AURELIA CORTÉS PEYRON: EL POEMA COMO ARTEFACTO (UNA ESTRATEGIA FALLIDA)

 

Selección de textos extraídos del cuerpo de documentos de descarga gratuita Estrategia del poema: 72 autorxs hispanoamericanxs (Bitácora de vuelos ediciones, México, 2020) Octavio Gallardo y Armado Salgado realizadores.

 

“El inicio verdadero del poema (…) es tan imposible de rastrear como el momento previo al Big Bang”.

 

Si el poema es un artefacto, un dispositivo, ¿se espera, entonces, que existan planos para su construcción?; ¿que sus efectos sean mesurables? Me gusta esa fantasía en la que los poetas somos un poco ingenieras, arquitectos, inventoras descarriadas, mas no la implicación de que, como en la ciencia, un experimento exitoso lo es por ser replicable y analizable hasta sus últimas consecuencias. No creo que una serie de ingredientes y pasos hagan al poema. El poema como objeto, por otro lado, es una idea valiosa: pone de relieve sus aspectos más físicos, el sonido y la disposición visual de las palabras, por ejemplo. Le da volumen y presencia. Lo vuelve algo intermedio entre máquina y juguete.

Mi suegro, gran aficionado a las chácharas (no sólo al coleccionismo, a la adquisición en sí, sino a la búsqueda), me contó de una incursión con su padre al tianguis de segunda mano (lo chacharero es hereditario), donde se encontraron una máquina no identificable, de metal, con una palanca que no accionaba nada. Tenía una etiqueta colgada que decía: «No sabemos para qué sirve, pero cuesta $1» y, por supuesto, la compraron. Esta máquina se parece en algo al poema. No me meteré con el precio (creo que, en esta historia, era fundamental para convencer al cliente), sino con la función. Históricamente, se le ha exigido al poema (y al poeta) que sirva para algo; y, también, a lo largo de los años, la respuesta general ha sido escurrirse fuera de esa jaula, subvertirla o ampliarla. Ofrecer algo equivalente, en términos de seducción, al «cuesta $1».

El poema puede servir para muchas cosas, pero su razón de ser excede esas posibles funciones. Supera los límites de quien lo escribe y sus intenciones individuales. Mary Ruefle describe el poema como «un acto de la mente» porque «termina en la página, pero comienza fuera». El inicio verdadero del poema, parafraseándola, es tan imposible de rastrear como el momento previo al Big Bang, un momento anterior incluso al tiempo. Dicho de otro modo, el poema comienza en la mente no como pensamiento siquiera, sino como una amalgama compleja de contenidos lingüísticos y no lingüísticos (¿sensoriales?) y cuando se vuelve una realidad, seguramente ha cambiado. Hay un proceso de metamorfosis entre la intención, esa chispa, y el resultado.

Si leemos esto con algo de malicia, lo siguiente es cuestionarnos acerca de la inspiración: si, como la fe, es algo en que hay que creer sin tener evidencia; si, como la fe, está pasada de moda; si es una forma de epilepsia. Hace poco, enfrascados en una de nuestras conversaciones absurdamente prolijas, mi marido me preguntó si el poema estaba dentro o fuera de mí. Yo le insistí que afuera, hasta que me hizo notar que entonces yo estaba, necesariamente, desdoblada. Me explico: la voz del poema siempre me ha parecido ajena. Esto se alinea perfectamente con la idea de la inspiración como una «voz divina» que le dicta el poema al «ser iluminado» que es el poeta. Allí difiero, claramente. Para empezar, crecí en un hogar laico, donde todo rito institucionalizado levantaba sospechas (y donde, sin embargo, los ritos personales abundan). Me cuesta trabajo imaginar un mandato divino (imaginar obedecerlo), aunque la latencia de lo divino me parezca profundamente humana. Para seguir, no concuerdo con la idea del «elegido», por la soberbia que entraña, porque no creo que los poetas sean necesariamente seres superiores (tengo más pruebas de lo contrario) y, porque, como todo trabajo mundano, escribir un poema requiere mucho esfuerzo: nada más distinto que la labor del poseído que toma nota o da voz al discurso de un dios.

¿Qué es esa voz, entonces? y ¿Qué hace afuera? Le contesté a mi marido que es el inconsciente, sólo para salir del paso y sigo sin estar convencida. Recordé esta estrofa del poema de Xavier Villaurrutia, “Poesía”, que me parece una mejor explicación del vínculo entre afuera y adentro en la escritura del poema:

Tu mano metálica

endurece la prisa de mi mano

y conduce la pluma

que traza en el papel su litoral.

En la poesía de Villaurrutia abundan las manos, pétreas o incorpóreas. En este caso, además de espectral, es una mano cuya solidez contrasta con el movimiento, la «prisa» de la mano de carne y hueso que escribe. Desde fuera, la mano metálica de la poesía mueve la voluntad del poeta y lo hace escribir, como en un tablero de Ouija, lo que realmente quiere decir (la pregunta es: ¿quién?).

