ALEJANDRA COSTAMAGNA: «ME INTERESABA MUCHO QUE LAS PALABRAS NO FUERAN A OPACAR AL SILENCIO»

 

 

por Constanza Anabalón Tohá

 

Ocho de mayo del año 2015. Islas Nuevas, Encuentro de Escritoras, tercera sesión. Alejandra Costamagna (Santiago, 1970), periodista y escritora chilena, lee un fragmento de un texto en el cual está trabajando: «Yo quería escribir la historia de mi tía abuela Nélida da Milano. Era una historia que nacía en Italia, pasaba por Argentina y serpenteaba la cordillera de Los Andes hasta acabar en Chile. Una novela marcha atrás: los abuelos de mis padres, mis abuelos, mis padres, yo. Y Nélida como una flecha ciega que nos atravesaba a todos». Un fragmento que sorprendió y encantó a muchos y muchas de las que estábamos ahí. Un fragmento conversado en los pasillos, un fragmento que resuena en nuestras vivencias, en la avidez por recordar, en las ansias de poder alcanzar ese hilito intergeneracional y poder enhebrarlo. Ese fragmento que termina con un comienzo: «Me parecía que la novela estaba extendida en alguna superficie impalpable pero real y que sólo faltaba escribirla. Pero cada vez que intentaba hacerlo, descubría algún vacío. Las piezas no cuajaban, las versiones resultaban contradictorias. Una caligrafía ajena borroneaba lo escrito y me dejaba en blanco, hundida en una espiral de silencios».

Veintiséis de abril del año 2019. Casi cuatro años después, nos juntamos con Alejandra Costamagna (Santiago, 1970), periodista y escritora chilena, en un café a conversar de su nueva novela El sistema del tacto, que fue finalista del Premio Herralde de Novela. Ania, su protagonista, hace un viaje de mil quinientos kilómetros, cruzando la cordillera, para despedir a su tío Agustín, que agoniza. Novela donde, cuatro años más tarde, se incrusta la flecha ciega que los atravesaba a todos: «Al final de sus días, cuando Nélida ya casi no era Nélida y Ania la visitaba, la mujer le pedía que no encendiera las luces. Que no quería verlos, decía. Que si entraba luz, la llevarían con ellos, insistía y bajaba la voz (…) Se le ocurría entonces que la mente de Nélida era la que ideaba las novelas de terror que le prestaba Agustín, las novelas de Gariglio, las mismas novelas que ahora deben estar apolilladas o comidas por los ratones allá adentro. Pero los demonios de esas historias nunca se instalaron verdaderamente en la cabeza de Ania. Eran demasiado básicos para tomarlos en serio. Los de Nélida, en cambio, siempre fueron más peligrosos. Porque eran más cercanos y quedaban en familia. Ella quería saber si los muertos de su tía abuela eran también sus muertos».

Pensaba en tu libro Había una vez un pájaro, que fue la transformación que hiciste de la novela En voz baja. Pasaste de novela a cuento. Respecto a la novela El sistema del tacto, ¿crees que hiciste un ejercicio en el sentido contrario con el cuento «Are you ready?»?

El cuento «Are you ready?» surgió mientras estaba con la cabeza tomada por El sistema del tacto. Ésta fue una novela que estuve escribiendo por muchos años sin saber que la estaba escribiendo. Fue un texto que pasó por muchos momentos escriturales, algunos en que tal vez no había escritura física, pero sí estaba tomando apuntes, observando, dando vueltas al registro, a las voces, a la perspectiva, a pensar desde qué lugar me iba a situar para contar esta historia. En todo ese proceso, que debe haber durado cerca de diez años, pasaron otros libros, otros cuentos, pasó una tesis de doctorado. Pasaron muchas cosas. Y diría que «Are you ready?» brotó a partir de una situación concreta experimentada: la pérdida de un familiar que estaba a muchos kilómetros de distancia, donde tuve que viajar a acompañarlo, viajar también sustituyendo a mi padre. Para mí fue una experiencia muy epifánica. Fue la primera vez que me enfrentaba a la muerte directamente, a ver ese último soplo que, en efecto, es así: una exhalación y ya. Vislumbrar todo lo que se iba con esa muerte, en términos de una identidad, de una pertenencia. Ahí apareció el cuento, en un límite muy difuso entre lo real y lo imaginario. Y casi involuntariamente se instaló como un apéndice de la novela.

