Reseña. Población flotante de Carlos Araya. Felipe Díaz.

Población flotante

Carlos Araya

Emecé (Planeta), 2018, 194 páginas.

ISBN: 9789569956249

 

Sesenta voces a través del desierto cuentan una misma historia: la de estar vivos. Renovar el recurso de relatos interconectados a un nivel minimalista hace de este libro una pieza que sobresale por la exactitud de su diálogo. Cada corriente de conciencia hace de espejo en este juego de imágenes; el bus avanza a través de los valles desérticos, evidenciando la imprenta estética que la soledad y el retiro provocan en el subconsciente de los pasajeros y la necesidad de reflexión que instintivamente se desarrolla a través de ello. Notamos entonces que la historia no importa tanto como las cavilaciones de los que la van viviendo; pequeños jueces que aprecian el mundo con el filtro de sus cargas personales, algo así como el juego de las amebas que Cortázar explica en rayuela: nuestra atención difícilmente escapará de aquello que hemos ido fijando en nuestra jerarquía mental.

El caleidoscopio en el que se desenvuelve la narrativa de Población flotante alcanza, en pocas páginas, dimensiones geométricas que hilan de manera exacta una historia aparentemente sobria, cuya intensidad se dibuja de manera sutil gracias a la naturalidad de los hablantes. Carlos Araya nos entrega en su novela una suerte de “ecosistema narrativo” que trastoca de manera íntima el imaginario nacional, y de forma un tanto paradójica la relación personaje/protagonista. Construida mediante el ángulo de diferentes hablantes que observan desde la comodidad de sus asientos el tumulto exterior, nos sentimos sorpresivamente instalados en una especie de palco que nos obliga a entender lo simbólico en las nimiedades, pequeñas burbujas que al explotar revelan el eco de las cenagosas profundidades del ser. Mediante estos recursos, la prosa conjura en los lectores una suerte de terror frente a lo amorfo. En un bus que atraviesa el desierto con sesenta pasajeros y dos tripulantes, la fe, la curiosidad, el compromiso y la necesidad de escape se convierten de pronto en el combustible de lo absurdo, esa capacidad que tiene el humano de plasmar lo onírico en lo cotidiano. Nace entonces la siguiente pregunta: ¿se puede hablar con seguridad de algo políticamente correcto? No si tomamos el presente como lo que verdaderamente es: un sistema de abstracciones cuyo sentido es claro solamente para el individuo que los interpreta.

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