Quiero volver al desdoblamiento que mencioné más arriba. Para que el poema esté afuera sin ser un ente divino (o demónico), tiene que ser algo lo suficientemente ajeno e independiente. Lo metálico de esa mano siempre me ha hecho pensar en un autómata, todo lo contrario, a lo que viene a la mente cuando pensamos en «inspiración». La poesía para Villaurrutia es una presencia casi ominosa en tanto que es un doble, una copia (¿mejorada?) del que escribe. No sé si en su poesía estoy queriendo leer más bien mis conflictos, pero qué otra cosa hacemos como lectoras. Leo el conflicto entre lo vital, impulsivo y lo cerebral, calculado, y me pregunto si será eso para mí la poesía, la tensión entre ambos. Porque algo de racionalización debe haber en este proceso casi oracular para que nos entendamos escritoras y lectores. La mano metálica, sin embargo, no es para mí el intelecto; ésa no es mi experiencia cuando escribo.

Es muy común definir la poesía como algo que enrarece, subvierte, trastoca y hasta violenta el lenguaje. Lo hace para exprimirle algo más. ¿Un valor añadido? ¿Una experiencia estética? ¿Algo que lo haga más sinestésico, más fiel a la vivencia humana? Puede ser. Aun así, dentro del poema mismo, cuando funciona (otro gran enigma), hay diferentes fuerzas en tensión. La «voz extraña», como la denomina Fabián Casas, es la que irrumpe en el poema y cuya naturaleza es difícil de reconocer como propia; es el glitch en la estructura planeada, consciente del poema. Es también lo que lo hace imperfecto y, al mismo tiempo, más valioso. En definitiva, es algo que está afuera, que se asemeja a la invención de un otro.

Pareciera que tanto la mano metálica como la voz extraña saben algo que no sabe el poeta. Vuelvo aquí a la idea de que el poema excede su función. Y retomo mi tenue alegato sobre el inconsciente con este ejemplo. Creo que a todos (al menos, los que recordamos nuestros sueños) nos ha pasado alguna vez esto: estamos contando un sueño, a todas luces absurdo, como son la mayoría, como una curiosidad o para divertir a nuestra escucha y, a media narración, se nos van revelando sus implicaciones, sus símbolos. Nos sentimos avergonzadas, como si hubiéramos mostrado algo muy íntimo. Para mí, así opera la «voz extraña», como una corriente fría en el mar tibio, como una caricia a contrapelo, como dar vuelta en la calle equivocada e irse dando cuenta casa por casa. Puede sentirse como un error, una interrupción, pero la nueva dimensión que ofrece resulta más interesante que la ruta trazada antes.

El principio que motivó este texto, la instrucción que me dieron fue sencilla sólo en apariencia: escribir sobre la «estrategia del poema», entendida muy ampliamente como todo lo que abarca el proceso escritural de este género. Y aquí entró en juego el inconsciente, porque durante semanas intercambié en mi mente «estrategia» por «artefacto». Me encantó la idea: le di vueltas y comencé, directamente, bajo esa suposición («si el poema es un artefacto…»). Es cierto que soy distraída, pero en este caso, creo la confusión no fue totalmente inocua, sino que actuó otra fuerza: de alguna manera me parecen incompatibles las ideas de «estrategia» y «poema»; precisamente, porque si pudiera trazarse con precisión una estrategia, dejaría fuera dicho elemento que cada vez más se parece a un doble: una parte de mí que es ajena, que sabe más de mí y del poema. Puede haber muchas estrategias de escritura, no lo niego. He tomado e impartido clases de escritura creativa; no lo habría hecho si no creyera que hay un camino, un método, hasta cierto punto. Pero no es igual para todos ni para una misma todas las veces. Parte de la estrategia son la elasticidad y la permeabilidad; ser como el agua que toma la forma del vaso o como el vaso que sabe contener el agua; ser susceptibles a que nos atraviese esa voz, a que entre y salga de nosotras, parecerse a la membrana celular en su capacidad de intercambio, dejarse volcar y revolcar por esa voz, ese doble latente que nos empuja hacia lo otro y nos acerca a los otros.

 

Aurelia Cortés Peyron (Ciudad de México, 1986). Licenciada en Lengua y Literaturas  Hispánicas por la UNAM. Becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas en dos periodos (2011-2012 y 2012-2013). Maestra en Escritura Creativa por la San Francisco State University. Becaria del programa Jóvenes Creadores del FONCA en la disciplina de poesía en dos ocasiones (2016 y 2018). Autora del poemario Alguien vivió aquí (Argonáutica, 2018), publicado en versión bilingüe en traducción de Robin Myers. Es profesora de español como lengua extranjera y traductora del inglés al español.

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