A diferencia de lo que pasó con En voz baja, que terminó siendo un cuento largo cuando me pidieron reeditar el libro. Ahí la operación fue silenciar y pulir. En cambio, cuando me pidieron un cuento inédito (que sería «Are you ready?»), les dije que estaba escribiendo una novela y que no podía salirme de ahí. En ese momento desconocía qué lugar iba a ocupar esa escena después en la novela. Y, efectivamente, ocupa un lugar que no tiene nada que ver con el resultado final. Cambia el personaje que se muere, cambian muchas condiciones, muchas coordenadas. Pero la pulpa de la situación es la misma.

¿Ese cuento lo ves entonces como un retazo de la novela?

Me gusta la palabra retazo, porque la novela está armada de restos, de huellas y de imágenes quebradas, de fragmentos y retazos, justamente. Creo que, en parte, su arquitectura es eso. Son estos pedacitos que quedaron dando vueltas y que se constituyen también en elementos que pueden ser «bastardos», como este manual del inmigrante italiano, esos fragmentos del cuaderno de dactilografía, estas fotos viejas que parecen opacadas por el tiempo. Todos esos materiales que rodean la novela yo creo que también son los que articulan la idea de una historia que no pretende poner un punto final y dar por zanjada la historia, en términos de «la gran historia», la historia con mayúsculas. Esto significa trabajar a partir de la memoria y pensar que ésta, como yo la concibo, no es un mirar al pasado y cerrar, como si el pasado fuera lo que pasó y ya. Sino, más bien, es tener la posibilidad de pensar en las múltiples resonancias que puede tener la memoria en el presente. Y las resonancias, en realidad, son difusas, son como bengalas que hoy día nos pueden dar luces o fulgores, benjaminianamente hablando. Entonces la idea del retazo es un poco eso, como si ese fragmento se inscribiese en estos fulgores.

¿Qué te llevó a tomar la decisión de anclarte en el presente?

Fue pensar que el pasado no puede ser restituido. No quise contar las cosas «como fueron» porque, primero, es imposible y segundo, porque también me parece un poco pasivo. Es como pensar «esto ocurrió y listo, cerrémoslo». Pienso que hablarlo desde el presente es abrirle las posibilidades a que esto siga operando, aunque sea de forma fantasmagórica. Es decir, nos sigue haciendo resonancia. De todas formas, creo que fue algo que no se dio de manera tan programada. Orgánicamente el texto me fue llevando hacia allá.

¿Fue como darle agencia a Ania?

Sí, yo creo que en algún momento fue súper importante dilucidar desde dónde estoy contando esto, desde qué urgencia, cuál es la razón para contar esto hoy. Entonces el personaje de Ania empezó a crecer: cuál es su mundo, por qué necesita estar ahí, qué le va pasando. Originalmente era la historia de Agustín y de Nélida. Y de pronto surge la pregunta: ¿quién lo va a contar? Me interesaba que justamente pudiera haber un vínculo más real que hiciera sentido desde otro lugar con el desarraigo. Por eso el desarraigo de ella tiene otro cariz, cubre otra zona, pero se conecta justamente con la de Nélida y Agustín.

Pensaba en el hecho de que en la casa no había espejos. Por una parte, es un tema identitario, pero tiene que ver también con lo fantasmagórico, ¿no?

