Chile. Narrativa. Gustavo González. Tres historias picarescas (de la vida real).

 

1. Road movie

Caluroso día de verano. Ruta 5 Sur. Conduzco hacia Santiago. Tramo entre Talca y Molina. Una mujer de unos cuarenta años, aspecto un tanto campesino, vestido floreado, chalas, con una cartera de tela al hombro, más bien baja, hace dedo al borde de la carretera. Me detengo. Sube.

–¿Hasta dónde va?– le pregunto, suponiendo que irá a un poblado cercano, ya que no porta maleta, ni mochila, ni nada que sugiera un viaje largo.
–Salí no más a dar una vuelta– responde.
Ante mi expresión interrogativa, me aclara:
–Es que salgo a vender placer…
–Me va a perdonar, pero la verdad es que voy muy apurado a Santiago y no tengo tiempo para que paremos en alguna parte– le respondo con la mejor de mis entonaciones de caballero, cuidando de no herir su orgullo profesional.
–Noo… si no tiene para que parar, lo hacemos mientras maneja– me aclara.

Del contexto y las respectivas connotaciones de sus palabras se desprende que mi ocasional acompañante es una experta en el sexo oral. Y no solo eso, sino además una gran acróbata capaz de deslizar parte de su espalda y su rostro bajo el estrecho espacio que queda entre el volante de mi Nissan Tiida y mis piernas para practicar su especialidad, con una tarifa, según me aclara, de apenas cinco mil pesos (unos ocho dólares de los Estados Unidos de América).

Le digo entonces que no me interesa. Pero la esforzada trabajadora sexual insiste en conquistarme como cliente. Voy vestido con bermudas y empieza a acariciarme la pierna derecha, desplazando su mano hacia la entrepierna. Al mismo tiempo se sube el vestido enseñando los muslos y se descubre un hombro insinuando el escote.

Permanezco invulnerable a sus arremetidas y le insisto en que no estoy interesado en gozar de sus favores orales, mientras me concentro en la conducción del automóvil, temeroso de una distracción que pueda derivar en un accidente de trabajo, visto desde la perspectiva de ella, claro está.

Diviso entonces, algunos metros más adelante, un lugar donde se ensancha la berma. Disminuyo la velocidad y me detengo. Le pido que descienda del auto.

–¿Y ni siquiera una luquita para una chela?– me dice.
–No. Bájese.

Me mira entonces, fija su atención en mi barba blanca y me censura en tono de desconsuelo mientras abre la puerta del Nissan:

–Ay, tatita. Qué malo es usted.

 

2. Camarín de la piscina

 

La obsesión anti humedad tiene uno de sus mejores escenarios en el camarín de la piscina. Muchos de los varones que van allí, luego de nadar y tomar la ducha de rigor, invierten una enormidad de tiempo en secarse. No se trata solamente del uso meticuloso de la toalla. Hay quienes se abastecen de abundante papel higiénico o de papel para las manos en los respectivos dispensarios y llevan a cabo con ellos un cuidadoso tratamiento en sus pies. Distribuyen trozos entre los dedos y los mantienen ahí un buen rato para que no quede ninguna gota de agua en las junturas, como resguardo sin duda contra hongos, pies de atleta o eso que llaman el dedo diabético. Están también, cómo no, los que blanquean sus extremidades inferiores con generosas porciones de talco.

El secado de las extremidades inferiores y del cuerpo pasa a ser así un concienzudo arte en que incluso hay quienes trabajan con dos toallas. Pero el ceremonial no termina ahí. El camarín de la piscina pone también a disposición de sus usuarios un secador de pelo eléctrico fijado al muro con una clara indicación impresa al costado: “uso solamente para cabello”. La mayoría da por sentado que la expresión “cabello” remite a los pelos de la cabeza. No obstante, no faltan quienes, tal vez por hacer una interpretación amplia y generosa del concepto, o simplemente por estimar insuficiente la toalla, utilizan el secador en todo su cuerpo, especialmente en las zonas pilosas y se lanzan el aire caliente a los testículos, operación que a veces genera agrias discusiones con alguien que les llama la atención por infringir la regla. Tal vez para evitar esos enfrentamientos y perseverar en el empleo del aparato eléctrico como les dé la gana, algunos llevan su propio equipo y lo usan a destajo aprovechando los tomacorrientes del camarín.

