Bolivia. Narrativa. Natalia Chávez. SALMUERA.

 

Camino y sudo. Mi cabello se pega en la nuca. Es una noche de jueves caliente, de humedad densa. Pero no lloverá, no hay nubes. De la clínica al centro hay unas treinta cuadras y camino para que el mundo se mueva un poco. Para que las cosas que veo pasen de mí hacia atrás por los costados de mi campo visual. Atravieso planos. Cada paso trae sobre mí otro encuadre de escena.

Cuando era chica y caminaba en el mercado con mi madre, ella me llevaba de la mano y mi cabeza quedaba a la altura de su cintura. El sol de la mañana de treinta y cinco grados entraba a través de toldos de lona azul a los pasillos. Para el cuerpo, el mercado era un horno, para los ojos, una heladera. No sabías bien qué sentir. Los pedazos de carne del tamaño de un bebé o de un niño pequeño, colgados en los mostradores, atufaban el espacio con el hedor premonitorio a la carroña en la que todo se convertiría si no transformara a tiempo en comida. Caminábamos sin hablar porque debíamos concentrarnos en no chocarnos con la gente que circulaba en ambos sentidos, sin ningún tipo de orden; ni siquiera por lógica nos poníamos, por ejemplo, los que avanzábamos mercado adentro, hacia la derecha, y los que iban en mano contraria, a la izquierda. Teníamos un espíritu de mosca, moviéndonos en dirección a algún objetivo que no se verifica hasta conseguirlo, como detenerse frente a un puesto, por ejemplo. Mamá paraba en dos o tres tiendas; sabía qué comprar en cuales. Pollo y pescado en esta, vaca en esa, bofe en la que queda a la salida por el lado opuesto al que entramos. Yo la seguía y estaba atenta a cuando su ropa empezaba a hacerse transparente en la espalda por el sudor. Buscaba la parte interna de su antebrazo, blanda, suave, fina, frágil, ala de mariposa, y mientras trataba de concentrarse haciendo sus pedidos, yo ponía mi boca y chupaba la transpiración de ese lugar. Mamá se apartaba, me pellizcaba la oreja y decía ¡No seas cochina, está sucio!

Llego al centro. Entro a La Locomotora y me siento en la barra a esperar a Diego y a Gabriela. Beto me pone la acostumbrada botella de litro de cerveza y un encendedor. Tomo del pico, agarrando con las dos manos como si fuera una mamadera. Se ríe. Dice ¡salud! Y se sirve medio vaso de ron, le pone hielo. Me pregunta cómo anda todo, bien bien, digo, volteándome sobre el taburete para darle la espalda. Doy unos tragos largos a la botella.

Gabriela entra, me encuentra con la mirada, y me saluda de lejos con la mano. Viene a donde estoy. Siempre anda sonriendo, me encanta eso, desde cuando éramos chicas. Nos saludamos con un abrazo corto, su cabello huele a humo.

Beto le da un vaso de vidrio desde atrás de la barra. Gabriela agarra la botella de mi mano y se sirve sin espuma.

̶ ¿Cómo está tu madre?
̶ Igual
̶ ¿Cero progreso?

Hace más de un año operaron a mamá de una apendicitis. Le administraron mal la anestesia y quedó en estado vegetal. Tiene tubos metidos por la nariz, tubos en las venas del brazo, tubos conectados a sus intestinos.

Voy todos los días a verla y hablarle. Aunque las enfermeras deben bañarla, yo les he pedido que me lo dejen a mí. Me gusta pasarle el paño húmedo por el cuerpo, mirar su cara, las comisuras de sus labios hacia abajo como una mueca de mimo en descanso. A veces separo sus párpados con los dedos para poder tener presente el verde de sus ojos de nuevo, cuando siento que esa imagen se va diluyendo de mi cabeza. El verde que veo ahora es diferente al de antes. La luz que le llega a los ojos es la del interior del cuarto de la clínica así que el tono es muy distinto al de cuando despertaba después de la siesta de la tarde frente al ventanal de su cuarto o al de cuando tomábamos café en el patio de la casa en las mañanas.

Después de bañarla, le paso crema hidratante desde la frente hasta los dedos del pie. Siento sus huesos debajo de la capa de piel que parece hacerse más delgada con cada pasada del paño. Siento la clavícula, las costillas, el esternón, las caderas, las rodillas, los tobillos; parezco un saqueador intentando descubrir por tacto qué hay dentro de una bolsa.