Sí, tiene que ver con el no verse. Y también podría haber sido el argumento de una de las novelitas de terror, gente que no se ve en los espejos. Una novela de vampiros.

O quizás también si hay tantas cosas rondando que, al mirar los espejos, solamente podrías ver eso. Para poder mirarse no tenía que mirar los espejos.

Yo no sé si fui muy consciente, pero me parecía importante que no hubiera espejos. Que durante todos esos días en que Ania estaba ahí, de alguna forma, se le borrara el contorno, dejara de ser la que era. Y que no tuviera consciencia de eso. Hasta que efectivamente se mira en algún reflejo y se ve con esta imagen como de pájaro, convertida en una cosa que está a medias, que está mutando.

¿Crees que el presente de la novela es un poco rulfiano? Esa sensación de ir vagando entre los fantasmas de todos los recuerdos de esa casa. Pensaba en la escena del piso, que está en la casa que se va a destruir: «Eso es todo, comprende Ania: un pisito verde, solitario, afirmando la memoria de una casa en ruinas. Ni rastros de las novelas de terror. Eso es todo, zanja. Y se sienta en el pisito a esperar que pase algo que sabe que no va a pasar».

Creo que cuando Ania cruza la cordillera, no sólo cruza un territorio geográfico, sino también una temporalidad. Y, de alguna forma, este lugar se transforma en un espacio agrietado, donde hay muchos cruces: el cruce entre el pasado y el presente, el cruce entre los vivos y los muertos. Por eso podría haber algo medio rulfiano ahí. También está el cruce entre lo real y lo imaginario, incluso lo fantasmagórico en lo delirante y lo real. En ese sentido, hay muchas fronteras que están en juego y los personajes, tanto Ania como después Agustín, empiezan a entrar también en un universo donde se transforman en los personajes de esas novelitas de terror. Ahí hay algo que se difumina y creo que todo entra en ese territorio medio vago, que podría ser onírico, donde se pierden los contornos de qué es lo real y qué no lo es. Esto me hace mucho sentido con Rulfo, pero no sé si estaba conscientemente en mi imaginario cuando lo articulé. A pesar de que Rulfo ha sido una presencia permanente en mí como lectora.

Me gustaría que ahondáramos en el título de la novela, «El sistema del tacto», en el significado que tiene para ti.

«El sistema del tacto» creo que tiene varias connotaciones. Una es la del sistema de dactilografía que contempla esta técnica, que dicen «es la más científica». Me pareció muy gráfico porque uno está acostumbrado a hablar del «sentido del tacto», pero el «sistema del tacto» es una pequeña desviación en la palabra que cambia completamente y descoloca.

También está el sentido del tacto como tocarse. Me gustaba imaginar que donde todo está destruido, donde todo se está cayendo a pedazos, el roce de la piel sigue manteniendo a los personajes conectados. Esa figura, esa imagen, me parecía muy bonita. Y más aún si pensamos que estos personajes no tienen demasiado tacto, en el sentido de no tener tino. Un tacto-tino para adaptarse o para formar parte de ese deber ser que se les exige. Los dos en distintos planos, diría los tres también. Incluyendo a Nélida. Son tres personajes desplazados de sus mandatos, de lo que se espera de ellos. Agustín como un ser no productivo, no integrado, «raro» finalmente. En el caso de Ania, el desarraigo de no sentirse parte de un «deber ser», de una estructura productiva también, de un mandato de maternidad, de tipos de pareja. Y con Nélida para qué decir: es alguien sacada de su entorno, con una vida que finalmente termina siendo clausurada porque se le exige que responda a ser la buena esposa, que se adapte, que hable la lengua de los otros, que llegue a este lugar sin chistar, y finalmente eso termina haciendo crisis. Entonces son todos personajes que están un poco fuera del orden y que no tienen el tacto para lidiar con eso.

Pensaba también que el sistema del tacto podía estar vinculado a este elemento fantasmagórico.

