Carta abierta a Maradona de un guanaco*

 

 

Che boludo, bola, bolita, pelotudo, cómo te fuiste a morir hoy, justo en medio de una pandemia. Te cuento que tu muerte sólo viene a confirmar algo: los ídolos ya no existen. Tu muerte es un dolor privado, y aunque hace tiempo ya no me gusta el fútbol ni te idolatraba, sí recuerdo al niño que lo hacía, que creció viendo un tipo capaz de echarse un equipo al hombro y derrotar a los europeos, porque en ese tiempo aún jugaban tipos como vos (o como yo o como el que me está leyendo) al fútbol, y no las máquinas atléticas de sueldos millonarios sponsoreadas por el hiperconsumo, no, antes jugaban fútbol personas como vos, bajito y regordete, con el talento oculto en los pies. Sí, bola, nos dejaste sin asidero, nos dejaste sin fútbol, porque tu muerte significa que el fútbol como lo conocemos, como lo conocimos en el siglo veinte, ha muerto, y con vos murió una época de contradicciones donde todo era confuso. Cómo no iba pasar eso si vos eras un mito, y los mitos nacen y provocan las emociones, por eso no hay consenso (ni lo habrá), por eso la mayoría no sabe ni cómo ni por dónde, y no hay forma de justificarte boludo, te farreaste la vida, y lamentablemente no hay nada más público que lo privado, y en esa transición nos dejaste claro que todo eso que hiciste mal, debía cambiar.

Esto en lo general, pero en lo particular qué le digo al niño de seis años que no te vio jugar en el estadio Cuauhtémoc de Puebla contra los uruguayos en octavos de final, en el mundial de México 86. Te cuento que yo crecí a menos de 10 kilómetros de ese estadio, y que crecí viendo tus posters en las piezas hacinadas de mis tíos: vos contra seis belgas, vos contra los alemanes, vos con la ramera del Napoli y el scudetto, vos besando la copa del mundo. No lo entendí hasta muchos años después, cuando mis abuelos compraron su primera televisión a color, en el año 89, una Goldstar a control remoto, algo impensable para nosotros los villeros, nosotros los de pobla, nosotros los del Infonavit Amalucan; y yo el guanaco, el extranjero que no era ni siquiera mexicano. Y recuerdo que no sabía nada de fútbol, y en las eliminatorias sudamericanas para el mundial del 90, le fui agarrando la onda, recuerdo el partido en que entendí las reglas del deporte, fue en el juego de Brasil contra Chile en que el Cóndor Rojas fingió una herida. Mi tío Ignacio se detenía en los partidos a explicarme exhaustivamente cada jugada, cada regla del juego, cada jugador, cada sentido particular que se articula cuando una cosa esférica llamada balón se mueve alrededor de 22 personas en pantaloncillos cortos, dicho así suena ridículo, a un sinsentido, pero no lo es, porque el juego, el sentido lúdico del ser humano urdido al sentido gregario de la comunidad, son de las pocas cosas congruentes en la vida. Recuerdo los domingos viéndote jugar a las 7 de la mañana con el Napoli, al lado de mi tío Nachito, él muteaba el televisor, y hacía sus propias narraciones de tus jugadas, Diego, Dieguito, el “pelusa” de Villa Florito, que jugaba para los azzurri, así era el mundo entonces. Y ya para el mundial del 90, yo sabía perfectamente qué era un “fuera de lugar”, aunque seguía sin entender por qué tus goles contra Inglaterra habían importado tanto. Con mi tío coleccionábamos los álbumes de fútbol de Panini, el del 90 fue el primero, aunque mi tío había logrado completar el del 86, donde se alcanzaba a ver una foto tuya cantando el himno argentino. Yo no tenía idea dónde estaba la Argentina, y de ella sólo sabía que la Sonia y el Fidel, dos cordobeses exiliados, amigos de mi tío Rafa, eran de allá. Entonces lo volviste a hacer, te echaste al equipo al hombro y llegaste hasta la final de nuevo contra los alemanes. En ese tiempo aún pensaba que yo era mexicano y seguía sin entender por qué en el barrio me decían guanaco, sin embargo, sentía que el voceo de los argentinos era similar el voceo de mi papá que no estaba y al de mis abuelos, quizá por eso intuía que si alguien que voceaba era capaz de meter un gol con la mano, era capaz de ser un ídolo. Qué le digo al cipote aquél, al que le prometí irte a visitar a la ciudad de La Plata desde Santiago cuando terminara la pandemia, a algún entrenamiento de Gimnasia y Esgrima, el último equipo de vos. Porque sí, Diego, para ser honestos, con vos me expliqué la vida como no podía explicársela un pibe excluido del sistema, cuya única diversión era patear latas de Coca-Cola como si fueran el balón Etrusco del mundial del 90, cómo le digo al niño que le prometí conocerte que ya no estás, y que ya no hay fútbol, ni héroes del deporte, ni ídolos, pero sí ingleses y gringos, cómo le explico a mi tío Nachito que vos te fuiste y nunca lo llevé a verte aunque sea para la foto del Instagram.