Desde hace meses casi no tocamos el tema con papá. Dejó el trabajo. A veces no se levanta de la cama hasta el mediodía y después de almuerzo pasa la tarde en la clínica. De vez en cuando me pide que lo acompañe a misa y que la pidamos para ella, que la nombren en la Oración de los Fieles. Ha envejecido. Juraría que hace un año no tenía canas. Si antes de esto hubiera tenido que dibujarlo, le hubiera puesto el cabello negrísimo que tenía cuando todo estaba bien. Ahora su cara se ha derretido por la gravedad, como si el cuerpo les hubiera quitado fuerza a los músculos del rostro porque la necesitaba más en el cerebro para entender la vida sin mamá.

Almorzamos juntos todos los días. Cuando la muchacha cocina alguna receta que era de mamá, no comemos bien, la garganta se anuda. Mi papá dejó de fumar y tomar el cafecito negro después de las comidas, ritual que tenía con ella desde que eran novios.

Al principio, las primeras semanas, papá y yo íbamos juntos a visitarla. Rezábamos. Casi no hablábamos. Yo la acariciaba a un lado de la cama, él al otro. No sé bien cómo pasó, pero dejamos eso. Empezamos a evitar ir juntos y cada uno estaba ahí en un horario distinto, privado. Nuestro tiempo a solas con mamá. Una vez él estaba adentro cuando llegué. Antes de abrir la puerta lo vi a través de la ventanilla. Papá le estaba hablando. Miraba a veces su cara, otras, la ventana del cuarto, contándole alguna cosa. Cerró la boca por un momento. Se levantó y con suaves golpes sobre el colchón, alisó la sábana del lugar donde había estado apoyado con el brazo. Agarró la mano de mamá y la besó cerrando los ojos. Antes de que saliera, me aparté de la puerta e hice como si recién hubiera estado acercándome al cuarto. Nos encontramos en el pasillo. Se despidió y entré.

En la barra, fumo mi segundo cigarrillo. Gabriela me cuenta de una película que vio en la tarde. Llega Diego. Viene hasta nosotros y saluda. Nos mudamos a una mesa. Pone su mano sobre mi muslo y dejo que lo haga por un momento hasta que me muevo para cruzar las piernas.

Gabriela se va a saludar a unos amigos en otra mesa. Diego me mira, me acerco y lo beso no sé por qué, para no hablar. Sus labios están secos. Estamos cerca, me encajo en él: pongo mi cabeza en el ángulo que hace su cuello con el hombro. No dice nada, no sabe qué decir de nada nunca.

Esta mañana fui a la clínica. Tuve el impulso de abrazar a mi madre anticipando lo horrible que sería ese abrazo sin reciprocidad, sin fuerza contraria, y al hacerlo apoyé mi cabeza en su barriga mirando hacia el norte de la cama. Vi su cara quieta y sus cabellos desparramados en la almohada como tul negro. Noté que la parte interna del brazo había quedado cerca de mi boca. Esa planicie pálida frente a mis ojos. Pasé los dedos con suavidad, casi con una esperanza inconsciente y absurda de encontrar ahí un mensaje en braille del que no me hubiera dado cuenta antes, en todos los baños, en todos los recorridos. Apegué mi boca y succioné. Sabía a crema hidratante, químicos, y en vez de la membrana delicada que siempre había estado ahí a mi disposición, ahora había un pedazo de cartulina. Le di un beso suave en el mismo lugar.

Trato de componer en mi cabeza la conversación que debo tener con mi padre: Papi, mamá no está en su cuerpo. Papi, mamá ya no está.

Diego pregunta cómo estoy hoy, con esa palabra, hoy. Le respondo encogiendo los hombros y mirando a otro lado. Mi cara está caliente, con agua a punto de desbordarse de los ojos. Me concentro en detenerla. Diego no ve nada de lo que está pasando adentro de mi cuerpo, solo puede saber sobre mí por las cosas que salen de él, sean palabras o secreciones.

Mi madre ya no suda, sus glándulas sebáceas ya no producen nada, y su sangre no correría si no fuera por el aparato que la mueve por dentro como si fuera un guiso que debe dejarse a fuego lento por siempre. Nunca estará listo.

Las lágrimas que iban a bajar se evaporan. Le digo a Diego que estoy normal. No sé qué comprende a partir de eso, pero satisface su pregunta y me da un beso.

Gabriela vuelve a la mesa y dice “picarones”. Reímos todos por un tiempo que excede a la gracia del comentario. Diego va a buscar más cerveza. Gabriela me mira, lee alguna cosa en mi cara y pregunta si quiero irme. Creo que me entiende, pero de nada sirve que me entienda. No respondo. Me aprieta la mano y siento la suya fría por haber estado agarrando su vaso de cerveza.