De las cosas que no se tocan.

Exacto, de todo lo que rodea a los personajes.

Claro, el universo de lo intangible. Tiene que ver con todo lo fantasmagórico y silencioso, todo lo que no está dicho. Eso era algo que me interesaba mucho al escribir la novela, que tenía que ver con cómo hacer que las palabras y el silencio estuvieran en sintonía. Que las palabras no fueran a opacar el silencio. Que hubiera zonas que pudieran seguir percibiéndose como lugares no nombrados. Entonces creo que lo fantasmagórico es un poco eso también, lo que está latente pero no alcanza a ser dicho.

Como la relación de Ania con Agustín.

Exacto, ahí hay algo latente que es sugerido, no explicitado. Incluso yo creo que esta odiosidad que hay en el ambiente también, de ese patriotismo exacerbado, es algo que está ahí. Una violencia que no se explicita hasta que llega el palo en la cabeza. Hasta antes de eso es el rumor.

Es un murmullo.

Sí, justo iba a decir murmullo y me hizo mucho sentido con lo de Rulfo, porque Pedro Páramo, la novela de Rulfo, se llamaba originalmente Los murmullos.

¿En serio? No sabía, tiene mucho sentido.

Claro, son murmullos. Bueno, y además está el «murmurllar», la palabra inventada en la novela. El otro día alguien me decía que era entre murmurar y maullar, y eso me pareció hermoso. El «baldrar» también está, que es como balar y ladrar. Pero no había pensado en el sentido de lo animal del «murmurllar». Lo había pensado, más bien, como murmurar y murmullo, pero no en el maullido, que es bonita también esa ambigüedad.

Te quería preguntar por la relación que tiene la protagonista con su padre en la novela. Vislumbrando que la temática padre/hija(o) ha estado muy presente en otras de tus novelas, por ejemplo, en Dile que no estoy, la figura ausente y competitiva del padre. ¿Cómo crees que ha sido desarrollada en esta obra?

Creo que hay figuras que van más allá del vínculo filial puramente, que se transforman en metáfora de otras cosas. Pienso que en el caso de En voz baja o en Había una vez un pájaro, la figura tiene que ver también con «el padre» como la representación de la autoridad. En estos casos, uno podría leerla espejeada con la dictadura. Ese mandato de este ser humano que lo lleva todo, que lo comanda todo, que es el autoritarismo por excelencia. En Dile que no estoy está la figura de la ausencia y también de cierta competencia a la que el hijo, nuevamente, no quiere adscribirse. Y cierto «deber ser» en el hijo, una masculinidad con la que el personaje se siente totalmente fuera de lugar.

En el caso de El sistema del tacto, el padre encarna una forma de relacionarse como familia que para esta hija resulta totalmente inadecuada. Al mismo tiempo, ella quiere mantener ese vínculo, pero desde otro lugar, desde otra orilla. Y ahí es donde no encaja. También está el tema de la ausencia, esta figura que está y no está. Y vemos una proyección ambigua, de pareja media sustituta, que resulta un lugar extraño también. Un lugar que se escapa de todos los deberes seres.

Quedé con la sensación al final como si algo hubiera decantado en esa relación, algo que siempre quedó latente en otros libros.

Me hace mucho sentido lo que dices porque, a pesar de que en El sistema del tacto estoy hablando de una hija, yo no la pondría en el lugar exclusivo de la hija. Ella también busca su lugar de disidencia y está rastreando su propio jardín. Un jardín suyo, que pueda regar a su antojo. Es desmarcarse un poco de ser hija. Creo que es ahí donde la figura del padre se rompe, o adquiere otra dimensión.

Me acordé de ese poema de Olga Orozco, «Pavana para una infanta difunta», el que le dedica a la Pizarnik y dice que al final de todo hay un jardín: «Pero otra vez te digo, ahora que el silencio te envuelve por dos veces en sus alas como un manto: en el fondo de todo jardín hay un jardín. Ahí está tu jardín, Talita cumi».

