Chile. Andrea Alcaíno. Iglesia

IGLESIA

 

El suelo estaba frío cuando mis pies lo tocaron. Sentí cómo mis pisadas se transformaban en aire por cada paso que daba. Me acerqué a la mesa de noche y agarré el paquete de cigarrillos, sacando solo uno, ya que sé que eres tacaño. Busqué en mis pantalones un pedazo de chicle de menta, sabía que no te gustaba el sabor de nicotina en mi boca. A pesar de todo, yo soportaba el aliento a humo en la tuya. Qué injusta es la vida, ¿no?

Entré en el baño y abrí la ventana, dejando que el viento con gusto a mugre entrara y se sumergiera entre los rincones del pequeño espacio. Me senté en la tina desnudo, fumando lo que me quedaba de aire en los pulmones.

Cada día era más o menos así contigo. En el día te bañabas temprano, haciendo que el vapor entrara en la habitación por la puerta abierta. Me obligabas a que me quedara en la cama, no tenía permitido ducharme contigo, tú no me dejabas. Luego salías con una toalla alrededor de tus caderas, esperando a que yo no me excitara al ver las gotas rosando tu piel en el abdomen, cayendo suavemente a la tela de tus muslos, haciendo que le tuviera envidia a todo lo que te rodeaba. El aire, el agua, la toalla,  incluso el suelo que pisabas. Me mandabas a que me diera una ducha también, con agua fría, ya que siempre gastabas la caliente.

Al final tú te ibas antes de que yo saliera del baño, dejándome solo en tu habitación. A veces me escapaba por tu ventana para que tus padres no sospecharan, y otras veces simplemente salía por la puerta principal, cuando ellos se quedaban a trabajar hasta el otro  día. Me decías que ninguno de ellos trabajaba realmente. Tu padre se quedaba en la oficina para cogerse a su secretaria y tu madre se quedaba en algún bar aspirando cocaína para no morirse del aburrimiento. Aún así, ellos iban a misa, siguiendo la supuesta fe que te inculcaban a ti también.

En el día fumabas mucho más de lo que yo podría en un año. Ibas a visitar a tus amigos, se emborrachan antes de desayunar, y luego comían algo robado de algún estacionamiento para no caer completamente. Nunca se iban a negro. Siempre le coqueteas a las cajeras, esperando a que ellas acepten acostarse contigo antes de la hora del almuerzo. Muchas de esas veces lo hacían y, aunque estuvieras lejos, podía sentir cómo se las metías en sus vaginas tanto vírgenes y apretadas como sueltas y ya viejas.

Me da asco solo pensar en ello.

En la tarde ibas a algún restorán demasiado caro con tus padres. Te preguntaban cómo te había ido en la universidad, y tú respondías que bien, normal, nada nuevo, y ellos te creían. ¿Qué crees que pensarían si se dieran cuenta que siempre estás faltando, y hace meses que no has pisado el establecimiento? Seguramente no les importaría, ya que ellos no hacen nada mejor de lo que tú haces. Y es cierto, y yo lo acepté. Porque tenías razón. Siempre la tienes.

Más tarde ibas al barrio cerca de tu universidad. Cuando las clases terminaban, te reencontrabas con tu otro grupo de amigos. Ellos ya estaban acostumbrados a que faltaras, así que no te hacían preguntas. Te dejaban fluir como papel en el viento, antes de que chocaras con una que otra pared. Se quedaban a conversar, y a veces les vendías ácido que te habías conseguido con algún narco la noche anterior. Otras veces te lo conseguías conmigo, porque siempre supiste que tenía más contactos que tú. Quizás te creas duro, pero sigues siendo un niño católico de universidad privada.

Después llegaba tu novia al callejón y le corrías mano en frente de todos tus compañeros. Algunos te vitoreaban y otros te decían que te la llevaras a tu habitación, que ya estaban hartos de tu falta de vergüenza. Lo que no sabían era que solo te la cogías cuando estaban en su casa, por alguna razón, nunca quisiste que alguien entrara a tu habitación. Sigo sin entender por qué entonces dejabas que yo entrara y saliera de ella. Después de todo, nunca he sido nada para ti.

Una novia que tuviste era bonita, tenía el pelo lacio y café, sus ojos verde clarito y con lo que tú decías que eran “unos senos increíbles”. Era buena con la gente, y era buena con tus padres, era una pequeña niña católica rebelde con el rosario entremedio de su escote. Créeme cuando te digo que era perfecta para ti, unos niños casi iguales, que se comprendían de lo mejor cuando decidían hablar en vez de follar.