Cuando estábamos en primero básico, Gabriela era la única que seguía chupándose el dedo en clase. Hablábamos de ella y la apuntábamos diciendo qué vergüenza que se chupase el dedo aún y yo también lo decía, pero por dentro sentía tanta envidia de que ella se animara a hacerlo cuando le viniera en gana y yo no pudiese. En casa, tenía que chuparme el dedo escondida debajo de las sábanas para que mis papás no me descubrieran. Mi paladar y mi lengua hacían una casa acogedora, húmeda, blanda, caliente, perfecta cada vez que entraba. Solo paré de chuparme el dedo cuando comencé a morderme las uñas y solo paré de morderme las uñas cuando me agarró una infección terrible en las cutículas. Salía sangre y pus y tuve que pasar vendada y curándome con agua con sal y ungüentos durante casi un mes. Mi mamá había dicho que a ver si así aprendía. Me hacía las curaciones limpiando cada herida dando toques breves y cuidadosos con sus manos esponjosas.

Diego vuelve con una botella. Hablamos del trabajo. Termino la cerveza que hay en mi vaso y lo dejo suavemente sobre la mesa.

—Tengo que irme, chicos -digo.

Se paralizan para mirarme. Diego tiene el vaso levantado a medio camino. Gabriela tiene la mano sobre la cajetilla de cigarros que estaba por agarrar.

—¿Pasa algo? -dice Diego.

Gabriela lo mira. Me mira.

—Solo que no voy a ser buena compañía hoy, no quiero bajonearlos.
—Andá tranquila, querida, pero sabés que no es para que nos entretengás que venimos -dice Gabriela apretando mi antebrazo con cariño- escribime cualquier cosa.

Le sonrío. Me despido de Diego con un beso rápido y de ella con uno en el cachete. Agarro mis cosas y salgo. Hago el mismo camino que hice para llegar a La Locomotora, pero a la inversa, más rápido, casi corriendo. Vuelvo a la clínica.

Desde hace meses que ya no piden que me registre en la recepción antes de entrar. Soy una pieza más de ese lugar, se han acostumbrado. Un año.

Avanzo en los pasillos que están menos iluminados que en las horas de movimiento. No hay gente. Pienso en papá que está en casa, seguramente durmiendo después de haberse tomado una pastilla que se lo permita. Entro al cuarto. Me acerco a la cama y veo la escena que ya he memorizado: una cama con respaldar metálico, con valles y montañas de distintas dimensiones, cubiertas por una sábana blanca que va hasta la cintura de mi madre.

También tengo memorizado el espacio en casa que se ha mantenido sagrado, intacto como si un spray fijador extra fuerte y gigante hubiera pasado fumigando hasta el último centímetro cuadrado. No hemos movido nada: no hemos cambiado ni un solo pliegue de las blusas colgadas en su armario, no hemos puesto las tapas de las cosas que dejó abiertas, no hemos guardado los zapatos que dejó en el baño listos para usar al día siguiente de la operación. Mi casa es la escena congelada en la pantalla cuando se pone en pausa la película porque solo nos ausentaremos brevemente por agua o por ir al baño o porque sonó el teléfono. Una interrupción que, en apariencia, no justifica volver al principio.

Acaricio a mamá. La miro dormir sabiendo que no está durmiendo. La beso. Paso el dorso de mi mano por sus cachetes. Quiero decirle algo, como otros días, pero las palabras son tan pequeñas y traslúcidas comparado a lo que tengo delante. Mis lágrimas bajan en caudales anchos, pesados, igual que los mocos desde mi nariz, y caen a la cama. Empapan el cuerpo y la cara de mamá. La miro. Toda esa agua que cayó de mí sobre ella le da un brillo como el de antes, el de siempre. La acaricio y así mis manos distribuyen mis lágrimas en una capa más fina. El cuerpo de mamá absorbe eso. Me absorbe en ella. Mamá me contiene. Me acerco de nuevo, con la cara, la beso. Sabe salada ahora, de nuevo. La abrazo caliente por última vez.

Tanteo los botones hasta lograr apagar el aparato al que está conectada, para que pueda irse lo que queda de ella. Yo me voy después de eso también.

 

 

***Natalia Chávez Gomes da Silva (1989). Nació en Santa Cruz de la Sierra, Bolivia. Es narradora y ensayista. Se formó en Comunicación Estratégica y Corporativa. En 2010 ganó el Premio Nacional de Literatura del Gobierno Municipal de Santa Cruz. Diplomada en Escritura Creativa por la UPSA. Actualmente cursa la Maestría en Escritura Creativa en la Universidad de Nueva York.

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