El tema es que después la vida cambió, los paradigmas están en crisis y transición, el fútbol cambió, yo cambié, el barrio cambió, la ciudad cambió, todos cambiamos, de paso fuimos entendiendo que vos no podías con tanto cambio ¿y por qué pedirle a un pibe que ni siquiera terminó la secundaria que se hiciera cargo del sistema? Y aquí me detengo, y reflexiono en un concepto importante atribuido a Hannah Arendt: “nosotros no somos culpables, pero sí responsables”. De esa misma forma nos toca hacernos responsables por un tipo de hegemonía que también está moribunda. Che boludo, bola, bolita, pero que no se malentienda, nadie, ni vos ni nadie sabía nada de esto en los años ochenta y noventa, cuando los paradigmas estaban sesgados para un solo lado, el masculino.

Y de nuevo se me vienen a la mente las postales del Diego del 90, contra los cameruneses de Roger Milla, contra los yugoslavos de Prosinečki, o la Italia de Maldini y Walter Zenga, vos siempre al lado de Caniggia, ese hijo del viento del que ni los brasileños vieron el polvo cuando le pusiste el pase entre las piernas de Galvão para que anotara un gol agónico aquel 24 de junio del 90 . El tema, te repito bola, es que el mundo cambió, y para el mundial del 94, después de tu expulsión ante Grecia, ya no te dejaron jugar ni en la cancha ni fuera de ella, para algunos, vos ya le sobrabas al mundo. La cosa es que nadie entendió que un pibe de Villa Florito, no tenía por qué cargar con el peso histórico de ser el último ídolo de las masas. Déjame explicarme más claro, ya no hay ídolos, porque irónicamente, el sentido individualista del ídolo era el que le daba sentido e identidad a lo colectivo, en cambio, hoy día el sentido globalizante y totalizador de las masas sin ídolos, sin colectivo y sin identidad, sin personas ni individuos, nos hacen zozobrar en la incertidumbre, porque somos eso, masas sin forma que sólo pensamos de manera individual el consumo, no hay una figura que nos haga pensar que existe algo más allá, fuera de nosotros mismos, capaz de explotar como un barrilete cósmico para lograr hazañas imposibles, que sea capaz de burlar al juez, y allanar el camino de lo justo, porque lo justo nunca ha existido para nosotros los latinoamericanos, y vos nos mostraste que hay algo de hermosura en la trampa, sólo y sólo cuando las reglas han sido impuestas a conveniencia de los de arriba y los privilegios han sido para unos pocos. ¿Entonces qué sentido tiene meter un gol con la mano? El mismo sentido de justicia que tiene mandar a un ejército de primer mundo a matar a unos chabones malnutridos por un pedazo de isla, como de igual forma me pregunto, y esto “pelusa”, me lo preguntaré siempre, ¿por qué fue tan importante driblar a 8 ingleses en una sola jugada y anotar? Y de la misma forma que mi tío me lo intentó explicar, de la misma forma es que yo intento explicarlo ahora, burda y torpemente: ese gol es la dignidad de los desposeídos, de todos aquellos que de niños fuimos guanacos, de los migrantes, de los pobres, de los excluidos, de los parias, de los sinvoz, de todos los que fuimos olvidados y vimos en ese momento lúcido de un niño de Villa Florito, caer al imperio.

 

*Guanaco se utiliza en México, en una de sus acepciones, para designar despectivamente al originario del país centroamericano El Salvador.

 

***** Antonio Cienfuegos (1981). Escritor salvadoreño-mexicano, de niño vivió en San Salvador una breve temporada y luego fue a radicar a México debido a la diáspora causada por la guerra civil. Magister en Sociología por la Universidad Alberto Hurtado de la Ciudad de Santiago de Chile, donde reside hace más de 6 años. Ha publicado Otra versión de vos (Public Pervert, Chiapas, 2013/subVersiva, Honduras, 2014), la plaquette Talegario (Proyecto Editorial La Chifurnia, San Salvador, 2016), Guanaco (Ed. Carajo, Chile, 2017), también escribió el prólogo de la Muestra de Poesía Árabe, El Canto de los Moros (Taberna editores, México, 2015). Es colaborador de varias revistas y suplementos de México, Chile y España. Asimismo, ha sido editor y asesor literario en varias editoriales chilenas.

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