Entonces, ¿por qué seguiste conmigo?

Después de esos encuentros hacías muchas cosas, ibas a bares a pasar la tarde, a parques donde podías mirar a madres “bien buenas” con sus coches de bebés, o a clubes donde te pasarías la noche. Dejabas una nota en la puerta de tu cuarto para que tus padres no sospecharan que no estabas en casa. No sé quién es más estúpido,  si tú por crear una de las peores excusas de la historia o tus padres por creértela. Y sí que te la creían todo el tiempo. Aunque si soy sincero, siempre hubo muchas veces en que ellos ni siquiera estaban en casa, lo que hacía todo más creíble.

Te conocí en una de esas noches de clubes, nunca sabías que suelo estabas pisando. Esa vez de verdad pisaste el suelo equivocado.  Estabas intentando comprar ácido o éxtasis, no recuerdo bien. La cosa es que tú tenías dinero, pero ellos no aceptaban ese tipo de efectivo. Tenías una bolsa con las sustancias en la mano y con una cara molesta les preguntaste qué mierda querían a cambio. Ellos te respondieron lo que los narcos siempre responden en esa parte de la ciudad: “Si quieres la droga ponte en cuatro”. Tu cara me dio risa, estabas pálido de la furia y les dijiste que se fueran al carajo y que podían cogerse entre ellos mismos. No debiste haber hecho eso.

Eran cerca de seis, siete, y tú eras solo uno. Te tomaron entre todos y empezaron a golpearte. Siempre me has dicho que eres fuerte, que tienes músculo, pero ese fue uno de los momentos en los que te vi lo más débil posible y, déjame decirte, que al intentar pelear eres peor que una bolsa plástica. Me acuerdo cuando te tomaron de las piernas y empezaron a desgarrarte los pantalones, el cinturón,  incluso creo que uno de ellos tomó tus zapatillas. Cuando iban a despojarte de tu ropa interior, decidí que me había aburrido del espectáculo.

Saqué una pistola y les dije que te soltaran, o que los mataría, después de todo, nadie podría escuchar gritos o balazos con todo el griterío que había. Ellos me miraron gracioso, y me dijeron que me fuera a cagarle la fiesta a alguien más, que yo no tenía nada que ver. Al ver que no se iban a detener, le disparé a uno de ellos en la pierna, y les dije que si no se iban, la próxima sería en la cabeza de uno de ellos. Uno de ellos me gritó “¡Hijo de puta!” pensando que quizás podría ofenderme. Yo seguía serio, y disparé al techo enojado, ya me estaba aburriendo. Los vi correr, olvidando la bolsa con las drogas cerca de tus pantalones.

No te ayudé a pararte, no era una persona caritativa, solo que ver a gente indefensa me aburría, y yo no soportaba estar aburrido. Me di la vuelta y me puse a caminar, pero me detuve cuando escuché tu voz preguntándome que quién carajo me creía que era. Me devolví hacia ti, sin comprender qué querías decir. Extrañamente, estabas enojado conmigo. Empezaste a gritarme groserías, palabras que no entendí en tus balbuceos, que tú estabas a punto de darles una paliza y que te había quitado todo el orgullo. Me acuerdo que me reí amargamente y te dije que eras un estúpido, que alguien como tú no tenía orgullo en primer lugar.

No sé de dónde sacaste la energía, pero te paraste y empezaste a golpearme. Estabas eufórico, tenías sangre en la nariz y moretones en los brazos, pero eso no evitó que te golpeara de vuelta. Me lanzaste varios puñetazos, y yo te pateé varias veces en las rodillas para hacerte caer, pero eras terco, duro como una roca aunque estuvieras roto en todas partes. Me pusiste contra la pared y empezaste a rasguñarme el torso mientras te frotabas con mi parte baja. No entendía qué te pasaba, o que querías de todo esto, pero la verdad, es que me importaba un comino. Había pasado varios días sin que alguien me cogiera y no le tenía miedo a los espacios públicos.

Fue raro. Me la metiste de una sin esperar, y no sentí dolor, solo placer inmediato y mucha ira. Estaba acostumbrado a ser una puta, así que ya me la habían metido muchas veces ese mismo día. Me daban duro, y yo solo gemía, fingiendo o no. A los tipos no les importa si te corres, solo les importa correrse dentro tuyo. Tenía los pantalones por el piso y la camiseta por encima de pecho. Lo más raro fue que me vine, aunque ya te habías venido mucho antes que yo. Quizás durabas mucho con las tipas pero con un tipo te venías en tres segundos.