Qué hermosa conexión. Y, claro, el jardín está situado como una especie de lugar de arraigo, como el lugar donde puede haber algún sentido de pertenencia, de algo propio, un lugar donde poner la vista, donde permanecer.

Porque en esta casa, ¿al fondo había un jardín? Creo que no se menciona, sólo se habla de un parrón.

Está el parrón que es una especie de patio compartido, patio en común, pero no es jardín propiamente tal. Esa imagen, fuera del libro, surge de dos orígenes que están entrelazados. Me voy hacia atrás. El libro de cuentos Animales domésticos lo presentó Alejandro Zambra. En algún minuto él dice que le parece haber leído un cuento escrito por mí, que yo nunca escribí, pero que indudablemente es un cuento mío. Y en ese cuento imaginario, hay un personaje que se levanta en la madrugada, insomne, y en vez de fumar un cigarro o buscar un vaso de agua, va al jardín y prende la manguera y riega las plantas y ve como el agua va mojando sus pantuflas. Y Zambra decía en la presentación que ese cuento, que yo no escribí, era un cuento que debería haber escrito. Entonces cuando escuché eso dije «pucha, esa escena debería escribirla». Y me quedó dando vueltas. Eso fue en el año 2011.

Retrocedo aún más en el tiempo. Desde que yo era niña mi papá, que es argentino, me hablaba de su abuelo piamontés, que había emigrado a Argentina en 1910 y nunca había podido regresar. Y me decía que el viejo le hablaba de su terruño, de la casa sobre una colina, de un establo, de un caballo a lo lejos, del aire de la campiña, de las calles empedradas. Cuando el abuelo murió, se perdieron todos los contactos. Recién por ahí por 2006 o 2007, mi papá logró viajar a ese pueblito del Piamonte y entró a uno de los pocos restaurantes que había, y resultó que el dueño era su sobrino. Entonces llegó la parentela completa, con fotografías enviadas desde Argentina a mediados del siglo veinte por los abuelos de mi papá, intactas. Fotos que sobrevivieron el desplazamiento de un continente a otro, el rigor de las dos guerras mundiales, los incendios, los escondites y el polvo de un siglo entero. El momento clave fue cuando visitaron la casa en la colina. Era exactamente el mismo paisaje del relato oral del viejo. A la vuelta, ya en Chile, mi papá me contó cómo era el lugar y en ese minuto sentí que yo era él, escuchando el relato de su abuelo. Una imagen de una imagen. Unos años después, en el 2011 de la presentación de Animales domésticos, yo hice el mismo viaje. Fui a ver a estas personas y les pedí que me llevaran a ver la casa del abuelo de mi padre. Entonces fue como ver el recuerdo del recuerdo del recuerdo. Como ser mi padre y estar escuchando el relato que le hizo su abuelo, de cómo había sido esto.

Y ahí fue cuando la anécdota de Zambra me cuajó completamente, porque pensé «esto es un gran jardín». En el fondo, ese establo donde estaba el caballo pastando desde años inmemoriales graficaba la idea de un jardín propio. Dije «aquí hay arraigo», es la única imagen con la que el viejo se quedaba estando en un lugar donde no sentía pertenencia. Entonces decantó la idea de que el jardín era algo que podía ser trabajado desde ese lugar también, el de la tierra propia.

Es como que no puede haber algo más arraigado que la tierra, por las raíces de un jardín propio.

También es esa conexión con lo terrenal, qué estás pisando.

La figura del patio compartido, siempre estar en un lugar que no es el tuyo. O más que no sea el tuyo, es como estar en tránsito.

También lo pensaba porque luego Ania, cuando proyecta esa imagen, es en contraste con el lugar donde vive acá, un espacio super urbano, contemporáneo, impersonal, en que sólo hay cemento. Hay una mezcla de temporalidades ahí, de estar habitando un lugar más metafórico que real. Y asoma con fuerza la idea de tener algo suyo, «un cuarto propio». Un lugar donde sentirse acogida.