Así, en una oportunidad pudimos ver a un preocupado usuario que se instaló con su secador en una banca y a vista de todos nosotros fue echando aire caliente centímetro por centímetro a todo su cuerpo, literalmente de cabeza a pies.

La situación particular sobrevino cuando este señor procedió a sacarse el agua de sus partes intermedias. Tras el consabido tratamiento anti humedad en su zona sexual delantera, procedió con su trasero, inclinándose y pasando el secador entre sus piernas para apuntar el tubo hacia el objetivo. El problema es que en lugar de orientar su espalda hacia el muro, procedió al revés. O sea, nos dio la espalda a todos los presentes, mostrando un culo medianamente peludo que no era precisamente estético. En su afán de eliminar hasta la última gota prolongó el secado por interminables minutos sin modificar su postura, al punto que muchos llegamos a sospechar que el buen hombre se estaba sodomizando con el airecito tibio de su moderno aparato eléctrico.

 

3. Diminutivos

 

Los diminutivos son una tarjeta de presentación de los chilenos. Esa obsesión por las palabras terminadas en “ito”. “¿Me da un vasito de agua?”, “juntémonos a comernos un asadito”, “llego en un ratito”, “está calentito aquí adentro”, “¿tecito o cafecito?”, “¿lo interrumpo un momentito?”, y así, con un largo etcétera los ejemplos del habla cotidiana podrían llegar hasta el infinito. (Infinito no es diminutivo. N. del A.)

En años de experiencia como sufrido usuario de los servicios de salud, ya sea vía Isapre o por Fonasa, he podido constatar la gracia con que ejercen su bondadoso tratamiento de los pacientes las paramédicas, tecnólogas, auxiliares o enfermeras de laboratorios, clínicas u hospitales. Estas amables servidoras recurren a los diminutivos no solo como una estrategia comunicacional sino también sicológica.

Así, cuando estamos en la antesala del quirófano para una operación viene la encantadora chica que llena la ficha de internación. Verificará si hemos seguido al pie de la letra la instrucción de ayunar, y luego vendrán dos preguntas ineludibles. “¿Hizo pipí esta mañana?”. Sí, respondemos. “¿Y caquita también?”.
Si vamos a exámenes de laboratorio, nos subimos la “manguita” y cerramos firme la “manito” para la toma de la muestra de sangre, y si debemos dejar igualmente la muestra de orina, nos pasarán un “frasquito” luego de preguntarnos: “¿tiene ganitas de hacer pipí?”.

Esta candidez del lenguaje suele darse acompañada de un cierto recato en los procedimientos.

Una vez el urólogo me encargo una ecografía para precisar la ubicación o deslizamiento de un porfiado cálculo en mi riñón derecho. Como se estila, luego de la espera me hicieron pasar a un box para que me desvistiera y cubriera con una bata especial, previa instrucción de que debía conservar puestos los calzoncillos.
Fui atendido por una joven tecnóloga que me hizo acostar en la camilla, me esparció el gel y comenzó a aplicarme la sonda. La pantalla no entregaba resultados, ante lo cual hubo que bajar la zona de observación con el consiguiente desplazamiento del calzoncillo. Mi atributo viril (permítanme la cursilería) quedó así no solo expuesto, sino que también comenzó a oscilar hasta que la eficiente profesional me dio la orden:

–A ver, sujétese su penecito.

Cumplí disciplinadamente sus instrucciones y la ecografía fue un éxito.

 

 

*****Gustavo González Rodríguez (Linares, Chile, 1946). Periodista, escritor y académico universitario. Autor de los libros Nombres de mujer (narraciones, 2016) y Caso Spiniak. Poder, ética y operaciones mediáticas (ensayo, 2008). Formó parte de la antología narrativa Pasión por la música (1996). Coautor de The media in Latin America (Open University Press, 2008) y otros libros sobre temas de comunicación y periodismo. El más reciente: Corresponsales bajo dictadura. Chile 1973-1990 (Fondo de Cultura Económica, 2018).

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