Me había vestido para irme, pero me detuviste preguntándome si quería una cerveza. Te dije que no era la puta de nadie y que no me compraras  nada, que no quería nada a cambio. Respondiste que no era por eso, que querías ver si podías emborracharme para cogerme de nuevo. Estaba cansado, así que simplemente te seguí y dejé que compraras cerca de seis vasos.  También estaba desesperado. No hablamos mucho, creo que nunca te vi tomar un sorbo de alcohol, te creías un chico listo, pero aunque fueras mayor que yo, eras bastante estúpido.

Tomamos un taxi a tu casa,  ya que no sentía mis piernas y quizás ni podría caminar. Cuando llegamos abriste la puerta y me empujaste hacia las escaleras, diciendo que las subiera. Me acuerdo que me empujaste hacia tu cuarto. Cogimos varias veces, ya que siempre te venías rápido, pero te volvían a dar ganas apenas te corrías. Yo me vine la mitad y, la verdad, no fue tan malo como la mayoría de las veces que me habían cogido ebrio.

A la mañana siguiente me despertaste diciendo que tenía que irme, que tus padres llegarían en cualquier momento y que si me veían desnudo te lanzarían una larga charla sobre que le estabas siendo infiel a Dios, a tu novia, etc., aunque ya tuvieras suficientes años para decidir por ti mismo. Te pregunté si tus padres te molestaban tanto, por qué no te ibas, y respondiste que no querías tener que hacer todas las cosas tú solo. A veces recuerdo lo fuerte que rodeé los ojos, no podía creer que había dejado que en un niño mimado me cogiera.

Me estaba yendo cuando me dijiste que querías mi número, te pregunté para que mierda lo querías, y me dijiste que simplemente querías volver a tener sexo conmigo, que nunca antes lo habías hecho con un tipo y que te había gustado. Casi saco la pistola para matarte, porque la verdad, en qué carajo me había metido. Te di mi número de todas formas, pero más que nada porque yo te podía conseguir drogas, y tú podías pagarme con efectivo y no en sexo. Intentaste hacerte el listo conmigo diciéndome si me podías pagar 50/50. Escupí  con asco y te dije:

“Puedes cogerme si quieres, pero no soy una puta barata, así que es todo el dinero o vete a cagarle la vida a otra persona”.

Cerré la puerta, dejándote del otro lado semidesnudo mientras llamabas a tus padres preguntarles dónde y cómo estaban, como si en algún momento te hubieras preocupado por ellos.

Desde ese día seguimos la misma rutina. La mayoría de las veces traía droga y tú me lanzabas un fajo de billetes como si no estuvieras gastando tu plata en sustancias inservibles. Te pregunté de donde los sacabas, y me dijiste que tus padres te daban una cantidad de dinero si te “portabas bien”, cuando ibas a la iglesia a rezar y volvías con pan, que se añejaba porque nunca había nadie en casa. Nunca te pregunté muchas cosas, yo solo quería dinero y que alguien me la metiera. Contigo podía conseguir ambas.

A veces rompíamos la rutina y nos juntábamos en la tarde. Yo fumaba y me decías que comiera chicle al mismo tiempo, porque si es que te daban ganas de besarme no querías tragar humo. No entendí para que querrías besarme, pero me di cuenta que además de hacerlo con un tipo querías saber cómo se sentía besar a uno. Te di un puñetazo porque la verdad nunca pensé que dirías algo tan vulgar como eso.  Recuerdo que te corrió sangre por la nariz y tus ojos se veían confundidos. Me dijiste que no era mentira, pero que tampoco me tomara tus comentarios en serio. Tomé un respiro, no entendía por qué me juntaba contigo, por qué te ayudaba a faltar a clase, y por qué me quedaba a fumar contigo en partes abandonadas en la ciudad.

Todavía tengo el recuerdo de cómo miré a los alrededores. Era invierno, y el aire frío me llegaba en las mejillas. No había nadie cerca nuestro, así que decidí besarte solo para que no me preguntaras algo así de nuevo. Tus labios eran mojados, quizás demasiado, aunque creo que también saboreé parte de tu sangre, así que pudo haber sido eso. Me acuerdo cómo encerrabas los puños, y cómo me obligabas a abrir la boca porque querías más, querías sentir mi lengua con la tuya, aunque te diera asco el sabor de tu propia sangre. Mordiste varias veces, quizás porque no estabas acostumbrado a que alguien te besara con tanta fuerza. Me rompiste parte del labio, y mi sangre se mezcló con la tuya. Me dio repugnancia, tenía un sabor entre metal y saliva, y me daba asco  pensar en lo que estaba haciendo. Era homosexual, eso era cierto, pero me daban ganas de vomitar el tener que besar alguien.

