leyendo el fondo de su taza de café tuvo la revelación de un encuentro ineluctable y confió al Ingeniero-Poeta la misión de ponerlo en manos de Elisea, a la que había conocido en uno de sus viajes.

SIETE

El día en que Elisea conoció al Ingeniero-Poeta enfermó. Un sol esplendoroso se filtraba por entre las agujas de la catedral inundando la plaza con una claridad meridiana. Elisea daba su paseo matinal y el Ingeniero-Poeta se encontraba en medio de la plaza rodeado de andamios, poleas y engranajes pues quería construir una máquina que volara entre las estrellas. Cuando Elisea lo vio quedó prendada de sus ojos luminosos y su tez clara. Comenzó a sentir un extraño cosquilleo que le recorría la espalda, un calor inexplicable le inundó el cuerpo y le pareció que un volcán hubiera de pronto hecho erupción en su pecho, sus mejillas enrojecieron como si se hubiera comido una docena de grosellas verdes, su cuerpo comenzó a agitarse al sentir que una recua de mulas transitaba por sus vericuetos y su voz se hizo gangosa y turbia.

Elisea regresó a casa y al día siguiente permaneció en cama toda la mañana.

—Es una calentura —dijo su padre.

—Es la rosácea —dijo su abuela.

—Es el amor —dijo su madre mientras le tomaba la mano dulcemente y le aplicaba compresas frías en la frente.

A partir de ese momento ella solo tuvo pensamientos para el Ingeniero y al despertar cada mañana, cuando los primeros rayos de sol se colaban por entre las cortinas de su ventana y reptaban por el piso culebreando hasta llegar a su cama, Elisea despertaba inundada de amor y arreglándose con rapidez se apresuraba en llegar a la plaza para ver trabajar al Ingeniero. En los ratos de descanso, que eran pocos, le leía poemas que escribía por las noches en papelitos de colores, le contaba sus sueños o le relataba historias de los viajes que había emprendido durante su corta vida.

Cuando le contó la historia de Ícaro el Ingeniero le sonrió por la primera vez y a partir de entonces ella no tuvo sosiego. Iba y venía por entre los almendros de la plaza y se sentía libre y llena de aire, liviana como un pluma hasta el punto de que sus pies se despegaban del piso sin que ella lo notara ni lo pudiera controlar. Soñaba con viajar por entre las estrellas al lado del Ingeniero y visitar planetas que hasta ese momento solo habitaban en su imaginación. Llegar hasta la Osa mayor para darle a probar los pasteles de su abuela; ajustar el cinturón de Orión que se veía cada vez más obeso a causa de la vida sedentaria y las largas veladas en las noches de invierno al lado de su fiel perro; perderse entre la nebulosa de Andrómeda jugando a las escondidas con Casiopea. Y todo eso, al lado del Ingeniero.

OCHO

Pero el Ingeniero-Poeta solamente tenía ojos para su trabajo. Toda su vida se había dedicado a mirar las estrellas y aunque los ojos de Elisea eran tan luminosos como Alkor y Mizar él solo contemplaba con admiración los brillantes quasares que salpicaban la vía láctea, haciendo más negro aún el negro profundo del cielo que los rodeaba.

Desde pequeño se había propuesto construir una máquina voladora que lo llevara a mundos lejanos en donde pudiera ver de cerca los alucinantes colores de la nebulosa Trífida o encerrar al Cangrejo en el pálido anillo de la nebulosa de Lyra.

Había estudiado todos los manuales astronómicos que le había legado su padre y los que encontraba en las tiendas de los pueblos que visitaba. Estando muy pequeño gastó toda su mesada comprando un viejo telescopio que encontró en un mercado de pulgas de Samarkanda y desde entonces solo vivía en función de esos pequeños puntos titilantes que inundaban de luz su cielo nocturno y de sueños inciertos su imaginación afiebrada.

 Cierto día, habiendo encontrado en la biblioteca de Siracusa un manuscrito de Arquímedes en donde se describía una extraña maquina voladora (la misma que años después copiaría Leonardo), quedó impresionado por su simpleza y se propuso como única meta en su vida el construirla para escapar finalmente de las ataduras que lo mantenían anclado en la tierra. Escogió el pueblo de Elisea para entregarle en persona el narguile que le había legado el mercader nigromante y porque —le habían dicho—, las noches eran claras y luminosas y los días pasaban como pasa el agua del río bajo los puentes sin apenas cambiar el paisaje. Desde entonces trabajaba sin descanso en sus engranajes sin prestar apenas atención al mundo que se desenvolvía perezosamente a su alrededor…

NUEVE

Hasta que un día Elisea tuvo un mal presentimiento. Había tenido un sueño intranquilo y en varias ocasiones había despertado en medio de la noche sintiéndose sola y desamparada. Era el día del solsticio y se suponía que debería ser una mañana luminosa, pero una nube espesa y gris —como un deseo prohibido— cubría el horizonte. Se levantó con premura y salió agitada tomando del perchero el paraguas amarillo de la abuela. Se dirigió hacia la plaza y comprobó con horror que el Ingeniero-Poeta ya no estaba. Había partido muy temprano en su máquina voladora y en el centro de la plaza solo quedaban vestigios de lo que fueron sus largas jornadas de trabajo en los meses anteriores.

—¿No dejó ningún mensaje? —preguntó Elisea con ansiedad a los paseantes que aún se encontraban curioseando por el lugar.

—No —dijeron unos.

—Ninguno —dijeron otros.

—Se fue sin decir nada —agregaron todos.

Llovía copiosamente y Elisea sintió por primera vez la punzada del dolor…

Caminó hacia la tienda, entró al antejardín, atravesó la puerta que conducía a la trastienda, subió por las escaleras hasta el altillo, saltó al alféizar de la ventana que se encontraba abierta, caminó por la cornisa que bordeaba el edificio a la altura del quinto piso, estuvo a punto de caer al ganar la cara occidental de la fachada pero se sostuvo aferrándose con gran aplomo del saliente de la chimenea, se balanceó con dificultad en uno de los barrotes metálicos de la escalera de emergencia y trepó por ella hasta ganar la terraza.

Una vez en suelo firme, Elisea cerró el paraguas y se lanzó al vacío.

 

 

 

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ALBERTO RAHAL. Ganador del concurso Interno del Taller de Cuento “Ciudad de Bogotá” 2015 –Premio de los lectores con Elisea Capiablanca Es conocido por sus trabajos de formalización lingüística y por haber ganado en 1985 el primer Premio Colombiano de Informática de la Asociación Colombiana de Ingenieros de Sistemas (ACIS). Actualmente se dedica a la producción literaria.

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