En la novela eran siete días los que estaban sin comunicarse, ¿no? También era como un pasillo, un tránsito a otra cosa.

Sí, tal cual, porque yo creo que ella entra en un estado y sale convertida en otra de ese viaje. Son como una peregrinación esos siete días, en que van cayendo capas y capas de su identidad también. Quién soy acá finalmente, quién soy en esta historia que se me hacía súper desconocida cuando llegué. Ella pensó que sólo venía a hacer un trámite y de pronto la memoria le estalló encima, como si fueran pájaros ardiendo que cayeran del cielo. Como la imagen de esa novelita de terror. De pronto empieza a ser invadida por esta memoria que está ahí, que se le incrusta y que de alguna forma la ataca también.

Para finalizar, te quería preguntar por tu participación en la colectiva de escritoras AUCH!, que comenzó a gestarse a partir de la marcha del 8M, ¿no?

Sí, fui primero a la marcha y luego a la reunión, una cosa llevó a la otra. Y es bonito porque uno de los hashtags que se estuvieron manejando antes de la marcha fue #cuestionatucanon, y me parece que es del todo coherente con lo que se hizo unos años atrás en el encuentro «Islas Nuevas», de reponer nombres que están fuera de circulación. En ese caso eran autoras vivas, que a lo mejor no estaban tan visibilizadas cuando se habla de la literatura chilena escrita por mujeres. Empezar a ampliar esos registros, ampliar la mirada, visibilizar otras cosas: eso es lo que más me interesa hoy del movimiento. Poder hacer cambios en nuestras estructuras tan normalizadas, de concebir cuáles son las lecturas, los cánones que nos han marcado, cómo hemos mirado los temas más diversos siempre desde la óptica masculina. Empezar a poner en cuestión eso y abrir nuestros registros. Que eso incluso pueda estar en los programas de educación en los colegios. Cuestionar también desde ahí cómo se enseña literatura hoy, pensar que en todas las épocas podemos incorporar la paridad y pensar en que, así como había hombres escribiendo, que eran publicados, había mujeres que no eran publicadas y que estaban igualmente activas.

 

 

 

***Alejandra Costamagna (Santiago de Chile, 1970) es periodista y doctora en Literatura. Ha publicado las novelas En voz baja (1996, Premio Juegos Literarios Gabriela Mistral), Ciudadano en retiro (1998), Cansado ya del sol (2002) y Dile que no estoy (2007, Premio Círculo de Críticos de Arte); los libros de cuentos Últimos fuegos (2005, Premio Altazor), Animales domésticos (2011), Había una vez un pájaro (2013) e Imposible salir de la Tierra (2016), y el compilado de crónicas Cruce de peatones (2012). En 2003 obtuvo la beca del International Writing Program de la Universidad de Iowa, Estados Unidos. Su obra ha sido traducida al italiano, francés y coreano. En Alemania le fue otorgado el Premio Literario Anna Seghers 2008 al mejor autor latinoamericano del año. Su más reciente novela, El sistema del tacto, fue finalista del Premio Herralde 2018 y publicada por Anagrama.
***Constanza Anabalón Tohá (Santiago de Chile, 1987), escritora y socióloga de la P. Universidad Católica de Chile. Publicó la novela «Caja de resonancia» el año 2016. Obtuvo la Beca de Creación Literaria del Fondo del Libro y la Lectura, convocatorias 2016 y 2018. El año 2018, su cuento «Tengo miedo de perderte» fue incluido en el libro «Chambelán superstar», como parte de los ganadores del Concurso Nacional de Cuentos «Nuevas Letras Sub 30».
***Crédito fotografía: Gonzalo Donoso 

 

 

 

 

 

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