EL UNIVERSO DEL CENTON / Armando Roa Vial

 

EL UNIVERSO DEL CENTON
Armando Roa Vial

 

 

 

Se sabe que Walter Benjamin soñaba con escribir un libro que fuera un mosaico gigantesco de frases tomadas de otros escritores. La autoría se transformaba en una suerte de orquestación de voces disímiles, empalmándolas y nutriéndolas de hilo conductor. Esa aspiración  – a la que he brindado, con suerte dispar, mi propia complicidad a lo largo de mi trabajo- se puede ver ejemplarmente plasmada en las páginas del “Ulises” de James Joyce, particularmente en el capítulo “Oxen of the sun”. En la poesía contemporánea han sido seminales los mosaicos de Pound, Eliot y Ashbery.  Los antiguos romanos llamaron a esa técnica “Centón”, término que ha sido desplazado por un léxico menos feliz: collage, pastiche.  Más cómico y querible me parece el apodo de “esperpento”, a la manera del divino Valle Inclán. En el siglo XVI y XVII  Thomas Browne y Robert Burton descollaron como virtuosos del dialogismo intertextual. Algunos teóricos aducen intrincadas teorías sobre la “muerte del autor” para justificar el renacimiento en la literatura postmoderna de esta técnica ancestral. Pero una afirmación tan rotunda y pomposa como esa no me parece afortunada; creo, más bien, que la alusividad apunta al placer del desdoblamiento , donde la voz personal –si es que existe una voz enteramente personal- es un gozoso eslabón de una saga tejida por muchos, y donde la obra, cualquiera sea su naturaleza, está siempre proyectada como algo no concluso, a la espera de otras voces para nuevas reescrituras. Es el palimpsesto infinito, el plagio pantagruélico del todos para uno y uno para todos, el gozoso anonimato al que aspiró la literatura medieval y donde la lectura recupera también su dimensión profundamente creadora. José Emilio Pacheco lo sintetizó en su “Carta a George Moore”: “Qué más da/ que estos versos sean míos o de nadie/ En realidad son tuyos, lector, que los modificas con cada lectura”.  Este espíritu ecuménico desecha, por un lado, la añagaza de la autoría como territorio excluyente, y por otro,  la vanidad no confesada del copista burdo que aspira en secreto a esa misma superstición espuria, sólo que a costa de otros. Me gusta la aliteración entre citar es resucitar: quizá para que los muertos sigan escribiendo en uno, al dictado de la admiración y la nostalgia. Son ellos, nuestros mayores, “ríos secretos e inmemoriales” que desembocan en nosotros, al decir de Borges,  los que nos brindan el remanso de una escritura que es, al final, una laboriosa absorción de soledades.

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