Tenía sangre y saliva en todo el mentón, y me la saqué con la manga de la chaqueta, tú estabas petrificado, no pudiendo creer lo que habías hecho. Como si besar a un tipo fuera mayor atrocidad que cogerte a uno. Te di un golpe en la cabeza y te dije que lo dejaras ir, que no te lo tomaras tan en serio, y que un poco de sangre no haría que Dios quemara tu tumba. Relajaste los hombros, y vi que te acostabas en el suelo de cemento, creo que estabas pensando. Después de unos minutos me preguntaste si quería tener un trío con tu novia, y te dije que no, nunca, que soy homosexual y las vaginas me dan asco. Y luego respondiste que no era ese tipo de trío, sino uno donde me cogieras por detrás mientras tu novia mirara, que ver a dos hombres teniendo sexo le excitaba, y que se mojaba de solo imaginar tantos penes en un solo lugar. Te di otro golpe en la cabeza, pero agradecí que volvieras a ser tú mismo.

Pasaron varias  cosas después de eso. Fui a tu casa muchas veces, me emborrachaba y podía sentir como te cogías a todas las tipas que te encontrabas solo para cogerme a mí después.  Sigo sin entender por qué me dejaba, por qué dejaba que me la metieras, por qué dejaba que lo hiciéramos en lugares públicos, o por qué dejaba que cada noche me usaras, sin siquiera pensar que podrías haber contraído una que otra enfermedad venérea. Nunca entendí eso. Por alguna razón, quería que me hicieras sufrir, quería que me golpearas y que me meterías tu supuesta masculinidad aunque estuviera más apretado que una puta virgen. Quería sentirme usado, pero solo por ti, era extraño, era estúpido, y me daban ganas de vomitar encima de mí mismo cada vez que lo pensaba. A veces creía que era porque me había enamorado de ti, me habían dicho que si no te importaba sufrir por una persona, era porque era la elegida. Y por tu Dios o por cualquiera quería que me hicieras sufrir una y otra vez. Quería que me tocaras, que me besaras, que me usaras por unos minutos. Si  tenía que sentir dolor para que eso sucediera entonces me importaba un comino.

Las cosas cambian, y a  veces, no sé si para mejor. Tomé otra calada del cigarrillo, escuchando como te movías entre las sábanas. Quizás te estabas despertando, no me importaba.

Había sido un viernes, tus padres habían tenido una supuesta salida de negocios así que no volverían en todo el fin de semana. Al igual que los otros días, harías lo mismo, irías a ver a tus amigos, almorzarías, luego irías a ver a tus otros amigos y a tu novia, y verías si te juntarías conmigo o no. Pero esa vez me sentí extraño. Vi la hora, y eran cerca de las cinco de la tarde, ya debías haber almorzado. Cuando pasé cerca de la calle de tu universidad, me di cuenta que no estabas con tus amigos. Si soy sincero, sí, me preocupé. Me preocupé porque no entendía por qué no estabas ahí. Fui a tu casa, para ver si estabas enfermo o algo, porque definitivamente no te habías quedado en la biblioteca a estudiar horas extras.

Caminé, y me di cuenta que tu casa era más grande de lo como la había visto antes. Me sentía pequeño. Cuando iba a abrir la puerta estaba entre abierta, así que solo la empujé. Subí las escaleras, estaba acostumbrado a que nunca la cerraras. Lo que me sacó de mi tranquilidad fue escuchar sonidos provenientes de tu habitación. Confundido, abrí la puerta, y fue lo peor que pude haber hecho.

Estabas tú con otro tipo, pero no te lo estabas cogiendo, él te la estaba metiendo a ti. Al principio me  asusté, porque pensé que te estaba violando, ya que, aunque sabía que te habías metido con algún otro tipo, sabía que eras tú quien la metías.  Pero cuando vi tu pene erecto encima de tu estómago, me di cuenta que no estabas sufriendo, sino que lo estabas disfrutando. Los gritos que salían de tu boca eran de placer, no de dolor. Te estabas montando al tipo como si fuera un animal, saltabas encima de su sexo, como si sus caderas fueran un trampolín. El tipo te tomaba las caderas y hacía que subieras y bajaras. Podía ver como entraba y salía de ti, podía ver lo sonrojado que estabas, te salía un hilillo de saliva por la boca, y tomabas una de las manos del tipo, dirigiéndola hacia tu sexo para que te masturbara. Estabas gritando, parecías eufórico, como si el pene del tipo no fuera suficiente para llenarte. Su mano era cada vez más rápida, y seguías gritando, que querías más, más y más. Casi no te reconocía, nunca pensé que te vería suplicar por algo. Tu pecho estaba lleno de sudor y tus pezones estaban erectos. Gemías demasiado, pero no  parecías cansado.

De la nada, el tipo te tomó y los dio vuelta a ambos, dejándote a ti debajo de él. Vi como tomó tus piernas y las puso sobre sus hombros y empezó a metértela más fuerte, más rápido. Empezaste a gritar otra vez, agarrabas las sábanas con tus manos y arqueabas tu espalda. Sabía que el tipo llegaba a tu próstata con cada movimiento que hacía, y mierda, incluso me sentí envidioso de ti en algún momento. Empezaste a balbucear una mezcla entre “sí, sí, sí”, “Dios”, “más rápido”, y un montón de groserías más. Tuve que dejar de mirar, no podía más con eso.

Me sentía horrible no por la traición sino porque me había excitado verte. Tuve que ir a uno de los baños de la casa, y me masturbé. Nunca te había visto tan débil, tan suplicante, tan desesperado, solo podía pensar en ti subiendo y bajando con el pelo en tu cara y tu próstata siendo encontrada una, y otra, y otra vez. Te había gustado duro, que alguien te agarrara y te cogiera sin pavor. Sentí vibraciones en mi cuerpo, y me vine pensando en ti haciéndolo con dos tipos más. Y me sentí mal por ello, no entendía cómo podía sacar algo bueno de esa situación, pero esa vez decidí aprovecharla en vez de sufrir.

Pasaron varios días desde ese incidente, y nunca te lo mencioné. Sabía que después de eso terminaste con tu novia. Ya no te metías con las tipas de la gasolinera, sino que le coqueteabas a tipos mayores y luego dejabas que te cogieran en la parte de atrás de sus autos. Había noches en que no me veías, y yo sabía que era para ir a uno que otro club buscando tipos que te la metieran en los baños.

Y ahora estoy aquí, en tu tina, poniendo el cigarrillo en mi rodilla desnuda dejando que esta me queme la piel. Me levanté y vestí, pero no me bañé, quería sentir tu olor un poco más impregnado en mí. Salí sin despedirme y caminé por la fría calle. Después de pensar, me di cuenta de que estaba molesto, que había modificado la vida de un tipo para que le gustara otras cosas, pero sentí que lo que recibía a cambio no era suficiente.

Nunca fue suficiente.

Sabía que esa noche estarías en la iglesia porque necesitabas dinero y tus padres necesitaban verte rezar. Extrañamente nunca fueron, así que te encontré solo ahí, esperando a que algo ocurriera, ya que no querías orar si es no te veían, si es que no te daban algo a cambio. Recuerdo tu cara, tu pequeña cara de niño católico mal hecho, de veintiún años, te veías tan débil en ese momento. Me viste caminar hacia ti, con una botella y una caja de fósforos. Me preguntaste qué hacía allí. Yo no te respondí. Empecé a vaciar la gasolina en las sillas de madera, viendo como abrías los ojos Intentaste acercarte a mí, pero encendí el fósforo, dejándote encerrado en  el círculo de llamas. Pude ver como el calor afectaba tu cara. Sabía que no llorarías, sabía que no suplicarías para que te dejara ir. Me preguntaste por qué, por qué estaba haciendo esto. Con los ojos bien abiertos te dije:

-“Te volviste una puta barata. Te perdono lo de puta, pero lo de barata nunca.”

Salí de la iglesia, dejando un río de gasolina detrás de mí. Me alejé un poco más y tiré la botella en el riachuelo del kerosene, sacando un último fósforo y dejándolo caer. Pude ver cómo la pequeña llama se extendía, hasta volverse gigante, tocando la madera de la iglesia. Era una luz entre las muchas estrellas.

Sonreí, quizás ya no tendría que sufrir. Sabía que si la policía me encontraba, me mandarían a un reformatorio, ya que era muy joven para ir a la cárcel.

Encendí un cigarrillo con otro fósforo, y esta vez, no mastiqué chicle.

 

Andrea Alcaíno (Valparaíso, 1998). En 2015 obtuvo el Premio Nacional Roberto Bolaño en cuento y en 2016 en poesía.

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